El gobierno del presidente Enrique Peña Nieto se encuentra en un punto de quiebre: asume un peligro o toma un riesgo.
El peligro de ver cómo las reformas estructurales legisladas se desvanecen mientras el país se desbarata o el riesgo de emprender la reforma estructural del poder que demanda romper con mafias políticas y económicas. La diferencia entre el peligro y el riesgo, parafraseando a Anthony Giddens, es simple: el peligro se relaciona con el pasado y juega a la pérdida; el riesgo se relaciona con el futuro y juega a la ganancia.
Lo ocurrido en Ayotzinapa no es, dicho con enorme tristeza, excepcional. Es un eslabón más de la larga cadena de agravios -conocidos y desconocidos- cometidos contra la sociedad en nombre de la guerra contra el narcotráfico, declarada irresponsablemente por el expresidente Felipe Calderón y sostenida torpemente por el actual. Resultado: la espiral de violencia incontenida amenaza con desbordar, de más en más, los canales institucionales y civilizados de participación ciudadana.
Ni el esclarecimiento y el castigo de los autores intelectuales y materiales de la muerte y desaparición de los normalistas, como tampoco la salida de Ángel Aguirre Rivero del gobierno de Guerrero resuelven ni agotan la crisis con tintes de tragedia nacional. Sofocan, si acaso, un capítulo de ella.
Si la idea es transformar el país, en la adversidad se cifra la oportunidad.
Hasta hoy, la fragilidad del gobierno federal ha encontrado refugio en la alianza con las dirigencias de los partidos políticos y con las élites económico-corporativas, así como fortaleciendo sin éxito programas asistencialistas. Hoy, sin embargo, la dimensión del malestar social obliga a replantearse a fondo la estrategia, misma que si no voltea a ver y atender a la gente tendrá el fracaso por destino.
Refugiarse en esa asociación, terminará por atrapar e implicar en una red de complicidad y amafiamiento al propio gobierno, y quedará sin autoridad para explicar al país por qué el baño de sangre que suma ya ocho años, con alrededor de 100 mil muertos y más de 20 mil desaparecidos.
En la sociedad, no en las corporaciones políticas o económicas, el presidente de la República puede encontrar cuadros y liderazgos dispuestos a conjurar el peligro de una crisis superior a la prevaleciente. De nuevo, aunque suene a lugar común, la nación demanda un gobierno de salvación que privilegie el recurso humano, no sólo el mineral.
Si el gobierno federal insiste en aplicar sólo medidas de emergencia frente al estallido del malestar social, terminará como sus antecesores: integrando una cuadrilla de bomberos sin posibilidad de apagar el fuego y mucho menos de emprender acciones -la instrumentación de las reformas- de mucho mayor aliento. Lo urgente terminará por borrar lo importante y anulará un mejor horizonte nacional.
Hoy, por lo pronto, efectivamente se advierte un pasmo que inmoviliza a los tres niveles de gobierno: no mueven un dedo ante el malestar social porque no tienen control de su propia mano y, en un descuido, la contención del malestar puede derivar en represión y ésta en más violencia.
Que nadie se mueva, que nadie haga nada, no puede ser la respuesta.
Iguala y Tlatlaya -sólo por mencionar dos casos recientes- exigen del mandatario tomar distancia, si no es que romper con buena parte de los aliados políticos y económicos que ahora tiene. Aliados que, en canje de su pobre respaldo, reclaman conservar y ampliar sus intereses particulares a costa de los nacionales.
Dada la descomposición, corrupción y voracidad de esas élites, el gobierno, lejos de ampliar, reduce su margen de maniobra. Si quiere salvar la circunstancia nacional y trascender, es preciso reconsiderar su cercanía con ellos y su distancia con la gente.
Hoy queda clarísimo que es más fácil reformar las leyes que transformar la realidad. Y, por increíble que resulte, se vive un absurdo: lo que no provocó la apertura del petróleo al capital privado, lo provocó la esposa de un alcalde. Un matrimonio, amparado por la corriente dominante en el PRD y vinculado con el crimen, puso contra la pared a la República. Increíble.
Nada garantiza que, más adelante, el absurdo no se repita. Los partidos en su conjunto -incluido el Movimiento de Andrés Manuel López Obrador- le deben una explicación a la ciudadanía. Dicho en breve, por qué, en vez de ser instrumentos de ella, la han convertido en su rehén.
Desde que la moral se redujo a lo legal, los partidos justifican las fechorías de sus cuadros en el marco de la ley. En su lógica, si algo no funciona, hay que reformar la ley, no reponer la moral. Qué fácil.
Considere o no el presidente Enrique Peña Nieto la conveniencia de reflexionar pública y manifiestamente ante la nación sobre la circunstancia que atraviesa el país, el calendario marca en lo inmediato dos fechas clave que revelarán si hay o no la intención de rectificar.
Uno. La elección del próximo ombudsman. Imaginar que los partidos, a través de sus senadores, privilegien el perfil trazado por José Luis Soberanes y Raúl Plascencia, exhibirá que los derechos humanos no son prioridad, que el derecho fundamental de la gente a la vida, a la integridad, a la seguridad, a la libertad y al patrimonio le resulta accesorio a la élite política.
Dos. La elección del próximo presidente de la Suprema Corte de Justicia. Urgiendo reponer el Estado de derecho, asegurar la división de poderes e instrumentar el nuevo régimen de justicia, si el ministro electo no tiene independencia, conocimiento y experiencia dentro y fuera del poder judicial, y se conduce a modo ante el Poder Ejecutivo, se advertirá que los viejos son los nuevos tiempos.
En el plano inmediato están esas dos fechas. En la calidad moral y profesional de quienes ocupen esos puestos se verá si hay o no la intención de voltear a ver y atender a la gente.
En puerta también están los Días de Muertos. Ojalá lejos de venerar la muerte, el país se aleje de ella. El gobierno está frente a un punto de quiebre, asume un peligro o toma un riesgo.