la inteligencia para no ser
dueños de la verdad."— Luiz Inácio Lula da Silva
Antes del mexicano tuvimos el momento brasileño. El gigante sudamericano parecía listo para dar un importante salto hacia delante. En lugar de eso hoy vemos estancamiento.
Fernando Henrique Cardoso logró la reforma petrolera en los años noventa cuando en México la clase política se negaba a hacerla. En sus años como presidente, de 2003 a 2011, Lula llenaba los auditorios del mundo con su discurso de crecimiento económico con igualdad.
El gobierno brasileño logró lo que parecía imposible en Latinoamérica: cobrar impuestos a nivel de país desarrollado. La carga tributaria de Brasil subió de 32.5 por ciento del producto interno bruto en 2001 a 38.3 por ciento en 2011, contra 19.5 por ciento de México (Cepal). Mucho del dinero se utilizó para financiar programas sociales.
La economía cerrada generaba empleos y lanzaba el mensaje de que la apertura comercial de países como México era un error. Dilma Rousseff, sucesora de Lula, no sólo era mujer y había colaborado estrechamente con Lula sino que en el pasado había sido guerrillera y torturada en la cárcel. Era una heroína.
Brasil adquiría una creciente relevancia internacional. El país era tan rico que pidió y logró las sedes de la Copa del Mundo de Futbol de 2014 y de los Juegos Olímpicos de 2016.
Las cosas, sin embargo, han cambiado de manera dramática. "El crecimiento económico de Brasil ha descendido de 4.5 por ciento en 2006-10 a 2.1 por ciento en 2011-14 y a 0.1 por ciento en 2014. La inflación continúa alta en 6 por ciento" (Banco Mundial, "Brazil Overview"). La idea de que el crecimiento de principios del siglo fue consecuencia de las buenas políticas económicas del gobierno ha caído por tierra. Hoy es claro que se debía a los altos precios de las materias primas.
Las medidas que en un momento parecieron sustento de prosperidad hoy lo son de falta de productividad. La reforma petrolera fue positiva y permitió que Petrobras aumentara su producción de manera importante; pero aunque permitió inversión privada en la empresa, mantuvo un sistema que dejaba control absoluto al gobierno y que fue origen de importantes actos de corrupción.
El aumento en la presión fiscal ha debilitado la economía. Brasil sigue teniendo un flujo muy importante de inversión extranjera directa, en parte por su proteccionismo comercial, que obliga a tener plantas locales, pero las empresas brasileñas pequeñas, que forman la mayor parte de la economía y crean la mayoría de los empleos, tienen pocas posibilidades de prosperar ante esta carga tributaria.
La economía cerrada crea la ilusión de crecimiento, pero en realidad es un lastre. Mientras los precios de las materias primas estuvieron altos, y China compraba todo mineral o metal disponible, la pérdida de competitividad quedó oculta. Ahora el déficit de cuenta corriente se ha ampliado de 2.1 por ciento del PIB en 2011 a 4.2 por ciento en 2014 (Banco Mundial).
Dilma Rousseff, quien hoy visita México, logró su reelección en 2014, pero no con la amplitud que esperaba. Obtuvo 41.59 por ciento de la votación en la primera vuelta y derrotó en la segunda al socialdemócrata Aécio Neves por 51.64 contra 48.36 por ciento. En los últimos tres años, sin embargo, la presidenta ha enfrentado manifestaciones generalizadas, organizadas en muchos casos por los líderes de una izquierda activista a la que ella perteneció toda la vida.
La presidenta Rousseff es una mandataria pragmática. Ha entendido que tiene que enmendar el rumbo del país y está tomando medidas para hacerlo. Los problemas de Brasil, sin embargo, son de fondo. Una economía no puede crecer en el largo plazo con altos impuestos, un gasto gubernamental excesivo e improductivo y una economía cerrada. El modelo brasileño ha demostrado ser un ejemplo de lo que no debemos hacer.
DF ASFIXIADO
Los taxistas trataron ayer de presionar al gobierno capitalino para prohibir Uber asfixiando la ciudad de México. Para mí es una razón más de por qué hay que mantener y fortalecer servicios como el de Uber.
Twitter: @SergioSarmiento