¿Recuerdas, Terry, amado perro mío, aquella vez que subimos la montaña para ver si era cierto que en su altura había brotado un manantial? Llegamos a la cumbre y lo encontramos: su agua clara salía como un milagro entre las peñas, mojaba los pies de los asombrados pinos y acariciaba a la hierba y a las flores.
Tú y yo bebimos de ella, y descansamos. El sol estaba en lo alto. Me dormí: la fatiga del largo ascenso me venció. Sentí de pronto que me tirabas de la manga. Caía ya la tarde y me moviste para despertarme. Debíamos bajar.
A media sierra nos llegó la noche. Sentí miedo: en aquella oscuridad la bajada era riesgosa, y el frío de la noche en la montaña te puede congelar. Tú no te detuviste; continuaste el descenso. De trecho en trecho hacías una pausa para que yo no me quedara atrás y me perdiera. Tu instinto -más sabio que todos mis saberes- nos llevó de regreso hasta la casa.
Cuando llegamos pasaba ya la medianoche. Mi esposa me esperaba, preocupada. Cuando llegamos exclamó:
-¡Gracias a Dios!
-Y al Terry -dije yo.
Tú me miraste, y creí ver que sonreías.
¡Hasta mañana!...