¿Qué pasó en las últimas semanas que cambiaron todo el panorama? De un gobierno percibido como excepcionalmente diestro pasamos a uno que se comporta como si estuviera sitiado. ¿Será posible que un incidente, por horroroso que haya sido, transforme tantas cosas en tan poco tiempo? Parece claro que los hechos ocurridos en Iguala no fueron la fuente de la nueva realidad, sino su disparador. La pregunta es ¿por qué?
En su primer año, el Gobierno mostró excepcionales habilidades para avanzar su agenda legislativa. Hoy nadie puede albergar la menor duda de su capacidad de interacción y negociación en el contexto partidista y legislativo. Donde ha fallado es en el plano de la función cotidiana de gobernar. La paradoja, y quizá esto explique buena parte de lo que cambió de súbito, es que la promesa del gobierno priista era que sabía gobernar.
Las primeras señales de problemas se manifestaron en el raquitismo económico a lo largo de 2013. Las dificultades se fueron acumulando en la medida en que las licitaciones para obra pública se declaraban desiertas, beneficiando a unos grupos más que a otros. Siguió el total desdén por las consecuencias de decisiones arbitrarias como la del cambio de las tarjetas para el pago de carreteras. Luego vino la anulación de reformas como la educativa: no hubo contingente de trabajadores de la educación que no lograra el compromiso gubernamental de suspender la aplicación de la ley en su estado. El hilo finalmente se rompió en el asunto que más lacera a la población y en el que el Gobierno había hecho la promesa más generosa: el de la seguridad.
El Gobierno partió del principio de que el tiempo le beneficiaba y que su sola presencia resolvía los problemas del país. Su visión en la economía es que el gasto marca la dirección y fuerza al sector privado a responder; en la operación cotidiana del Gobierno lo importante son los resultados y no la forma o medios para alcanzarlos; en la seguridad, un gobierno con presencia crea un equilibrio entre la autoridad y el crimen organizado, restableciendo con ello la paz y terminando la violencia. O sea, las recetas de los cincuenta y sesenta.
El problema es que las circunstancias de entonces nada tienen que ver con las actuales. En los sesenta la economía estaba cerrada y protegida, el gobierno controlaba la información y existía un contubernio explícito entre las élites: los empresarios no tenían que competir ni satisfacer al consumidor, los sindicalistas se enriquecían, los políticos robaban y los criminales estaban regulados. Un mundo feliz. No todo era perfecto, pero la impunidad protegía a los beneficiarios del sistema.
El cambio se dio cuando se liberaliza la economía sin modernizar al sistema de gobierno. En una economía abierta ya no es posible pretender venderle basura a precios altos al consumidor ni firmar contratos laborales leoninos. Con el cambio tecnológico nadie controla la información y cada trapacería o abuso, de cualquier tipo, es susceptible de aparecer publicada en la multiplicidad de medios y redes que hoy existen. La corrupción se nota.
Todavía más importante, en esta era el Gobierno ya no manda. El gobernante de antaño tenía control de todos los procesos; el de hoy tiene que explicar y convencer. La población tiene acceso a la misma información que el Gobierno y los actores clave tienen infinidad de opciones y comparan unas con otras. Ese mundo juega bajo reglas globales que no admiten la opacidad, amenazas, corrupción y complicidades que son típicos de la política mexicana a nivel local. Ese México violento y corrupto, acostumbrado a gobernantes distantes que viven en la impunidad, fue desnudado en Iguala: siglo XX vs. siglo XXI. El Gobierno sólo será exitoso en la medida en que cree condiciones que hagan atractivo invertir en el país, igual para el changarro de la esquina que para la petrolera más grande del mundo.
El gran problema es que el Gobierno mexicano no se ha modernizado: sigue siendo el mismo de hace cincuenta años; no es eficaz, no es institucional y no resuelve problemas, comenzando por el más elemental, la seguridad. Esto no es culpa del Gobierno actual, pero es un hecho ineludible. El Gobierno tiene que ser eficaz: convencer y funcionar. El nuestro no convence ni funciona.
El gran éxito inicial del gobierno residió en que cambió los términos del debate sobre México fuera del país. Sus reformas, sobre todo la de comunicaciones y energética, atrajeron la atención mundial porque abrían un nuevo capítulo de oportunidades. La tragedia de Iguala demostró que nada había cambiado, que se trataba, a final de cuentas, de un montaje estilo Potemkin. La violencia no ahuyenta a inversionistas acostumbrados a trabajar en Siberia, Angola o Nigeria; lo que la espanta es la ausencia de un gobierno capaz de hacer cumplir los contratos. La reforma energética es coja en esto, pero lo que Iguala ilustró, a todo color, es que el gobierno ni siquiera tiene la capacidad para hacer cumplir sus propias reglas.
Suponer que la inseguridad va a desaparecer sin policías, ministerios públicos y un poder judicial, todos ellos competentes (o sea, un gobierno eficaz), equivale a desafiar la gravedad. La falta de congruencia entre la propuesta y los hechos resultó funesta, sobre todo por las enormes expectativas que se habían generado. No es casualidad que las peores críticas vengan de los mayores panegiristas de antes.
México tiene un enorme potencial, pero requiere que el Gobierno cree las condiciones que lo hagan posible.