Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Rosibel llenó su solicitud de empleo.En el renglón donde decía “Sexo” puso: “Sí”. Dijo un señor: “Yo podría tener una vida sexual normal. Desgraciadamente soy casado”. Declaró el padre Arsilio: “Hay 14 pecados de la carne”. La señorita Himenia levantó la mano: “¿Podría darnos la lista por favor?”. Hago del conocimiento de mis cuatro lectores que el próximo viernes -o sea pasado mañana- saldrá aquí un chascarrillo conocido con el nombre de “Sentimiento de una madre”. Nadie se deje engañar por ese título, evocador de poéticas ternuras. El mencionado cuento es sicalíptico; sugiere imágenes cuya sola insinuación rebasa los más dilatados límites de la moral. Si lo saco a la luz es sólo para mostrar el lamentable extremo a que han llegado las costumbres en estos relajados tiempos. ¡No se pierdan mis cuatro lectores esa narración! Como dicen los muchachos de hoy: Está bien chida. Los sucesos de Ayotzinapa han motivado numerosas manifestaciones que seguramente habrán de continuar. Tales demostraciones, aunque tienen como tema principal esa tragedia, son igualmente resultado de la irritación social que existe por los males que sufren vastos sectores de la población: Pobreza, marginación, falta de oportunidades para los jóvenes, carencia de empleos dignos. Las protestas son también contra la ineficiencia y corrupción de la clase gobernante. En esos problemas está la raíz de la indignación del pueblo, aunque se exprese ahora en relación con un acontecimiento particular. Por eso los cambios que necesita México deben ser también de raíz, y empezar por la transformación ética de los detentadores del poder. Éstos no pueden ya seguir ignorando ni las causas ni la creciente intensidad de las demostraciones que ahora vemos. En este tiempo y en estas circunstancias la más peligrosa de todas las políticas es la política del avestruz. (Nota de la redacción: A fin de confirmar el último dicho de nuestro estimado colaborador recurrimos a la asesoría del eminente zoólogo germano Tierchen Toll, quien nos dijo que no está totalmente comprobado que los avestruces practiquen alguna forma de política.Respetamos, sin embargo, las opiniones del autor, salvando la alusión que hace a las citadas aves corredoras). Don Languidio Pitocaído, senescente caballero, tenía un problema muy propio de su edad: Batallaba para arridar el atributo de la generación. No me refiero a la de su colegio, la Generación XIV “Ingeniero Frumentino Patané”, sino al atributo varonil. Le era imposible al maduro señor izar el lábaro de su masculinidad. (¡Infeliz don Languidio! Unas cuantas gotas de las miríficas aguas de Saltillo, bebidas en ayunas o después de comer un menudo con pata, habrían bastado para ponerlo en aptitud de hacer obra de varón. Sé de un hombre de sus mismos años que no se conformó con esas cuantas gotas y se bebió medio vaso de las taumatúrgicas linfas saltilleras. Resultado: Su esposa hubo de ser llevada al hospital derrengada y desfallecida; todas las mujeres en diez cuadras a la redonda quedaron embarazadas; una comadre suya tuvo que escapar corriendo, pues se la quería tirar (en seguida huyó el compadre, amenazado también por el peligro), y su tía Pacianita, respetable viuda, lo denunció por acoso sexual.Un desastre). Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Don Languidio fue a una casa de asignación y pidió los servicios de Jobina, mujer que le tenía mucha paciencia y no lo apresuraba. Inútiles fueron los esfuerzos del señor Pitocáido para ponerse a la altura de las circunstancias. No lo consiguió. La bondadosa Jobina puso en ejercicio toda la experiencia adquirida en 40 años de ejercer el meretricio, loable trayectoria por la cual había recibido la Medalla “Polly Adler”, con diploma y banda de honor, máxima presea que se otorga en el lenocinio, equivalente al Oscar cinematográfico. Las artes y destrezas de la sapiente daifa no lograron hacer que don Languidio cumpliera su parte del acuerdo que los había llevado ahí. Al ver la infructuosidad de sus empeños Jobina le dijo a don Languidio: “La próxima vez lo haremos en el suelo”. “¿En el suelo? -se extrañó él-. ¿Por qué en el suelo?”. Explicó la mujer: “Porque así podré decir sin echar mentira que estando con usted sentí algo duro”. FIN.

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