La toma de posesión de Enrique Peña Nieto fue una afirmación de poder que va más allá de lo simbólico. Las ceremonias de la madrugada y la mañana del 1º de diciembre trasladaron la jefatura del gobierno y del Estado con rituales viejos y nuevos. La banda presidencial tiene nuevo dueño; Los Pinos tiene un nuevo habitante. Pero al inquilino no le ha bastado la ceremonia. Peña Nieto ha dedicado estas horas a trasmitir un mensaje de poder, antes que trazar el boceto de rumbo. Antes del proyecto, el mando.
Su equipo de colaboradores no capta una identidad generacional o una visión compartida. No representa tampoco una coalición de fuerzas divergentes que pactan un proyecto común. Es un equipo que retrata bien a un presidente que parece confiar en una generación mayor como la palanca del reformismo de la suya. Un equipo que no es particularmente prestigiado pero que, sin duda, está hecho de personajes con biografía propia. Salvo un par de ellos, se trata de un equipo más bien tradicionalista, conservador al que no podría asociarse con reformismo de ningún tipo. Se trata, eso sí, de un grupo donde no se perciben deudas ni imposiciones: un equipo del presidente. Peña Nieto no se ha sentido presionado por cuota alguna. La presencia de mujeres es llamativamente escasa. Ante el influjo visible de su asesor, ha reforzado el contrapeso político. Peña Nieto funda así, un gabinete con equilibrios: un vicepresidente político y un vicepresidente económico. No será fácil para el presidente coordinar las piezas de su gabinete e imprimir en su equipo un sentido de dirección común. En la misma mesa de su gabinete, pueden encontrarse resistencias importantes a su propio programa. El mensaje es el mando: si algunos imaginamos a Peña Nieto como el títere de alguna mano oculta, un juguete al servicio de otros poderes debemos empezar a reconsiderar nuestra sospecha.
La centralización parece el atajo que Peña Nieto ha encontrado para la eficacia. El exgobernador ha resultado un entusiasta del centralismo. Centralizar los hilos de la política de seguridad en la Secretaría de Gobernación; centralizar la vigilancia contra la corrupción que se ubica principalmente en estados y municipios; centralizar los mecanismos de transparencia; centralizar la legislación penal. Desde luego, sobran razones para alejarse de la feudalización política, pero también habrá que ser cuidadosos con la medicina. Centralizar no implica necesariamente construir las capacidades de Estado que necesitamos para gastar con probidad y buen juicio o para combatir con éxito a la delincuencia.
Dijo bien Peña Nieto que le corresponde al Estado la rectoría de la política educativa. Parece una obviedad, pero era necesario decirlo y decirlo así. El presidente Peña Nieto reconoce que el Estado tiene que recobrar la autoridad perdida, que el sindicato no puede seguir determinando la política de educación del país. Para recuperar esa rectoría ha enviado una señal elocuente: no ha invitado a un subordinado del sindicato sino a un político untuoso, pero pendenciero con historia de conflicto con la dirigente del sindicato magisterial. La señal puede ser aplaudida por un auditorio que sueña con la cacería de la bruja, pero no es claro que el gesto aterrice en las consecuencias deseadas. La falta de aplomo del quisquilloso secretario de Educación no parece buen presagio. De cualquier modo, el nombramiento en la SEP es, para mí, una sorpresa grata: una disposición al conflicto que no conocía en Peña Nieto y que es clave para su éxito.
El discurso inaugural de Peña Nieto es afirmación de una nueva idea de poder. No es el poder que pinta una paisaje luminoso, sino el poder que decide. Ni más... ni menos. El mensaje del 1º de diciembre es anuncio de decisiones, no de propósitos. Podrán ser decisiones menores (definir una ruta de tren), vagas (cero déficit presupuestal), o complejísimas (un mecanismo de prevención del delito), pero están pensadas así: como resoluciones: afirmaciones de voluntad política. Advierto eso sí, mi preocupación por un código penal único y el retroceso que eso podría implicar para las libertades recientemente conquistadas en el Distrito Federal. ¿Pretenderían el PRI y el PAN dar paso atrás en la despenalización del aborto?
Para los conflicto necesarios el nuevo gobierno ha encontrado consenso en la clase política. Los tres partidos relevantes han firmado un pacto que puede volverse importante. En este momento es solamente una declaración de buena voluntad que no contiene compromisos concretos, pero puede convertirse en una plataforma para la reconstitución del poder estatal. El acuerdo parte de la necesidad de reivindicar lo público frente a la imposición de las parcialidades. Los poderes fácticos, afirmar los tres partidos relevantes, desafían a la república. Las coincidencias expresadas en el pacto no son menores ni son tan etéreas. Se perciben, pues, condiciones para la negociación de las reformas que el país ha estado esperando durante mucho tiempo.
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