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La Peste Negra

Magdalena Briones Navarro

Los acontecimientos amenazantes o dañinos para el hombre sin que para ellos tenga protección, cambian su lectura del mundo y con ella su sistema de valores.

Así ocurrió en Europa entera cuando entre 1348 y 1350 surgió la Muerte Negra, alargándose en décadas hasta el siglo XVII y parte de XVIII, pues a esta plaga se sumaron rachas de tifus, sífilis, cólera e influenza. Entre estos dos siglos la Muerte Negra desapareció tan misteriosamente como habría empezado.

El Bassilus pestis se presentó bajo tres formas: pneumónica, bubónica y septicémica. Se cree haberse transmitido por las pulgas. Comenzó en Italia y en dos años se había esparcido a través de Europa y Escandinavia sobre todo en las hacinadas y antihigiénicas ciudades, aumentando durante los veranos.

Durante los primeros años consignados, mató alrededor de una cuarta parte de la población europea y a su término había exterminado una mitad de ésta.

Si la enfermedad, su causa y su cura eran desconocidas, si las personas contagiadas morían dolorosamente en tres o cuatro días y el contagio no excluía a nadie, hay que imaginar el terror universalmente sufrido.

La primera reacción contra tal calamidad fue huir de las ciudades al campo o aislarse en casa. Se pusieron cadenas por las calles con amenaza de la horca a quienes violaran las restricciones de traspaso. Nada fue suficiente. Las familias se desmembraron dejando a su suerte a sus más queridos y cercanos miembros. Autoridades civiles y religiosas huyeron también.

El sentimiento de culpa achacó el fenómeno a los pecados humanos. Era castigo de Dios. Autoflagelantes desfilaban por las calles conminando a la gente al arrepentimiento. Tampoco faltó culpar a los judíos y a las brujas ? mujeres que se ayuntaban con el demonio.

Dios fue demeritado por muchos. Paralelamente hubo despliegues de conductas obscenas y lujuriosas en todas las clases sociales. Los saqueos, robos y asesinatos se multiplicaron entre los escasos enterradores y luego entre la población. La pintura y la literatura mostraron largamente el horror presenciado. Las personas más aterrorizadas se suicidaron.

Europa, después de la pandemia, padeció una gran depresión económica y psicológica. Aunque algunos se beneficiaron con los bienes dejados por los muertos, el regreso de la gente aislada en los campos a las ciudades, colapsó la agricultura. Con menos personas que alimentar la demanda de productos declinó, abaratando los precios. La población rural llegó en masa a las ciudades, dejando los campos desiertos. (Langer W.L. extracto).

Hoy las pandemias, al parecer, pueden ser reguladas. Sin embargo, hay una presente y está creciendo con devastadores efectos. El virus es el hombre. Los hechos nos lo muestran rompiendo el equilibrio del sistema terráqueo; sólo que ahora es imposible alejarse de ella. ¿Adónde se puede ir? ¿Cómo evitar las hambrunas, las enfermedades, la pobreza, la ignorancia, la subsumisión, el desencanto, la frustración? Existen guerras y amenazan otras nucleares, químicas, bacteriológicas, por los bienes naturales ¡por el agua!.

Espionaje aéreo, terrestre y submarino, agujeros de ozono, aire vaciado, desaparición de especies, arrasamiento ecológico, mercados, economías y trabajo inciertos. Avidez generalizada de poder.

Indefensos ante tal panorama, surge en las comunidades la agresión, el rencor. Vivimos una degradación globalizada. La agresividad contra y entre todos. Estamos tan atrapados que la libertad nos es ajena; tan correspondientes con lo inmediato que ya no importa profundizar en las causas, las falseamos o no interesan. La violencia y su propagación se aceptan como cosa natural, estimulante.

Ahora nos fugamos en supercherías, drogas, vicios. Sobresalir significa superar a los peores, a los más violentos. ¡Estamos perdidos!

Quisiera revalorar la existencia de personas selectas, capaces de amarlo todo y a todos. Si se hiciera el esfuerzo de seguir su ejemplo, veríamos otro mundo, mejores y más justas interrelaciones. La posibilidad está ahí, pero exige diferente lectura existencial y poner en juego otros valores.

Estoy segura que en el fondo de cada ser humano hay un pozo de miel, sólo falta dejarlo emerger.

Si la organización humana lo impide y daña tanto, hagamos lo necesario para cambiarla.

Hacer proselitismo exige ejemplaridad; no aquella que invita a la desintegración, sino a la excelencia comunitaria; recordando solamente que el buen juez por su casa empieza.

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