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Ugalde chantajista| Plaza pública

Miguel Ángel Granados Chapa

La posibilidad de que se plantee la renovación total o parcial del consejo general del IFE como parte de la inminente reforma electoral sacó de sus quicios al consejero presidente Luis Carlos Ugalde. Emprendió una intensa campaña mediática en que hizo equivaler su presencia en la presidencia del órgano electoral a la autonomía del propio instituto. E incurrió en el chantaje, en dos vías: predijo que sustituirlo a él y/o a sus compañeros significaría reconocer que hubo fraude electoral el año pasado, para esconder que el consejo carece de la confianza partidaria no sólo por factores como ése y aun demandó el auxilio del presidente Felipe Calderón, en obvio canje de favores, para impedir su remoción.

Ajeno a la materia electoral –ése era uno de los flancos débiles de su designación— Ugalde ignora que dos reformas electorales anteriores implicaron el desplazamiento de miembros del consejo general del IFE. En su provecho y el de quienes suponen revanchismo en los partidos, conviene recordar esos dos antecedentes.

Cuando se creó el Instituto Federal Electoral, en 1990, para atenuar la presencia formal del Gobierno y de los partidos, se introdujo en el seno del nuevo órgano una presencia presumiblemente ajena a uno y a otros, los consejeros magistrados. Propuestos por el presidente de la República y elegidos por la Cámara de Diputados el 28 de septiembre de aquel año, debían permanecer en su cargo siete años. Pero antes de cumplir cuatro fueron reemplazados por la reforma al Artículo 41 publicada el 19 de abril de 1994, porque fue creada la nueva figura de consejeros ciudadanos. De esa manera, por ministerio de Ley, sin causa atribuible a ninguno de ellos, cesó anticipadamente la función de las consejeras Sonia Alcántara Magos y Olga Hernández Espíndola y los consejeros Manuel Barquín, Luis Espinosa Gorozpe, Germán Pérez Fernández del Castillo y Luis Carballo Balvanera (que había reemplazado a Luis Tirado Ledesma). Ninguno de dichos integrantes del consejo general, conocedores del derecho, objetó su remoción.

Fueron sustituidos, en mayo de 1994, por los consejeros ciudadanos Santiago Creel, Miguel Ángel Granados Chapa, Ricardo Pozas, José Agustín Ortiz Pinchetti, Ricardo Pozas Horcasitas, José Woldenberg y Fernando Zertuche Muñoz. Elegidos para sólo ocuparse del proceso electoral cuya jornada de emisión y recepción del voto tuvo lugar no el primer domingo de julio sino excepcionalmente el tercer domingo de agosto, la Cámara de Diputados les extendió un nuevo nombramiento en diciembre siguiente, duradero por siete años. Una segunda reforma electoral, sin embargo, tronchó ese periodo antes de que se cumpliera el segundo año de su vigencia.

Los consejeros ciudadanos dejaron de serlo mediante la prohibición a ser reelegidos, establecida en el Artículo tercero transitorio de la reforma publicada el 22 de agosto de 1996. Ni por asomo hubiera ocurrido a los consejeros cuya función concluía de esa manera objetarla jurídicamente y menos aún atribuirla a una venganza de los partidos. Por el contrario, en la sesión de consejo general del 10 de octubre de ese año representantes de los partidos con mayor número de votos y presencia parlamentaria aplaudieron su desempeño en términos inequívocos:

Enrique Ibarra, representante del PRI, dijo: “Sin ambages, quiero externar mi más pleno reconocimiento, de parte del Partido Revolucionario Institucional, a la función y el desempeño y reconocer lo positivo del rol de los seis señores consejeros ciudadanos”. El entonces senador panista Juan de Dios Castro Lozano los consideró “personas que por su preparación, pero sobre todo por su acendrado patriotismo, por encima de todo vieron por el bien del país”. Y el entonces diputado Leonel Godoy, del PRD vio en ellos a “seis destacados mexicanos, seis patriotas que cumplieron cabalmente su función”.

No obstante esos juicios, se determinó que los consejeros no integraran el nuevo consejo electoral. Ellos mismos, antes de ser objeto de esa suerte de “despido constitucional”, que por supuesto ninguno impugnó jurídicamente, habían razonado y expresado en público su convicción de que nueva legislación requería un nuevo órgano electoral por lo que manifestaron su decisión de dejar sus cargos en cuanto quedara aprobada la reforma.

Ugalde se equivoca, pues, al suponer que se trata de un asunto personal. Sin embargo, habría motivos para su remoción aun si los partidos se colocaran en esa posición, de examinar el origen de su nombramiento y su desempeño. La circunstancia interna del PRI mudó al punto de que la promotora de la designación de Ugalde es manifiesta adversaria del partido en cuyo nombre impulsó la integración del consejo general. Si la selección de los consejeros correspondió a intereses que ahora son ajenos y opuestos a los del PRI, malamente se puede pedir a ese partido que sostenga al consejo formado en octubre de 2003, especialmente en la coyuntura de una reforma electoral.

El desempeño del consejo el año pasado quedó por debajo de las exigencias de la delicada situación en cuyo centro se hallaba. La insolencia deliberada de Ugalde de anticiparse dos meses a la declaratoria de presidente electo, al proclamar ganador a Calderón, en una sesión en que ni siquiera tenía uso de la palabra, enfermó irremediablemente esa porción del proceso. Pero no es por ello que debe renunciar, si su escasa sensibilidad se lo dictara o ser removido, sino porque nuevas leyes requieren nuevos aplicadores.

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