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Buenos deseos

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Cae el telón de un año más pero, sobre todo -ése es el primer deseo-, cae el telón de una larga etapa de desencuentro y desentendimiento político que, a fuerza de frustraciones, impidió más de una vez la posibilidad de replantear al país y darle perspectiva.

Si bien cada arranque de sexenio la esperanza brilla de nuevo, esta vez es menester evitar que el pabilo de esa luz se apague al paso del tiempo y así darle a la democracia, el derecho y el desarrollo la posibilidad de consolidarse para retomar el sendero y dejar atrás esa suerte de maldición que son las crisis sexenales.

Se dice fácil pero, con excepción del cierre del sexenio de Ernesto Zedillo, desde el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz el país ha visto cómo esas crisis cíclicas vulneran lo mucho o lo poco construido. Ojalá -es el segundo deseo- este nuevo sexenio sea distinto y siente las bases del entendimiento nacional para salir de la rutina sexenal que parte de la ilusión y termina en la desesperanza.

Desde hace años, a veces con ingenuidad o perversidad, los gobiernos han hecho el catálogo de las reformas estructurales que el desarrollo del país exige y se han plantado en la escena decididos a realizarlas.

De memoria y con la aburrición que provoca escuchar la misma cantilena, cada gobierno repite el listado de ellas, incluyendo desde luego la imprescindible reforma electoral que, de a tiro por elección, invariablemente se presenta como el parto de la consolidación de la democracia. Lo cierto es que sólo la industria de las convenciones, los foros, las audiencias y las consultas ha derivado beneficios de tanto intento.

Tantas veces se ha subrayado la necesidad de las reformas que, incluso, en la imposibilidad de su realización, más de un gobierno ha encontrado amparo a su negligencia. En la falta de ellas se justifica el dorado pretexto para no hacer nada o, bien, el motivo para impulsarlas con el ánimo de verlas fracasar y tener oportunidad de golpear o desprestigiar al adversario, cargándole la factura del fracaso. Hasta de ariete electoral han servido esas reformas.

En la lógica seguida por los gobiernos frente a las reformas hay dos detalles curiosos.

Uno, se habla de cómo las reformas elevarían el techo del desarrollo político, económico y social del país, pero no del piso donde hay que cimentar esos pilares. Dos, se habla de la importancia de reformar las leyes correspondientes, pero no de reformar la cultura que sustenta su cumplimiento. Se cambian y cambian leyes, pero no actitudes y, entonces, se buscan resquicios para evadirlas.

El piso de cualquiera de esas reformas no puede ser otro -un deseo más-, sino el acuerdo político previamente establecido para posibilitarlas. Sin él, sin ese piso se pueden modificar mil y un veces las leyes con la garantía de que la realidad será la misma. Reformar el deber ser, sin tocar al ser es un ejercicio efímero. De ahí, la importancia de concretar -otro deseo- las dos reformas madre de las otras: la política y la educativa. En ellas, está la clave para mejorar en el resto de las actividades nacionales.

En el corto plazo urge replantear el quehacer político, en el mediano importa renovar y mejorar la educación para que, desde la formación básica de la ciudadanía se modifique la conducta. En esos dos campos es donde la urgencia y la importancia se conjugan.

Después de la reforma política de fines de los setenta, la atención se concentró fundamentalmente en lo electoral y, sin negarle importancia a ese sistema, lo cierto es que se llegó a confundir, o peor aun, a reducir la democracia a lo electoral.

Abierto el régimen a organizaciones políticas no incluidas en su seno, los partidos se interesaron sólo por el reparto del poder pero no por el sentido del poder. Varias oportunidades hubo para hacer ajustes a aquella reforma política. La apertura y la globalización económica colapsaron al régimen político, pero poco o nada se hizo. Se decía que primero era la glasnost y después la perestroika. Luego, la brutal crisis política y económica de 1994 urgía a considerar aquellos ajustes, pero no se pudo. Más tarde la alternancia en el Poder Legislativo (1997) evidenció que el régimen presidencialista no daba más de sí, pero tampoco se emprendió el ajuste. Y, finalmente, la alternancia en el Poder Ejecutivo (2000) planteó de nuevo esa oportunidad, pero de todos es sabido lo hecho.

Parte del desafío de este sexenio es, precisamente, reformar el régimen político emprendiendo simultáneamente las otras reformas. El desafío consiste en cambiarle las ruedas al ferrocarril en marcha sin perder velocidad en la ruta -es otro deseo- hacia las metas establecidas en el Pacto suscrito.

Por eso la convocatoria a emprender la reforma educativa a partir del ejercicio de la política es meritoria. Se salió del cartabón de sentar al sindicato magisterial para implorar su apoyo a la reforma, se giró el eje de la interlocución hacia los tres principales partidos. Es de desear que la reforma educativa prospere no sólo por lo que supone, a largo plazo, para los escolares que cursan la primaria y la secundaria, sino también por lo que supone para la reivindicación de la política como herramienta clave en la construcción de acuerdos.

El ejercicio emprendido con esa reforma congrega fines y medios, sustancia e instrumentos y exige no sólo cambiar leyes sino también actitudes.

Dice Enrique Peña que un Presidente no debe tener amigos, se equivoca. No debe tenerlos en el gobierno, pero sí fuera de él y respetarlos en su crítica. Requiere de voces que sin estar en un conflicto de intereses le mantengan abierto el oído y aguzada la vista, caliente el corazón y fría la cabeza, firme pero extendida la mano. Los acuerdos que contempla el Pacto por México exigen un hombre de Estado y partidos políticos interesados no sólo en las elecciones, sino también en la importancia de reivindicar la política para transformar y mejorar las reglas de su ejercicio al tiempo de sentar las bases educativas para perfilar auténticos ciudadanos.

Es deseable que la política abierta conduzca la reforma educativa. En el logro de ese doble propósito se juega la posibilidad de las otras reformas y la rectoría del Estado por parte de los poderes formales.

Cae el telón de un año, ojalá -último deseo- caiga con él una era de desencuentro y desentendimiento y se pongan los cimientos donde asentar los pilares para construir un mejor futuro.

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