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La vida al revés

LUIS RUBIO

Ahora que se discuten los impuestos ¿por qué no cambiar la ecuación? ¿Por qué no ver la forma en que se paguen los impuestos que ya hay, pero de verdad, no con más castigos, sino con menos burocratismos? Es tiempo de legalizar la informalidad. Por décadas, hemos vivido bajo la ficción de que el mundo real, el mundo bueno y el mundo estadísticamente relevante es el de la formalidad. Sin embargo, la realidad nos dice otra cosa. La economía informal es dinámica y en ella operan millones de mexicanos que son empresarios modernos, competitivos, dispuestos a asumir riesgos y cuyo criterio es el de satisfacer a su cliente. La economía informal es real: ahí está para que todos la vean. Es tiempo de ver la vida al revés.

Comencemos por lo obvio: la formalidad es una monserga, cuando no la muerte burocrática. La formalidad está diseñada, si es que se puede emplear ese término, para empresas grandes, con capacidad de administrar y procesar la infinidad de requisitos y regulaciones que entraña la vida formal. Aunque costoso, una empresa grande puede dedicar un pequeño ejército de contadores y abogados a registrar empresas, pagar impuestos, obtener firmas digitales (y ¡tener que renovarlas!), obtener retenciones, validar recibos y, no vaya a ser la de malas, asegurarse que no haya vencido un recibo de honorarios (seguro una causa fundamental de la evasión fiscal).

Ninguna empresa naciente o pequeña puede cumplir con esa sarta de requisitos y pagos mensuales. El mero peso de la regulación la torna inoperante. Ante la tesitura de registrarse ante el SAT, el IMSS y el resto de la burocracia federal y local, una persona que, por decisión o por falta de opciones, decide autoemplearse, lo lógico es que opte por la informalidad. Además, el que está en la informalidad no vive tan mal: tiene acceso al Seguro Popular, que es más barato que el IMSS y está diseñado para los que no son formales. Si su hija quiere una beca en la UNAM, la informalidad le permite argumentar que su ingreso no rebasa el máximo permisible porque no hay manera de comprobarlo. Total que vivir en la informalidad parece un paraíso en comparación con la maraña burocrática que implica la alternativa.

Podría parecer que la informalidad es benigna y libre de costos, pero esto evidentemente no es así. En lugar de pagar impuestos, los informales tienen que sobornar inspectores; dependen de prestamistas y agiotistas porque no pueden comprobar ingresos para tener acceso al crédito bancario; en lugar de certidumbre jurídica viven en un limbo permanente que les impide crecer aunque tengan un negocio promisorio; siempre se ven acosados por políticos deseosos de vender favores, desarrollar relaciones de dependencia clientelar y controlar a la grey. La informalidad también puede ser un infierno. Aunque no hay un consenso entre los estudiosos de la informalidad, parece evidente que hay ciertas características prototípicas entre los informales. Es indudable que una persona que está en la informalidad está dispuesta a asumir riesgos en aras de mejorar su situación económica. Este elemento la distingue de inmediato de quien opta por un empleo seguro, con prestaciones diversas aunque eso implique un potencial de desarrollo menor. Suponiendo que una persona opta conscientemente por la informalidad, sabe que entra a un mundo difícil donde la vida se tiene que ganar cada día de la semana y donde no hay vacaciones pagadas o protección social. Lo hace porque espera lograr un ingreso mayor a lo largo de su vida. La evidencia empírica sugiere que la mayor parte de los informales efectivamente es económicamente exitoso.

Hablar de la informalidad muchas veces nos trae a la mente la imagen de un vendedor ambulante en la calle, uno de muchos que vende sus propios productos (desde paletas hasta merengues), artículos de contrabando o cualquier tipo de enseres y objetos, además de comida. Pero la informalidad es infinitamente mayor: incluye desde fabricantes de discos pirata hasta plomeros o carpinteros, distribuidores de bienes o vendedores de comida al lado de obras en construcción, vendedores de jugos (algunos en enormes camiones de redilas) y arrendadores de bicicletas en los parques. En adición a todos estos actores cotidianos de la vida nacional, hay un sinnúmero de actividades en que son prominentes los informales. El común denominador no es la evasión de impuestos, aunque ésta sin duda es una característica universal en ese mundo, sino el arrojo, el deseo de superación y la disposición a asumir riesgos. Es decir, se trata de empresarios tal y como los describiera el gran economista de la primera mitad del siglo XX, Joseph Schumpeter.

Los empresarios formales tienden a despreciar a los informales, a la vez que los informales rechazan cualquier asociación con el término empresario, independientemente de que, en la práctica, sean exactamente eso. Pero el hecho de que exista esta contraposición axiológica nos dice mucho de nuestra realidad social y política. Lo que importa es que todos produzcan y puedan crecer, para beneficio suyo y del país en su conjunto.

El tema de fondo es que, por una parte, la formalidad no nos está rindiendo frutos en términos de empleo o crecimiento económico, en tanto que, por la otra, la informalidad constituye un freno absoluto al crecimiento de las personas y de sus negocios y nada se ha hecho por facilitar su formalización. En la práctica, esto implica que el sector de la sociedad potencialmente más dinámico de nuestra economía está capado, en tanto que el que goza de reconocimiento pleno no da para el crecimiento -ni ingresos fiscales- que el país requiere. Es tiempo de invertir la pirámide y eso quiere decir entender y reconocer la dinámica de la informalidad y ajustar el paradigma burocrático y regulatorio para que sea posible que los informales dejen de serlo sin, en el camino, aniquilarlos.

Lejos de mi naturaleza u objetivo está escribir una apología de la informalidad. Obviamente, tampoco estoy proponiendo "changarrizar" al país o privilegiar la evasión de impuestos. Al revés: nuestra estructura formal no sólo no fomenta el crecimiento, sino que hace imposible el desarrollo de un enorme sector de la economía que, con los incentivos idóneos, podría agregar un extraordinario dinamismo y valor a nuestra economía. Con la formalización de los informales y un esquema fiscal lógico, quizá como el 2% que se propuso, el fisco sería el gran ganador sin con ello matar a la gallina de los huevos de oro. Los países que muestran las mayores tasas de crecimiento económico han sabido resolver este entuerto y sus poblaciones viven mejor.

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