Allí está la bandera que dejó izada Julio Scherer García. Una bandera de inconformidad, de rebeldía, de independencia inquebrantable. De creer que México no funciona bien, pero podría funcionar mejor, gracias a sus periodistas. De pensar que para construir un gobierno diferente es necesario imaginar cómo podría serlo. Y publicar exigiéndolo, una y otra vez. La trayectoria de Scherer demuestra que el periodismo sin concesiones puede hacer la diferencia. Que la combatividad y la indignación de un manojo de personas pueden alimentar el esfuerzo cotidiano de mostrar verdadera y honestamente al país.
Un país donde a diario, millones de hombres y mujeres se vuelven cómplices involuntarios de la injusticia, de la conformidad. Forman filas y filas de soldados que marchan al ritmo que marca el poder abusivo. Filas y filas de personas pasivas que marchan en contra del sentido común y de sus propias conciencias. Al servicio de los inescrupulosos. Al mando de los corruptos. A la orden de los demagogos. Al desfiladero donde se debilita a la democracia que personas como Julio Scherer lucharon por inaugurar. El ejército mexicano de la complacencia. Conformado por aquellos que cierran los ojos, cierran la boca, se tapan los oídos, asisten disciplinadamente a "Mover a México". La multitud de mexicanos que critica mucho en privado, pero hace poco en público. Allí sentados sobre sus manos. Allí hablando sin actuar. Allí bebiendo y comiendo y durmiendo y postergando la justicia. Posponiendo la participación, esperando que otros compongan lo que no sirve.
Frente a esa realidad, Julio Scherer entendía que el deber de los hombres y las mujeres honestos es alzar la voz. Rebelarse. Llamar a las cosas por su nombre. Vivir sin miedo. Vivir criticando. Vivir reportando. Convertirse en piedra en el zapato y espina en el costado y tuerca rebelde que intenta frenar la maquinaria. No permitir que otros pisoteen e ignoren derechos esenciales: el derecho a la verdad, el derecho a la justicia, el derecho a un México sin casas blancas. Era un hombre sin precio. Un hombre con "un hueso en la espalda por el cual no podías pasar la mano" como escribió Thoreau. Un desobediente civil que vivía permanentemente insatisfecho, permanentemente indignado, permanentemente molesto. Porque entendía que en México, la crítica es necesaria para combatir el silencio apabullante con el cual el gobierno está acostumbrado a vivir. Porque creía que es justo cuestionar a la autoridad arbitraria, a los que abusan del poder que compran, a los que fueron electos para representar a la población, pero sólo malgastan sus impuestos o se los embolsan. Julio Scherer, un antídoto diario al cinismo.
Sobre todo en estos días cabizbajos. Días de andar triste. Días de caricaturistas asesinados y "spots" omnipresentes y presidentes incompetentes. Días de sentir que nos arrebatan al país y a los amigos que quisieron reinventarlo. Días de pensar que el gobierno no responde y los políticos sólo se aprovechan. Días con ganas de declararse vencido, frustrado, cansado. Con ganas de izar la bandera blanca y reconocer la derrota. Esa es la tentación que existe, pero frente a la cual no se vale rendirse. Porque tenemos el encargo que nos dejó Don Julio.
Y no era perfecto. Distaba de serlo. Pero todos los que en algún momento nos enojamos con él sabíamos que era un hombre bueno. Un hombre vertical. Un hombre de amigos. Un hombre cuya sola existencia fortalecía los mejores instintos.
Scherer deja esa huella. Deja esa bandera firmemente plantada en el periodismo nacional. Ahora toca recogerla, caminar con ella, cargarla con dignidad como él lo hacía. Ese mexicano valiente con el alma rebelde y el pelo también. Con sus crónicas y sus entrevistas, con su sable desenvainado y su pluma punzante, con sus ganas de estar en el mundo e incendiarlo. Con la esperanza que ni siquiera Enrique Peña Nieto y su gobierno fallido le pudieron arrebatar. Con el imperativo moral que coloca en las manos de todos aquellos que lo conocimos. Te decimos, Julio, que aquí estamos. Aquí seguimos.
No vamos a lamentar tu muerte; vamos a celebrar tu vida. Tu gran vida, tu buena huella. Te vamos a imaginar en lo que creo que es el cielo, ese lugar donde está permitido hacer lo que a uno le da la gana. En un lugar parecido a la redacción de Proceso, revisando reportajes, contando historias. Historias de políticos y quienes los cuestionaban. Historias de héroes y villanos. De cómo quisiste al país y de cómo ayudaste a cambiarlo. Y en cuanto a tu bandera, no te preocupes. Ya la recogimos.