Este era un régimen con los pies de trapo y los ojos al revés, ¿quieres que te lo cuente otra vez?
Parafraseando el popular cuento, esa podría ser su versión política. De conocido harta, pero lo cierto es que se repite y se repite y, por increíble que parezca y pese al susto que les da, la élite política no se fastidia de oírlo una y otra vez.
De nuevo, el país está inserto en la crisis que lo sangra y violenta desde fines del siglo pasado -cuando se fundó la Policía Federal, ante la pérdida del control criminal- y, como si quince años no bastaran para transformar una realidad, la clase dirigente muestra desinterés por dar solución de fondo al problema. Cíclicamente, se ve compelida a salvar o resolver una coyuntura, sin asomarse a la estructura del problema.
Diez mil elementos de distintas corporaciones oficiales están en Tierra Caliente intentando dilucidar qué fue de los cuarenta y tres estudiantes normalistas y, a más de un mes de su desaparición, ni se da con su paradero ni se presenta a sus verdugos. Preguntar cuántos muertos, secuestros, extorsiones, asaltos, faltan antes de imaginar un país menos violento y más civilizado, ni sentido tiene. De seguir por donde vamos, los muchachos de Ayotzinapa sólo engrosarán la estadística de la muerte sin posibilidad de cerrarla.
Carlos Salinas fue el último mandatario que usufructuó el régimen presidencialista, se benefició de él a costa de sacrificarlo sin plantear uno nuevo. Desde entonces, se practica el ejercicio del no poder, a pesar o no del Ejecutivo en turno.
No hay vuelta de hoja, el régimen tiene pies de trapo y la élite política los ojos al revés. Desde hace dos décadas, el conjunto de los partidos sabe que el régimen presidencialista no da más de sí y, pese a la evidencia, insiste en reformar el reparto del poder, sin plantearse su sentido. Se reparten el poder sin descargar el peso de la responsabilidad de su ejercicio sobre el jefe del Poder Ejecutivo. Juegan una curiosa pirinola política: los maleficios son del gobierno, los beneficios de los partidos.
De a tiro por elección, los partidos reforman, contrarreforman y deforman el sistema electoral sin plantearse la reforma del poder. Luchan por posiciones y presupuestos, no por posturas y proyectos. Les encanta ganar elecciones, no conquistar gobiernos. Les fascina alternarse en el poder sin plantear alternativas.
Parte del drama que tambalea al presidente Enrique Peña Nieto de ahí deriva.
En conjunto con los partidos se planteó emprender la reforma estructural del país y someter a los monopolios, excepto a uno: el político. En el papel, se planteó reformar la educación, el petróleo, la hacienda, las finanzas, el trabajo, las telecomunicaciones y someter a los monopolios corporativos, empresariales o gremiales... sin reformar la política ni acotar su monopolio. Qué cambien todos, menos nosotros: la élite política.
Error del mandatario pretender revivir el régimen presidencialista cuando la estructura económica y social del país ya no lo permite.
Lo peor del Pacto suscrito por el gobierno y los partidos fue ignorar el mayor reclamo de la sociedad: garantías a su vida, integridad, libertad y patrimonio. Dicho en una palabra: seguridad. Se matizó ligeramente la no estrategia de Felipe Calderón frente al crimen, el resultado está a la vista: los muertos de las fosas tiran de los pies de trapo al régimen.
El desinterés por resolver ese problema se agravó por otro, donde el gobierno y los partidos actúan como cómplices: la corrupción. Así como el narcotráfico diversificó la industria del crimen, la élite política diversificó la industria de la corrupción y, en el colmo de la descomposición, crimen y política se asociaron.
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Desde luego, es una tentación corear con otros: ¡que-se-vayan-todos! El problema es que la energía de la sociedad para manifestar su horror frente a las desapariciones forzadas y los crímenes de Estado carece de la fuerza y la organización para poner a otros. Ni un solo partido es instrumento de ella. Es una vergüenza la actuación de los partidos frente a la tragedia en curso.
En tal circunstancia y ante el frontal repudio mostrado por la sociedad ante lo ocurrido en Iguala, bien podría el gobierno ensayar una estrategia en dos planos: el coyuntural y el estructural.
No cejar en la búsqueda de los normalistas abriéndose en serio a contar con asistencia de organismos internacionales multilaterales para acreditar su deseo de dar con los estudiantes y castigar a los autores criminales y políticos y, a la vez, convocar a un pacto no sólo con la élite de los partidos, sino también con organizaciones de la sociedad, así como los otros niveles del poder para recuperar la paz, la seguridad y la civilidad que reponga un horizonte distinto al país.
No se trata, desde luego, de firmar un nuevo papelito bajo la luz de los reflectores. Nada de eso. Se trata de presentar un plan de acción con metas en el calendario que, salga del juego del aquí no pasa nada, encare frontalmente la corrupción, la impunidad criminal y la pusilanimidad política. Salir del carrusel de enviar fuerzas a un sitio en emergencia para trasladarlas al siguiente, salir de la complicidad de tolerar a los políticos asociados al crimen y de llamar las cosas por su nombre, en vez de nombrar comisionados donde no hay gobierno.
El mayor error frente a la crisis prevaleciente sería pensar que con la sola presentación de los normalistas, vivos o muertos, y el castigo a sus verdugos, el problema queda resuelto. No es sólo el suceso de estos días el que escuece y enfurece a la sociedad, es el cúmulo de muertos que periódicamente llevan a la sociedad a mirar por destino el de las fosas.
Si el gobierno actúa sólo sobre la coyuntura y no sobre la estructura, en menos de lo que se imagina estará repitiendo: este era un régimen con los pies de trapo y los ojos al revés... con el problema de que la gente está harta de ese cuento.