Que sea el mérito y no la lambisconería lo que determine que un profesor pueda ascender en su profesión es un objetivo que parece deseable para los niños, para los maestros y para la construcción de una ciudadanía responsable y libre. Luego hay puntos finos más complicados: si un mal resultado debe traducirse en ayudas para la formación del maestro y nunca en la pérdida del empleo, o si todos los maestros del país deben saber lo mismo, o qué tanto se valoran otras capacidades más allá de las estrictamente académicas (liderazgo en su comunidad). Pero toda esa discusión puede terminar siendo absolutamente superflua si el proceso de evaluación se hace mal. Es decir, si los exámenes no están bien hechos porque las preguntas que se les hacen no miden efectivamente su conocimiento y capacidad, o si errores de organización o administrativos introducen un sesgo y termina ascendiendo a supervisor cualquiera, pero no el mejor por ser el mejor.
El fin de semana varios maestros angustiados tuitearon quejándose por deficiencias en la organización: falta de conectividad, retrasos, errores administrativos que dificultaron establecer la identidad de los maestros participantes. Al final parece que las fallas fueron excepcionales y que no tendrán impacto en los resultados, pero entendí el temor de los maestros. Porque en México solemos pasar años debatiendo las grandes opciones y a la hora de poner en práctica la opción elegida, lo hacemos tan mal que la discusión previa se vuelve absurda. Cualquier cosa bien hecha sería preferible al ideal mal ejecutado.
Entonces se discute durante años si es bueno evaluar o no a los maestros, se despliegan los más elaborados argumentos en favor de una u otra posición, se cita las mejores prácticas internacionales, que si en Noruega, que si en Finlandia, que si la estandarización se está abandonando en el mundo avanzado, de todo, con el temor de que a la hora de aplicarlo se haga mal. Los ejemplos son incontables:
Claudia Sheinbaum (secretaria de Medio Ambiente de Andrés Manuel López Obrador) nos explicó una y otra vez que en el Distrito Federal ya no era conveniente hacer nuevas líneas del Metro porque resultaban muy caras y muy rígidas (no tienen capacidad de adaptarse cuando la población usuaria se desplaza a otras zonas). Se hizo el Metrobús y se hizo mal. Toda la primera línea del Metrobús (Insurgentes) se tuvo que rehacer porque no hicieron el carril de cemento armado y el pavimento no soportó el peso de los autobuses. Luego, Marcelo Ebrard sí hizo una nueva línea del Metro y ya sabemos qué pasó: salió carísima y no se puede usar porque los trenes no son compatibles con los rieles.
La mala implementación no es la excepción, ni una característica de los gobiernos panistas, priistas o perredistas, es la norma nacional. Lo mismo ocurre con los hospitales recién construidos, las grandes carreteras, los segundos pisos.
Se lamentaba en un famoso artículo Santiago Levy (exdirector del IMSS, especialista en diseño de programas sociales) de que el Seguro Popular, al no ligar servicios de salud con empleo formal, premiaba la economía informal. ¿Qué sentido tiene ese debate cuando hoy sabemos que ese supuesto nuevo derecho a la salud nunca vino acompañado de las inversiones necesarias para hacerlo realidad: contratación de médicos y enfermeras, compra de medicamentos, equipamiento de hospitales? Y que además se diseñó tan mal que el dinero que transfirió el gobierno federal a los estados para ese efecto acabó siendo utilizado en campañas y corruptelas.
La verdad, ¿quién está hoy por discutir si es bueno o malo hacer el aeropuerto en los terrenos difíciles (dicen los ingenieros) elegidos por el gobierno? Sabiendo lo que ha ocurrido con todas las obras y programas recientes. ¡Que lo hagan donde quieran, pero que lo hagan bien!