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Indisolubilidad del matrimonio político

Jesús Silva-Herzog Márquez

La legislación electoral mexicana prohíbe el divorcio. Las consecuencias de la separación política son tan costosas que, quien se animara a dejar el domicilio conyugal para romper con la antigua alianza, quedaría a la intemperie y en el desamparo más absoluto. No es que esté formalmente penada la ruptura, pero en los hechos es prohibitiva. Quien permanece dentro se queda con la casa, los muebles, el dinero, el reconocimiento público. Usará libremente el nombre y los símbolos de la casa. Quien se sale encuentra, por el contrario, el frío y la amarga compañía de su disgusto. Descobijado, recibirá si acaso, invitaciones de partiduchos. La formación de un nuevo partido se ha vuelto una aventura prácticamente inalcanzable. De ahí que los matrimonios partidistas sean nefastos, pero eternos. No lo lamento. De hecho me parece sensato que se reduzca el espacio del transfuguismo y que se aliente la estabilidad de las formaciones políticas. En esto no me uno a los denunciantes de la horrible partidocracia. Me parece útil que se aliente la permanencia de los partidos y que se eleven los costos de la escisión. No estaríamos en mejores condiciones si se abarataran los rompimientos y se facilitara la aparición de más organizaciones chatarra.

Deploramos con razón la vida de nuestros partidos y hay muchos que se adelantan a denunciar la formación de una “partidocracia”. Los partidos, nos dicen, han expropiado la vida democrática, excluyendo a los ciudadanos que no pertenecen al club de los tres grandes. Un poco de razón, algo de ingenuidad y mucho de hipocresía hay en esta denuncia. La razón es evidente: ninguno de los partidos existentes y pocos de los imaginarios están a la altura de las exigencias de nuestro tiempo. Es cierto que los partidos han formado una coraza protectora que los defiende del castigo electoral. Pero es ingenuo pensar que un sistema democrático puede reproducirse sin partidos políticos. La contraposición elemental de ciudadanos contra políticos, de sociedad civil contra instituciones es propia del discurso político más cándido y pueril. La contraposición de la bondad ciudadana y perversidad partidista es un torpe lugar común que no merece siquiera réplica. Es también hipócrita porque la participación política que pretende insertarse en el juego electoral termina volviéndose partidista—aunque repita su conocido vocabulario antipartidista.

Encontramos todos los días prueba de los excesos de los partidos, de su miopía y de sus atrasos. Y sin embargo, sigo pensando que todos los males de los partidos fuertes son preferibles a cualquiera de los males que provocaría el debilitamiento de los partidos. Es que el debilitamiento de los partidos no conlleva al fortalecimiento de “la sociedad” o al “empoderamiento” de “los ciudadanos”. Por el contrario, cuando los partidos políticos se debilitan, cuando se pulveriza la oferta electoral, cuando se desmoronan los bloques dentro del Congreso, se animan fuerzas que no buscan el voto ni están acostumbradas a la negociación. Es cierto que tenemos una democracia débil con partidos fuertes. Lo que no es cierto es que la manera de fortalecer a la democracia sería el debilitamiento de los partidos. Me atrevería a decir que en el contexto de un pluralismo ineficaz, encontramos en la estabilidad de los partidos políticos, uno de los pocos anclajes de certeza que tenemos.

Es por ello de celebrar que las desavenencias de los partidos no concluyan en ruptura. No estaría el país en mejores condiciones de gobernabilidad, si los partidos tuvieran una puerta más ancha de salida. Si las condiciones para la migración partidista fueran más alentadoras, el país tendría una vida política aún más inestable. Los partidos, en lugar de ser residencias de intereses, serían puertas giratorias. El caso reciente del Partido de la Revolución Democrática reivindica la sensatez de un marco restrictivo para los partidos. Los rumores de la ruptura se escucharon con fuerza inusitada. La crisis post electoral que vivió ese partido embonaba con la retórica antiinstitucional de su caudillo. La semilealtad frente a las instituciones de la república encontraba eco en una semilealtad frente a los órganos del partido. Tras el desconocimiento de las instituciones electorales y sus veredictos, el desconocimiento de las comisiones partidistas y sus resoluciones. Pero la tentación de la ruptura no era más que un anzuelo del extremismo. La prudencia ordenaba permanecer, para hacer política desde dentro del partido. Así sucedió. Los perredistas inconformes con la intervención del tribunal electoral reventaron contra lo que consideran una invasión de la autonomía del partido. Insistieron en su denuncia de los ganadores, pero ratificaron su decisión de perseverar. Buena noticia para el PRD y para la política del país que necesita un partido fuerte y estable en el flanco izquierdo.

El complemento indispensable a la indisolubilidad de los matrimonios partidistas es el fortalecimiento de las instituciones internas de los partidos. Si los tres partidos grandes están destinados a permanecer como los referentes cruciales de la vida política nacional, si las escisiones siendo tan costosas serán cada vez más escasas, es necesario que cada casa cuente con las reglas necesarias para procesar inteligentemente su diversidad y que cada habitante la acepte y las respete.

En el caso del PRD, no hay manera de borrar las corrientes que ahí coexisten. En lugar de insistir en la imaginaria eliminación de esas porciones, sería sensato partir de lo evidente y dar reconocimiento institucional a sus grupos. El PRD no necesita un frente con otros partidos. Necesita reconocerse como un auténtico frente político.

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