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Transformar o romper

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Si el pasado no está escrito, el futuro menos. Vale parafrasear a Julián Marías porque, de otro modo y ante la circunstancia, menester sería declarar la debacle del gobierno, entendiendo por él a los Poderes de la Unión.

Error tras error, el gobierno y los partidos, la élite política en su conjunto, semejan una banda de confabulados empeñada en concretar cuatro despropósitos: acreditar la insensatez de exigirle su renuncia; alentar la idea de reventar la elección en puerta; sumar a la degradación de la política la descompostura de la economía, y amenazar con el uso de la fuerza para ver si el miedo inhibe la participación y desvanece la posibilidad de convertir su crisis -la crisis de esa élite- en oportunidad para el país.

Si no hay democracia sin partidos, de momento no hay partidos. Y si la ausencia de orden favorece el caos, de momento no hay orden ni autoridad. ¿A qué le tira la clase política? ¿A una dictadura? ¿A propinarse un autogolpe? ¿A crear un ambiente favorable a un magnicidio? Tamaño absurdo impresiona.

***

No, no es un conjunto de grupos acelerados y desarticulados el que coloca al Estado contra la pared, es el conjunto de actores políticos que precipitan su vulneración. No es tanto lo que esos grupos hacen, como lo que la clase política deja de hacer.

Servidores públicos, dirigentes políticos y partidistas, legisladores, ministros y magistrados e, incluso, consejeros, comisionados y auditores actúan como si cuanto acontece fuese algo pasajero: la abrupta pérdida de su legitimidad. Los rebasa mirarse ante el espejo que ya no los refleja como mandatarios o representantes de la sociedad. El vacío los aterra y el terror los convierte en rehenes de los otros grupos -también los hay y con poder- que, bajo el disfraz del abrazo y el cobijo, terminarán por estrangularlos hasta la asfixia.

¿Quiénes son esos otros grupos a los que con candor se entrega la élite política? Los grandes corporativos que ya piden reajustar a su favor las reformas que afectan sus intereses. El gran monopolio de la televisión rehabilitado como su portavoz que, al sonreírle, le enseña los dientes. Los patrocinadores de sus candidaturas y los mecenas de su fortuna que, con o sin credencial criminal, al paso de los días los emplean como representantes exclusivos. Y, desde luego, las fuerzas policiales y armadas que con gusto les ofrecen tomar asiento en las bayonetas.

En virtual repudio a la sociedad, la élite política se entrega a esos otros grupos a partir de una certeza: al final, el gran rehén será el país. Pero si el país ha aguantado todo, por qué no habría de aguantarlo de nuevo. Ésta vez, sin embargo, hay un ¡ya basta! de por medio.

***

Ni por asomo, la élite política manifiesta el deseo -muchos menos la voluntad- de rectificar su actuación y reconstruir su legitimidad. No, nada de eso: la ratifican con ínfulas de poder, cuando otra vez ejercen el no poder y sólo modifican y modifican leyes, pese a la evidencia de que ahí no radica el problema sino en su incumplimiento.

Los servidores públicos echan mano de cuanto ardid se les ocurre para justificar su enriquecimiento explicable, su conflicto de interés o sus inocultables yerros. El partido en el poder y las oposiciones -franquicias para obtener jugosas prerrogativas, moches, presupuestos y puestos- ni se inmutan y arman sus candidaturas con los ojos puestos en el próximo botín, mientras los consejeros fingen demencia ante la posibilidad del colapso electoral. Los legisladores, tras el mazacote legislativo elaborado a título de reforma político-electoral, se interesan con desgano en cuadrar el incomprensible sistema con consejo, fiscal, auditor y contralor anticorrupción no calculando cuánto se dejará de robar, sino la cuota de poder que les va a tocar. Los gobernadores se frotan las manos frente al prometido ejército de policías con que contarán, mientras los munícipes resisten entregar su tolete personal, así sea de madera. Las aspirantes a presidir la Corte y ocupar el asiento vacío en el colegio de ministros se ilusionan con asegurar esas posiciones, a partir de dos requisitos satisfechos: cubrir la cuota de género, obedecer a quien las impulse o, bien, cobrar lo que supuestamente les debe quien las debe promover.

Tal es la actuación de la élite política frente a la crisis que pone en duda su sobrevivencia.

Cada día, sin falta, la clase dirigente comete un error, tropieza al pretender mandar una señal de aliento, incurre en algún exceso o encara la revelación de algún desliz que hubiera preferido guardar oculto o, en el colmo de su descomposición, ocurre algún incidente que agrava su circunstancia. Cada día, algún evento mayor o menor fuera de su control la coloca en un predicamento: cae el petróleo, se encarece el dólar, repunta la inflación... Y, cada día, el malestar social acapara la atención nacional o internacional expresando con ingenio o con brutalidad el hartazgo ante la insoportable situación.

Desde hace ya más de dos meses, todo ha sido patinar, titubear y, lo peor, resistir la idea de que la sociedad no tiene por qué decirle a la élite política cómo gobernar. La vieja y absurda divisa de que bajo presión nada se debe conceder, trae a más de un secretario de Estado operando con la vitalidad de un zombie, a más de un dirigente partidista ignorando la desintegración de su partido y a más de un legislador preguntándose si ser representante popular supone atender a su electorado.

Entre dudas y expresiones de soberbia, la élite política ha perdido un tiempo valiosísimo y ha menospreciado las propuestas para tender puentes de entendimiento que conjuren el peligro en ciernes. A fuego intenso, hierve el caldo de la fractura nacional.

***

Ni sombra del discurso claro y la acción decidida a transformar. Ni sombra de la izquierda inteligente ni de la derecha leal en la oposición. En tinieblas el país avanza hacia la incertidumbre, sin posibilidad de escribir su futuro porque la clase dirigente ni su pasado entiende y la sociedad sufre el presente.

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