En México una tragedia tapa otra tragedia y el país se olvida de muchas cosas que no debería. Pasta de Conchos. Villas de Salvárcar. San Fernando. News Divine. Tlatlaya. Apatzingán. Y la barbarie se va asimilando, normalizando, atenuando. Deja de sorprender. Deja de horrorizar. Deja de sacudir. Pero en cada una de esas instancias hay viudas y huérfanos y madres con hijos asesinados o torturados. La aritmética de la angustia, las matemáticas de la matanza. Más de 23,000 mexicanos desaparecidos. La herida abierta, el corazón espinado, el puño encrispado o ese dolor para el cual ya ni siquiera sirve el llanto. Aquello que motivó a Esteban Illades a preguntarse en el libro La noche más triste qué pasó con los 43 normalistas de Ayotzinapa. A averiguar si hay algo más allá de la "verdad histórica" que la PGR ha grabado con cincel sobre el granito que es la historia oficial.
La historia oficial con la cual comenzó el sexenio de Enrique Peña Nieto. En México ya no se hablaba de la violencia. No formó parte de la campaña presidencial, las primeras planas de los periódicos cambiaron de tono, la prensa extranjera se desvivía en elogios. Hasta la noche del 26 de septiembre de 2014. Hasta que Iguala demostró que los responsables de la violencia de la que ya nadie hablaba no eran sólo los Zetas o la Familia o el Cártel del Golfo. Eran también los Guerreros Unidos y los Rojos, con el apoyo del gobierno municipal y la complicidad tácita del estatal. Eran también las secuelas del quiebre entre "El Chapo" Guzmán y los Beltrán Leyva. Era también lo que ocurría en Guerrero, la joya de la corona por la zona conocida como "El Pentágono de la Amapola", donde se produce 42 por ciento de ella en México. Y en medio de esta madeja, José Luis Abarca y su esposa María de los Ángeles Pineda, vinculados con crímenes y asesinatos y fortunas acumuladas al margen del escrutinio.
En uno de los estados más pobres del país, bandas criminales protegidas o permitidas por el Estado libraban batallas por las drogas más lucrativas del mundo. En uno de los municipios más violentos del país, estudiantes de la normal de Ayotzinapa entraban en conflicto constante con el gobierno por la falta de dinero, la falta de mantenimiento de las instalaciones, la falta de oportunidades laborales. Y sí, cerraban carreteras para manifestarse. Y sí, tomaban casetas para recaudar fondos. Y sí, retenían autobuses para sus actividades. Pero aquella noche fatal no merecían morir y su muerte pudo haber sido evitada si el Estado -vía el presidente municipal, la policía estatal, la policía municipal, el Ejército- hubieran hecho el trabajo legal e institucional que les tocaba. En lugar de ello dispararon, torturaron, desollaron. Guerreros Unidos, policías de Iguala y de Cocula, el Ejército, José Luis Abarca, todos en comunicación esa noche. Todos después mintiendo para tratar de tapar lo que habían hecho. O torturando para reinventar lo sucedido en el basurero de Cocula, que en náhuatl quiere decir "lugar de riñas o discordias".
Hasta el momento contamos con un mapa temporal de lo sucedido. Falta el reporte final de los forenses argentinos. Falta el informe final del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos nombró. Falta la respuesta a la petición de entrevistar a miembros del Batallón 27 porque "el Estado continúa analizando la procedencia de la solicitud". Falta que el gobierno de Peña Nieto responda a las más de cien peticiones de información relevantes o de diligencias significativas, porque hasta ahora se ha cumplido un 30 por ciento de forma completa, un 24 por ciento de forma parcial, un 47 por ciento están pendientes.
Diez meses y preguntas aún sin respuesta: ¿Cómo pudo haber sido postulado Abarca a la presidencia municipal cuando su esposa tenía cinco parientes directos vinculados con uno de los cárteles más importantes de la zona? ¿Por qué la PGR no actuó meses antes cuando contaba con información de las actividades delictivas del líder perredista? ¿Qué llevó a la desmedida reacción de los policías de Iguala y Cocula contra los estudiantes? ¿Por qué les dispararon y por qué los entregaron a Guerreros Unidos? ¿Por qué en la pira en Cocula no se encontraron hebillas, botones y otros objetos de metal que habrían sobrevivido la incineración? ¿Por qué no se ha consignado a los detenidos por desaparición forzosa? Este texto no termina con las respuestas que uno quisiera, sino con una dedicatoria a los padres de 43 hijos perdidos. Habrá muchas noches tristes más, pero no nos acostumbraremos a ellas.