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¿Estado fallido?

Jesús Silva-Herzog Márquez

La extrema gravedad de la inseguridad en México nos tienta con la desproporción. Tal parece que no hay manera de exagerar y que la ponderación fuera un ejercicio de autoengaño. Quien no llega en estos días a la conclusión más pesimista cierra los ojos ante lo evidente o trata de engañarnos. No hablo de la confianza del pesimista (que puede ser tan dogmática como la ingenuidad del optimista) sino del catastrofismo como el único diagnóstico creíble. Estamos envueltos en la carrera del pesimismo. Una competencia en donde gana quien presente el panorama más sombrío y describa la realidad más tenebrosa. Y no es, por supuesto, que falten elementos para hablar de nuestras calamidades. Todos los días nos llueven noticias terribles de una violencia y una crueldad estremecedoras. No escasean los datos de nuestra calamidad, falta cordura en el diagnóstico. Un listado de hechos, por abultado que sea, no constituye un análisis.

Es notable el éxito que ha tenido entre nosotros la indicación de que México está en el camino de convertirse en “Estado fallido.” La sumatoria de la violencia parecería suficiente para insertarnos en la funesta categoría. El apremio para aceptar la etiqueta es mala idea. No necesitamos agregar confusión y estridencia a nuestros peligros. Por el contrario, debemos nombrarlos sin engaño y medir su innegable gravedad ecuánimemente. La noción de “Estado fallido” tiene unos cuantos años en circulación. Antes de filtrarse al discurso académico, apareció en los reportes de Inteligencia norteamericana en busca de nuevas amenazas tras el fin de la guerra fría. En uno de los primeros reportes se advertía que los Estados Unidos ya no estarían amenazados por Estados victoriosos y expansivos sino por Estados malogrados, Gobiernos incapaces de proveer orden y estabilidad dentro de sus territorios. Hay algo de cierto en esa perspectiva: en el comienzo del siglo XXI coexisten tres realidades políticas: la hobbesiana, la estatista y la postnacional. Espacios de anarquía, de eficaz dominio de los estados nacionales y también arreglos políticos post-nacionales.

Los indicios de fracaso estatal son diversos. Académicos y militares han tratado de delinear una tabla de indicadores que es necesario atender si es que queremos emplear la etiqueta. El Fondo para la Paz y la revista Foreign Policy han desarrollado un método para medir la vulnerabilidad del Estado. Doce indicadores para precisar el fracaso de un Estado. Mediciones de procesos sociales, económicos y propiamente políticos. Entre los indicadores sociales, los cartógrafos del fracaso estatal consideran inmanejables presiones demográficas: disputas de tierra, insuficiencia de recursos para atender a una población creciente, tensiones por límites fronterizos; inestabilidad por el desarraigo de grandes poblaciones que huyen de la persecución religiosa o política; una larga historia de resentimientos y de exclusiones étnicas, un patrón de violencia entre comunidades que no recibe castigo. En términos económicos, un Estado fallido se caracteriza por distintos signos de alarma: un acelerado descenso de los niveles de vida, aumento de mortalidad infantil y de la pobreza, inflación desbocada, escasez. En el ámbito político, el Estado camina al fracaso cuando su Gobierno es incapaz de cobrar impuestos, cuando se boicotean las elecciones y prospera la desobediencia civil. Los servicios públicos se deterioran y apenas sirven para el interés de la clase gobernante. La violencia política prevalece, emergen milicias privadas y grupos paramilitares mientras organizaciones internacionales se instalan para procurar cierto orden y proveer servicios mínimos a la población. Quien trate de aplicar estos medidores a la realidad mexicana se dará cuenta, que por grave que sea nuestra condición, no estamos en la liga de Afganistán, Somalia, Sudán, Zimbabwe o el Congo.

Eso no quiere decir que la crisis mexicana sea trivial. Que los problemas mexicanos no lo coloquen en la federación de Estados fallidos no significa que su Estado funciona bien y eficazmente, que garantiza el orden, que respeta puntualmente sus reglas y que provee servicios de buena calidad a toda su población. La crisis del Estado mexicano es seria y los peligros que corremos, si el Gobierno fracasa, son enormes. Pero no importemos acríticamente una noción que simplemente no nos retrata. Nuestro Estado es endeble e ineficaz. Está penetrado por intereses particulares y por las fuerzas del crimen. No es capaz de garantizar la legalidad ni la tranquilidad pública en todo el territorio del país y en algunas regiones, ha sido abiertamente rebasado por las mafias. Pero eso habla de la penuria, no del fracaso del Estado en el sentido que se utiliza en los foros internacionales. Si por algo es absurda la noción del “Estado fallido” es precisamente porque lo que conviene al crimen organizado es esta debilidad estatal. Las organizaciones criminales viven, se reproducen, se enriquecen porque hay un Estado. La prosperidad de nuestras mafias depende de un Estado que existe pero que es débil. Para que el crimen organizado florezca es indispensable una estructura gubernamental corrompible, pero hasta cierto punto, presente.

México no es un Estado fallido ni camina hacia allá. Padece un Estado inaceptablemente débil, impregnado por el delito y profundamente ineficaz. La hipérbole pseudoacadémica es innecesaria: nuestra situación es alarmante.

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