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Coahuila huele a podrido

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

impunidad, corrupción y violencia. Esas tres palabras definen en buena medida la historia de los últimos seis años en Coahuila. En ese tiempo, el de la era Moreira, la deuda pública del estado se ha multiplicado de forma hasta ahora injustificable; los impuestos hacia la población se han incrementado para solventar los excesos de las autoridades; los delitos han proliferado sin que ninguna estrategia gubernamental pueda detenerlos, y el crimen organizado se ha infiltrado en las instituciones y se ha apoderado del espacio público, golpeando con su estela destructiva a la población en general.

La inseguridad y la violencia no empezaron en Coahuila la noche del miércoles 3 de octubre pasado, con el homicidio de José Eduardo Moreira Rodríguez. Comenzaron mucho antes con el arribo de grupos criminales que en principio tenían el objetivo de controlar las rutas del narcotráfico y posteriormente los crecientes mercados de consumo de drogas en las ciudades. Luego, debido a la ruptura de antiguas alianzas entre bandas, al combate torpe e ineficaz de los últimos gobiernos federales, a la creciente rivalidad de los cárteles y a la omisión, negligencia o complicidad de autoridades estatales y municipales, la delincuencia organizada incrementó su potencial de violencia y diversificó sus actividades.

Robos, extorsiones y secuestros forman parte de la memoria coahuilense de terror de los últimos años, al igual que las balaceras, los decapitados, los descuartizados, los desaparecidos, las matanzas en bares y los muertos por eso que absurdamente llaman "balas perdidas". Y para la mayor parte de las víctimas de toda esta ambición y crueldad, no ha habido justicia. El golpe de la criminalidad ha sido, entonces, doblemente fuerte: en el acto y en la ausencia de castigo. Y con esta impunidad como combustible, la llama de la delincuencia ha abrasado los pastos secos de una sociedad desamparada.

Pongamos números -oficiales- a lo que ha dejado el aliento de la impunidad en Coahuila desde 2006. Dos mil 254 asesinatos, mil 213 violaciones, 32 mil 899 lesiones dolosas, 145 secuestros y 120 mil 871 robos. Esto, según los datos reportados por el gobierno del Estado al Sistema Nacional de Seguridad Pública. Pero la cifra negra es mayor; la realidad siempre es peor de lo que las autoridades reconocen. Por una parte están los casos no denunciados, porque los ciudadanos ya no confían en sus instituciones. Por la otra, el mal manejo, deliberado o no, de la estadística por parte del gobierno. Por ejemplo, se estima que en la entidad hay mil 600 personas desaparecidas. Y sólo hay algo peor para la dignidad de una víctima y sus familiares que el ser considerado únicamente como parte de una estadística, y es ni siquiera figurar en ella.

Pero esta catástrofe también tiene nombres: Karla, Jonathan, Antonio, Ricardo, Enrique, Juan, Alejandro, Sandra, Diego, Héctor, Estefanía, Andrés, Carlos, José, Omar, Pedro, Ruth, Mauricio, Francisco, Roberto, Daniel, Blanca, Fernando, Claudia, Sergio, sólo por mencionar unos cuantos de los miles de muertos o desaparecidos que forman parte de la herida abierta en esta fracturada sociedad. Harían falta planas enteras para nombrarlos a todos. Pero hoy más que nunca es necesario recordar que ellos también cuentan. Uno por uno. Que no son sólo un número. Que tienen una historia detrás, gente que los estimaba y hoy los extraña.

Por eso, en medio del desamparo en el que está la mayoría de los ciudadanos frente al crimen, y con la dilatada y torpe respuesta gubernamental, el encono de buena parte de la sociedad no se hace esperar cuando vemos que para esclarecer el asesinato del hijo de Humberto Moreira se da una movilización inédita de las instituciones federales y estatales. La pregunta que resuena en la mente y boca de muchos hoy es ¿por qué ahora sí? ¿Por qué no con las víctimas anteriores? Y esta reacción social es natural y también necesaria. Lo que no es natural ni necesario es la burla por la muerte de alguien. Si exigimos sensibilidad a los gobernantes frente a la tragedia cotidiana de los ciudadanos, lo menos que podemos hacer, en congruencia, es mostrarla en este tipo de situaciones. Si no, simplemente nos convertimos en eso que tanto criticamos.

Pero también tenemos que ver más allá. Hoy la familia más poderosa del estado, los Moreira, padece la tragedia que miles de coahuilenses sufren desde hace años. Cruel paradoja para quienes han tenido en sus manos la oportunidad de detener el avance del crimen y la han dejado escapar. El asesinato de José Eduardo es un eslabón más de esta cadena de violencia que parece no tener fin. La vulnerabilidad llegó ahora a las altas esferas del poder. Forma parte de un proceso gradual de descomposición institucional y social. Coahuila huele a podrido desde hace tiempo. Cuando no se actúa de forma oportuna y eficiente para detener la putrefacción, es normal que la misma termine por afectar al organismo en su totalidad.

La postura temeraria y poco institucional asumida por el gobernador Rubén Moreira de nada ha servido. De la desafortunada frase "de la seguridad me encargo yo" al disparate de "vamos ganando la guerra", el mandatario coahuilense no ha logrado establecer una estrategia coherente y eficaz para restablecer el estado de derecho en Coahuila y recuperar la tranquilidad y confianza de la sociedad. Su intento de echar tierra al pasado, de olvidar a los responsables del desastre que es la entidad, de reducir el daño que ha dejado el crimen a un saldo de la rivalidad entre bandas (argumento que tomó del presidente Calderón) nos ha llevado a donde estamos parados ahora: una inestable barca que hace agua sobre una laguna de inmundicia.

A estas alturas se antoja muy difícil asumir una postura institucional para tratar de recomponer lo que ya está tan roto. Pero no queda de otra. Es eso o seguir hundiéndonos en el caos. Hay algunos que creen que ya no podemos estar peor. Basta revisar la historia para saber que siempre hay un escalón más hacia el infierno. Nadie sensato puede dudar de que el crimen de José Eduardo debe esclarecerse y los culpables purgar las condenas que merecen. Pero lo mismo debe ocurrir con los miles de crímenes impunes. Quienes han traído la desolación a Coahuila tienen que pagar, al igual que quienes les permitieron actuar desde el gobierno y que quienes en vez de hacer su trabajo, abusaron de su poder para enriquecerse.

Resolver sólo el caso presente e ignorar a los miles de ciudadanos que esperan ansiosos a que llegue la justicia sólo contribuirá a hacer más profunda la herida que hay en la sociedad coahuilense. La gran pregunta es: ¿podrá hacerlo Rubén Moreira? En las próximas semanas comenzará a esbozarse la respuesta, de la cual depende el futuro de su gobierno.

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