Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Recurro de nueva cuenta al libro "El declamador sin maestro", a fin de saber qué expresión debe tener el rostro para mostrar asombro. He aquí la descripción: "Los ojos bien abiertos, lo mismo que la boca; las cejas levantadas; la vista fija en el punto donde, se supone, está el objeto o acto que causa la impresión". Pues bien: Mírenme mis cuatro lectores y advertirán en mí ese gesto: El del asombro. Sucede que hace mucho tiempo no iba a Los Mochis, Sinaloa. ¡Qué sorpresa me llevé al ver ahora esa ciudad! La encontré llena de renovados atractivos: Grandes tiendas; magníficas plazas comerciales; variados centros de entretenimiento; bellos sitios en los que se conserva la traza y el estilo de esa ciudad al mismo tiempo moderna y fiel a su raíz agrícola. Fui a Los Mochis invitado por don Guillermo Elizondo, creador del Grupo Ceres, empresa que tanto bien ha hecho al campo mexicano con sus productos y servicios, con sus tecnologías de punta, como se dice ahora. Volé temprano de Monterrey a Culiacán. Desde que la nave aérea, como antes se decía -se decía también "el pájaro de acero", pero eso se oye mal-, desde que el avión, digo, inició el procedimiento de aterrizaje, vi los extensos campos verdecidos con la promesa cierta de las riquísimas cosechas que rinden las tierras de Sinaloa, fecundadas por el agua de sus numerosos ríos. Con uno solo de ellos el extenso desierto de mi natal Coahuila se volvería jardín. Voy a hacer trámites a ver si nos prestan ese río. En el aeropuerto me esperaba un amabilísimo señor, José Luis Echeverría, quien me hizo una pregunta que a esa hora de la mañana -aún no eran las 9- fue como música de Mozart: "¿Ya desayunó?". No tuve que contestar: Un borborigmo respondió por mí. (Nota de la redacción. La palabra "borborigmo" quiere decir "ruido de tripas"). Me preguntó Pepe qué me gustaría almorzar. Le dije que algo muy típico de Culiacán. Me llevó a una birriería, la de los Pérez, que me recordó los nobles establecimientos de las Nueve Esquinas, en Guadalajara. Ahí di buena cuenta de los siguientes tacos: Uno de lengua, dos de sesos, uno de cachete y otro de ojos. Las correspondientes tortillas eran como soles, grandes y calientes. Mi esposa me regañará cuando lea esto -no tuve el valor de confesarle mi gastronómico desmán-, pero yo digo lo que mi abuelo, a quien los médicos le querían alargar la vida privándolo de sus platillos favoritos. Él rechazaba la prohibición y contestaba: "Más vale un año de chiles rellenos que no dos de atole blanco". Emprendimos después el viaje por carretera hacia Los Mochis. Todo el trayecto fue otra vez de verdor, entre maizales, unos ya en mazorca, otros en espiga, apenas recién nacidos los demás. ¡Qué prodigio de fertilidad y de trabajo! En el hotel escribí mi columna para el siguiente día. Llegó la hora de comer, y con don José Luis fui a una catedral del buen comer: El Farallón. Mis cuatro lectores saben que la gula es mi segundo pecado favorito, y en ese excelente sitio se peca muy a gusto, con provecho para el cuerpo y el espíritu. Un breve descanso y luego a la conferencia. Ahí el gustazo de encontrarme con Poncho Salido, mi editor en Sinaloa, hombre cordial y afable que en sus periódicos El Debate da ejemplo diario de periodismo bueno. Saludé igualmente a Pili, su gentil esposa, quien a más de ser magnífica fotógrafa cuyos libros enriquecen mi biblioteca lleva a cabo una labor social y cultural generosa e incansable. Di las gracias por su invitación a don Guillermo, hombre del campo, hombre de bien, creador de un programa de becas que pone en el camino de la superación a numerosos jóvenes sinaloenses. Mi estancia en Los Mochis fue breve: Al día siguiente debía perorar en la Ciudad de México. Traje conmigo, sin embargo, la felicidad de mi encuentro con los amigos buenos; de los manjares que gusté, gustosos ellos y gustoso yo; del maravilloso público que me aplaudió de pie, y de esa ciudad hermosa, Los Mochis, a la que espero regresar una vez más, si acaso lo merezco. En el camino al aeropuerto me alegró ver un amplio bulevar con el nombre de don Francisco Labastida Ochoa, señor a quien respeto y admiro por su calidad humana. Total, un banquete de vida. Lo agradezco al autor de la vida. FIN.

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