En un par de días se festejará el segundo centenario de uno de los personajes más complejos y peor entendidos de la historia de México. Bicentenario que será aprovechado, cómo no, por los distintos candidatos, partidos y bandos políticos, para cada quién llevar agua a su molino e interpretar la figura de Benito Juárez de acuerdo a sus mezquinas conveniencias e intereses. Por ello cabe hacer algunas puntualizaciones y colocar a la figura del nativo de Guelatao en su debida perspectiva. Para ello usaré algo del material publicado en este mismo espacio hace cinco años (“Vigencia de Juárez”, 18 de marzo de 2001); que sí, continúa vigente… como muchas de las ideas de don Benito.
Uno de los detalles más desconcertantes con respecto a la figura de Juárez es que ha quedado encasillada en una serie de arquetipos con los que hemos crecido y de los que no nos podemos desprender. Por ejemplo, la noción de que era una especie de santón, incapaz de vicios, diversiones ni bajezas… como si no fuera humano, sino divino. Y como en el caso de cualquier hombre, no hay nada más lejos de la verdad.
Por ejemplo, ustedes pueden buscar por donde quieran, pero jamás encontrarán una representación de don Benito sonriendo. A juzgar por su iconografía, Juárez no sólo era solemne, frío y austero, sino un amargado de primera, enemigo de fiestas y jolgorios, con un perenne rostro de piedra. Falso. Juárez era un apasionado del baile, y aprovechaba cualquier ocasión para darle vuelo al huarache. Cuenta José Fuentes Mares que, durante su estancia en Chihuahua (cuando huía de los franceses) prácticamente no hubo dama de esa ciudad que no se echara sus tandas con el titular del Ejecutivo. Sé que les resultará difícil imaginarse al hierático zapoteca bailando La Quebradita, pero los testimonios de sus contemporáneos no dejan dudas al respecto.
De la misma manera, Juárez lloró amarga y abiertamente cuando dos de sus hijos murieron en el exilio de Estados Unidos, a donde los había enviado en los aciagos años de la Presidencia Itinerante. En una vida llena de zozobras, sobresaltos y obstáculos, aquellos días fueron los más negros para un hombre que amaba profundamente a su familia.
Como es cierto aquello de “a los amigos, justicia y gracia; y a los enemigos, simple justicia”. Don Benito era capaz de guardar sordos rencores que podían durar toda la vida. Y a la hora de la venganza solía ser terrible: después de todo, es el más grande destructor de tesoros artísticos de nuestra historia, habiendo derribado quién sabe cuántas iglesias y conventos nada más para demostrarle al clero que ahora sí nada más sus chicharrones tronaban. No, Juárez no era ningún santo.
Y por supuesto, Juárez fue el símbolo y salvador de la República y de la propuesta liberal del Siglo XIX. Y sobre ello habría que ser rigurosos, y ver el contexto en que se movió Juárez, para ubicarlo en su debida dimensión.
Cabe recordar que don Benito llegó por primera vez a la Presidencia en una carambola de tres bandas: en vista de que era uno de los liberales más radicales, dado a levantar olas y suscitar enconos por su intransigencia, sus compañeros de partido lo enviaron en 1856 a un puesto en el que, en teoría, no daría lata ni causaría problemas: como presidente de la Suprema Corte de Justicia. Pero quiso el destino que la Constitución de 1857, en un giro de lo más extraño, consagraba al ocupante de ese cargo como sucesor del presidente en caso de muerte, renuncia o imprevistos de ese talante. Y quiso el destino que en diciembre de ese año, Comonfort desconociera la Carta Magna, con lo que en automático se puso fuera de la Ley… y Juárez resultó presidente de la República por los siguientes 16 años… y se hubiera quedado otros dieciséis de no ser por la angina de pecho. Sí, don Benito le agarró un cariño inaudito a la Silla del Águila. Bonita manera de mandar a la banca a alguien.
Entre 1858 y 1860, durante la llamada Guerra de Reforma (o de Tres Años) Juárez condujo al Gobierno liberal en contra del conservador, manteniéndolo a flote en medio de más derrotas que las del Santos Laguna. Él era capaz de convertir a México en un protectorado de Estados Unidos (no era otro el destino último del Tratado McLane-Ocampo, firmado por el Gobierno liberal) con tal de no cejar en su intención de hacer de México un país moderno y que rompiera de manera definitiva con su pasado cerrero. Su inflexibilidad y tenacidad le sirvieron bien en esos complejos días. Como lo harían pocos años después, cuando tuvo que huir por piernas ante la invasión francesa, en un momento en que encarnaba a una República que, seamos francos, resultaba muy difícil defender por sus logros y triunfos. Digo, en menos de cuarenta años de independencia, el sistema republicano había sido incapaz de crear instituciones funcionales, había perdido medio país, tenido tres docenas de presidentes, había sido incapaz de generar un solo superávit ni creado ningún orden digno de ese nombre.
A fin de cuentas, Juárez se impuso a los conservadores, los franceses, el clero cerril y a sus propios correligionarios más moderados. Por ello dejó una marca indeleble en el Siglo XIX mexicano. Y se convirtió en un icono al que tanto adoradores como detractores han simplificado hasta la caricatura.
Pero Juárez fue también el símbolo del liberalismo nonacentista. Y es ese aspecto el que convendría recordar hoy, cuando los conservadores del siglo XXI insisten en usarlo como bandera. Cito extractos de lo publicado hace cinco años:
“Como buen liberal, Juárez hubiera prestado su pluma para firmar el TLC. Le hubiera encantado que un país cerrado y rejego se abriera al comercio mundial; que el carácter exportador que México tuvo durante el Virreinato y el Porfiriato se retomara, y con tanto éxito.
“Como buen liberal, Juárez hubiera estado feliz con la destrucción de una estructura colectivista, ineficiente y de subsistencia... como el ejido. Algo que se suele olvidar es que la gran hacienda porfirista arranca no sólo con la extinción de los latifundios de la Iglesia, sino con la Ley de Subdivisión Territorial... emitida por Juárez. Este ordenamiento (contra el que se rebelaron quién sabe cuántos grupos indígenas, a los que Juárez, Lerdo y Díaz reprimieron haciendo muy liberal uso de los rifles, si se me permite el juego de palabras) pretendía convertir a los indígenas en pequeños propietarios, granjeros independientes según el modelo norteamericano. Claro, la destrucción de la unidad territorial de los pueblos terminó en el peonaje y el latifundio porfirista... capitalista, exportador, de excedentes. El ejido posrevolucionario intentó resarcir los despojos a los pueblos... proceso iniciado por Juárez y Lerdo (con todas las mejores intenciones del mundo, of course).
“A Juárez le hubiera parecido extraño que no se permitiera la entrada de capital extranjero a invertir en lo que fuera. Después de todo, sin ese dinero, él jamás hubiera sido el primer presidente mexicano en viajar en tren. Que el país esté en riesgo de quedar sin electricidad porque se limita la inversión privada en ese ámbito (y en base a un oscuro alegato sobre la soberanía) no sólo le hubiera sorprendido: lo hubiera considerado una soberana tontería. Como se indignaría porque se continúan sosteniendo los fueros y privilegios de esa casta parasitaria, el sindicalismo mafioso.
“Como buen liberal, Juárez hubiera tolerado los Table Dance, la música de rock y las películas más atrevidas: recuerden, fue un ministro suyo (Ocampo) el que creó el divorcio (y su terrible Epístola, pero eso ya es otro cantar). Hubiera dado su aceptación a las modas llegadas de Estados Unidos (creo que hasta al Halloween) si ello implicaba el que México se abriera al mundo. Para Juárez, uno de los lastres del país era su cerrazón a los cambios; esa dificultad para acompañar y aprovechar los tiempos modernos (globalización, se llama ahora) por el empeño de mantener... los paralizantes usos y costumbres del pasado.
“Como buen liberal, Juárez no estaría muy de acuerdo con que se hicieran distinciones legales entre mexicanos dependiendo del color de la piel (o de la tierra, que ahora resulta ser blanca encapuchada); que hubiera unos mexicanos libres, modernos, y otros sometidos a costumbres ancestrales en pleno siglo XXI. Claro, a él y a sus sucesores les falló el integrar a los indios a la nación. Pero algo me dice que las distinciones autonómicas le hubieran calado como patada en el estómago. Después de todo, él llegó a presidente bajando de la sierra, no quedándose muy autónomamente en ella...
“Estoy segurísimo que a Juárez le hubiera llenado de rabia ver la nómina de las Cámaras de Diputados y Senadores (sí, los mismos que corean su nombre). Y hubiera reventado de coraje al ver los costales de dinero con que el IFE subsidia a esas pandillas de ganapanes que componen la mayoría de nuestros dizque partidos políticos.
“Como buen liberal, en fin, Juárez hubiera despreciado la burocracia ineficiente y cerril, los partidos morralla, la corrupción rampante, los extraños alegatos de la izquierda cavernícola y el paternalismo hacia “los inditos”. Me temo que hubiera detestado el futbol, los conciertos por la paz y otros mecanismos de embrutecimiento de las masas.
“Y, por supuesto, Juárez jamás le hubiera dado el visto bueno a la apertura salinista hacia la Iglesia. ¡Tan bien que estábamos cuando Sus Eminencias no hablaban un día sí y el otro también, opinando sobre cosas de las que no tienen la más remota idea! Pero bueno, ¿qué esperar, si hay sacerdotes que dan cursos (muy teóricos, suponemos) de educación sexual?
“Total, que Juárez quizá no hubiera estado tan a disgusto en el México neoliberal como muchos se imaginan. Habría algunas cosas que no le harían risa, sin duda. Pero de ahí a que sea la antítesis del neoliberalismo... bueno, es cuestión de ver al hombre, no al mito; la historia, no la leyenda. Claro, eso es mucho pedirle a nuestra clase política, notable por su IQ tendiente a cero. Pero al menos deberían tener más cuidado al usar la figura de un liberal de pura cepa... para atacar a los liberales de cuatro generaciones después”.
Y añado: a Juárez le extrañaría horrores que un reaccionario como Lopejobradó lo usara como símbolo para detener las reformas que le urgen al país… ahora, como hace 150 años. Pobre don Beno, ¡cuántas barbaridades se cometen en su nombre!
Consejo no pedido para que sus enemigos le hagan lo que el viento a Juárez (por cierto, ¿alguien conoce el origen de este dicho? Siempre me ha intrigado): de Fuentes Mares lea “Juárez y los Estados Unidos”, “Juárez y la intervención”, “Juárez y el Imperio” y “Juárez y la República”. Digo, si quiere estar bien enterado. Provecho.
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