Hay que imaginarlos: al menos desde la adolescencia, y algunos desde niños, soñando con él, persiguiéndolo día con día, aprendiendo sus trucos, decepciones y estrategias. Para explicar su conducta, los psicoanalistas diagnostican una precoz neurosis obsesiva; otros dicen que desde pequeños se percibía en ellos una voluntad incombustible, cierta ansia de mantener el control o el irrefrenable deseo de cumplir sus caprichos. La mayoría tuvo infancias solitarias o infelices, marcadas por el deseo de volverse populares, pero no debemos compadecerlos: siempre fueron, si no los más fuertes o los más sagaces, sí los mejor dotados para sobrevivir.
Estos pequeños machos alfa debieron sufrir una revelación cuando descubrieron que nada los hacía sentir tan plenos como dar órdenes y verlas cumplidas, como ser admirados -y temidos- por su capacidad de imponerse sobre los demás. A partir de entonces, obtener el poder se convirtió en su única meta. Ello no quiere decir que no disfruten los privilegios añadidos -la riqueza; los hombres o las mujeres que desean; el lujo y el boato-, pero lo primordial es detentar, y sobre todo ejercer, el poder.
Nada más terrible ni más doloroso, pues, que alcanzar el poder y luego perderlo. La historia y la literatura son pródigas en ejemplos de generales, reyes y emperadores que, luego de conquistar naciones y ser glorificados como dioses, terminaron empobrecidos o ajusticiados. Al menos en aquellas épocas esta clase de individuos podía imaginar que, una vez hechos con el poder, nadie lograría arrebatárselos. En nuestros prosaicos tiempos republicanos, los hombres de poder saben que tarde o temprano habrán de perderlo. Esta conciencia no los prepara, sin embargo, para el fatídico instante en que deberán entregar la estafeta -o la banda presidencial.
Ellos dirán que siempre estuvieron listos, que por eso son auténticos demócratas. Mentiras. Nada prepara a un hombre de poder para abandonarlo, para verse despojado de la capacidad de dirigir otras vidas; ni siquiera para carecer de choferes, secretarias y secretarios, asesores, achichincles y lameculos. De allí la locura que suele caracterizar los últimos días de un presidente: conforme se acerca el aciago día, su conducta se torna errática (o más errática); se salta el protocolo; tartamudea o se lanza en vergonzosos exabruptos; se contradice sin fin y, entretanto, conduce el país hacia la ruina. Llamemos a esta afección síndrome de Calles.
Agobiados ante la aterradora perspectiva de volver a ser ciudadanos comunes (o más o menos comunes, porque al menos son ricos), todos los presidentes mexicanos se han viso afectados por este síndrome. Decidido a justificar la represión del 68, Díaz Ordaz se obsesionó con destituir a Echeverría luego de que éste lo traicionase con su minuto de silencio por los estudiantes muertos. Las ambiciones de Echeverría, a su vez, lo llevaron a otra locura terminal: sabedor de que su poder en México menguaba, se empeñó en convertirse en un estadista internacional. Sus demenciales esfuerzos a favor del Tercer Mundo fracasaron y, luego de unos años de exilio, terminó enclaustrado en su mansión de San Jerónimo.
López Portillo alcanzó a ver cómo el país se deshacía entre sus manos y, buen aficionado a la literatura griega, quiso convertirse en un personaje trágico que terminó siendo patético. De la Madrid, en su estilo severo y frío, primero se aseguró de que su heredero ganase mediante un gigantesco fraude electoral y luego se conformó con un pequeño reino: el FCE. Salinas, por su parte, quiso resucitar a Calles y conservar el poder en las sombras, pero su hubris lo llevó a transformarse, por el contrario, en el más odiado de los ex presidentes mexicanos.
Tal vez Zedillo padeciese una variante singular del síndrome: en cualquier caso, ha sido el único capaz de revertirla con una maniobra que sin duda lo benefició a él, pero también al país: reconocer el triunfo de la oposición lo convirtió en el único ex presidente que concita respeto dentro y fuera. Lo contrario de Fox: pudiendo descansar como el primer gobernante democrático de México -más allá de sus escasos méritos-, prefirió consumir su capital político en destruir a López Obrador. No conforme, luego se peleó con su sucesor y, en un episodio esperpéntico, apoyó al candidato del PRI.
¿Y Calderón? Todo indica que, en este largo interregno antes de que le entregue el poder a Peña Nieto, ya es víctima del síndrome. Aquí su cuadro clínico. Primer síntoma, ceguera: contra todas las evidencias, no deja de insistir en que su guerra contra el narco le hizo bien al país. Segundo, falta de autocrítica: según sus palabras, Josefina Vázquez Mota es la única responsable de la debacle del PAN. Tercero, soberbia: pese a su pésima actuación, se considera capaz de refundar a su partido e imparte lecciones morales a diestra y siniestra. Y aún faltan tres meses antes de que se vea obligado a desprenderse de la banda presidencial.
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