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Obsesiones

FEDERICO REYES HEROLES

Para los creyentes el asunto es diferente. La beatificación de Juan Pablo II es un acto de justicia al alma grande que guió la Iglesia Católica por más de un cuarto de siglo. La beatificación es un acto de justicia a su labor espiritual. Si además se le atribuyen milagros, no hay mucho que cuestionarse. El primero de mayo de 2011 inició la gran fiesta que deberá conducir a la canonización. La discusión sobre si fue fast track o sobre la solidez del milagro es asunto interno de los creyentes. Que ellos lo evalúen. Para ellos las prioridades son claras: primero van sus valores religiosos, el reino de Dios, después viene el resto. El problema es que hay otras tesituras.

Por ejemplo la del presidente de México, país con una definición clara de separación entre las iglesias y el estado, en que debe imperar un estado laico. Un estado para el cual lo primero es su legalidad que nada tiene que ver con las batallas de la fe. En esa condición, la de presidente, es que Calderón acudió a la beatificación de Juan Pablo II. Pero la beatificación es un asunto que tiene que ver con las creencias, con el mundo de la fe, sin vínculo alguno con el estado mexicano. Ronda el argumento de la popularidad de Wojtyla en México que para muchos justifica la visita. La línea de razonamiento es riesgosa. Entonces el presidente tendría que seguir los goles del "Chicharito". Pero ni la Iglesia Católica ni el Manchester United, son la selección nacional. Lo de Wojtyla no es una fiesta nacional.

Que en el Vaticano lo hagan santo tiene el mismo estatuto que los rituales internos de la iglesia anglicana o del judaísmo. El problema es que Calderón acudió en su calidad de presidente, tan es así que Presidencia emitió un boletín: "El Jefe del Ejecutivo mexicano realizará una visita oficial..." que responde "...a los lazos de amistad y de cooperación existentes entre México y el Estado Vaticano" ¿Qué asuntos de estado se trataron? La beatificación no concierne al estado mexicano. Pero hay más.

Resulta que al señor Marcial Maciel, fundador y líder de una congregación católica muy activa en México, se le imputa la responsabilidad directa de múltiples delitos de pederastia, una de las grandes vergüenzas de la humanidad. México fue su escenario principal. Pero no se trató de un acto aislado, sino de la comisión sucesiva, de una serie de delitos que duró casi medio siglo. Que Maciel incumpliera con sus compromisos eclesiásticos -tener pareja y padre de familia- sin consecuencias al interior de su iglesia es un asunto, de nuevo, interno. Pero los delitos son ofensas públicas.

Las ofensas públicas del señor Maciel no ocurrieron en Angola o en Surinam. Ocurrieron en México, el mismo país que gobierna Calderón. Que su perversidad y capacidad organizativa para el mal tuvieran una proliferación deleznable y que el delito se haya multiplicado a miles de víctimas en muchos países al amparo de las sotanas católicas, tiene sus implicaciones en la beatificación y por lo tanto en las implicaciones de la presencia del presidente de México en Roma. Ofendidos hay muchos en muchos países. Además los testimonios indican que el Vaticano sabía y no sólo eso: sabía desde hace mucho. Allí está el más reciente dado a conocer por José Barba -una de las víctimas y por el padre Alberto Athié, los dos mexicanos- que remiten a casi medio siglo atrás. Suficiente tiempo para darse por enterados de las degradaciones de este delincuente disfrazado de sacerdote.

Resulta que cuando Wojtyla llegó al papado, según las pruebas documentales, las degradaciones de Maciel eran conocidas. ¿Qué hizo Wojtyla? Nada, peor aún, siguió dando cobijos públicos al degenerado, por lo menos en términos de su presencia al interior del Vaticano. O quizá Wojtyla y él intercambiaban otra mercancía: el poder. A esa fiesta fue Calderón, fue a aplaudir el silencio cómplice de la degradación humana y que el depravado se saliera con la suya y que, durante décadas, burlara al estado mexicano y sus seguidores del mundo. Supongamos que Wojtyla nunca supo nada -muy difícil de creer- no le bastaban a Calderón las dudas al respecto para abstenerse de participar en esa cuestionada fiesta.

Dejémonos de cuentos. Si Calderón hubiera ido por la bendición, es muy su asunto y yo defenderé su derecho. Pero la visita fue oficial. Calderón confundió jerarquías, primero iban las leyes, el rechazo y condena al horror y al silencio cómplice, la solidaridad con las víctimas mexicanas, con los miles de ofendidos. Los pederastas, los golpeadores de mujeres, son ralea. Independientemente de la popularidad de Wojtyla, se exigen definiciones. Calderón desperdició una espléndida oportunidad para hacer mutis, con eso bastaba. Pero ¡cómo exigir racionalidad republicana! Las obsesiones son obsesiones, primero va el 2012, los votos, la invitación al Papá para mitigar el "sufrimiento" y después los principios frente a una de las peores bajezas humanas.

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