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La tormenta perfecta

LUIS RUBIO

 U Na "tormenta perfecta" es una expresión que describe un acontecimiento en el que una rara confluencia de circunstancias agrava dramáticamente la situación. Así parece ser el México de estos días. La total ausencia de respuesta gubernamental a los sucesos de Iguala destapó la cloaca, dando oportunidad para que vieran la luz todos los resentimientos, miedos, enojos y oportunistas. Como la proverbial caja de Pandora.

Hay muchas hipótesis sobre qué fue lo que llevó al momento actual y el pasmo del Gobierno, pero ninguna explica la reacción de la población. Hay dos maneras de interpretar el momento actual.

La primera recuerda las primeras líneas de Zapata, donde Womack decía que la suya era una historia de campesinos que no querían cambiar y por eso acabaron en una revolución. Claramente, hay muchos mexicanos que se rehúsan a cambiar, que quieren preservar sus formas de vida, algunas ancestrales y otras no tanto. Algunos de estos propugnan por una revolución. También hay una profunda sed de justicia en todos los planos y es irónico que hayan sido los pobres los que pusieron en jaque al Gobierno.

Al mismo tiempo, el súbito crecimiento de la violencia urbana es un indicio tanto de la capacidad de manipulación y oportunismo de algunos políticos, pero también del profundo descontento que se anida en el país. Las quemas de palacios municipales, bloqueos de carreteras y el ataque a Palacio Nacional sugieren una aguda estrategia política. Claramente no se trata de sucesos espontáneos.

Otra posible interpretación, no excluyente de la primera, es que ha habido una brutal reacción por parte de la sociedad mexicana al viraje ilusorio hacia el pasado que emprendió la actual administración. Ahí está no sólo la población que se rehúsa a cambiar, sino sobre todo aquella que aspira exactamente a lo opuesto: construir una plataforma sólida de desarrollo, avanzar hacia un mejor futuro y llevar a cabo la transformación que tantas administraciones a lo largo de las décadas han prometido pero nunca cumplido. Mientras que algunos prefieren preservar el pasado (o recrear el suyo propio), los otros añoran un mejor futuro.

Lo peculiar del momento es que ambos grupos están enojados, si bien por distintas razones. Con su actuar, el Gobierno profirió el disparador de la actual crisis; con su inacción la ha hecho explosiva. La tormenta perfecta se produjo porque el Gobierno logró conjuntar en su contra a la totalidad de la sociedad mexicana: grupos e intereses opuestos y disímbolos cuyo único punto de confluencia, al menos hasta ahora, es su rechazo a las formas, excesos y abusos del Gobierno.

Evidentemente, no hay un factor único que provocó la crisis. Para unos fueron los impuestos; para otros la censura en los medios de comunicación; para todos la obvia indisposición del Gobierno a atender el problema de la seguridad, sobre todo el secuestro y la extorsión. En su afán por controlarlo todo, el Gobierno alimentó expectativas desmedidas que no han sido (ni podían) ser satisfechas. La combinación de enojo, resentimiento y sensación de haber sido engañados ha generado reacciones drásticas, unas muy visibles pero las otras no menos trascendentes, que no pueden conducir a nada bueno. El punto es que se ha dado una confluencia de circunstancias que amenaza no sólo con afectar al Gobierno, sino que entraña las semillas de un proceso de acelerado deterioro.

Frente a todo esto, el Gobierno se percibe perdido, ignorante e incapaz de responder. Si algo es crucial en momentos álgidos como éste es la presencia de un gobierno a cargo que evite el agravamiento de la crisis. Pero no ha sido así: en su forma de conducirse en estos dos años, el Gobierno ha sido distante y arrogante, actitud que recuerda un poco la forma en que los estadounidenses fueron a Irak a salvar a ese país. Ahora que ha hecho crisis, es tiempo de actuar.

La forma en que reaccione el Gobierno tendrá implicaciones fundamentales. En concepto, el Gobierno puede responder de dos maneras: una, reconociendo que tiene un problema y preguntándose "¿cómo lo resuelvo?". La alternativa consistiría en responder con un "¿quién me hizo esto?". La primera vertiente podría llevar a enfrentar exitosamente el reto, con suerte logrando los objetivos que el Gobierno se planteó, así sea por un camino distinto. La segunda buscaría culpables y llevaría a identificar chivos expiatorios, agravando y profundizando la crisis y arriesgando su propia viabilidad. Los mexicanos hemos visto esa película muchas veces y lo observado hasta hoy no es alentador.

El momento es por demás delicado y tiende a agravarse por dos razones: primero porque el Gobierno está desaparecido. Ni siquiera hay un intento de conducción. La otra razón es que incluso en aquellas instancias en que ha respondido, su respuesta ha sido evasiva. Ningún gobierno que se respete puede tolerar que quemen el Palacio de Gobierno; sin embargo, el actual no sólo no reaccionó frente al intento de quemazón del portón del Palacio Nacional, sino que los pocos individuos que fueron detenidos salieron en libertad unas horas después. Está bien que haya sensibilidad por el potencial abuso policiaco, pero la distancia entre la evasión de responsabilidad y la anarquía no es grande.

Dice un dicho que cuando uno está en un hoyo lo primero que debe hacer es dejar de cavar. Lo importante hoy no es quién hizo qué sino cómo salimos del hoyo en que estamos. El país y el Gobierno enfrentan problemas fundamentales y esos son los que deben ser atendidos.

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