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Crimen con y sin registro

Sobreaviso

René Delgado

La mordida, el diezmo, la comisión, el entre, el moche, la transa... han sido los eufemismos para señalar la corrupción, lubricante del sistema político. La brutal incorporación del crimen al desarrollo de esa práctica ha llevado a denominar esa competencia de un modo distinto. Extorsión, cobro de derecho de piso, venta de protección, fueron y son los términos establecidos para diferenciar una corrupción de la otra, siendo que es la misma.

Dicho de otro modo, las recientes revelaciones sobre la voraz actuación de políticos y criminales en relación con el dinero, el trabajo y los bienes ajenos sugieren una conclusión terrible. La diferencia entre ambas conductas deriva de algo sencillo: si se cuenta o no con registro y legitimidad para practicarla.

Domina en México -es triste decirlo- el crimen organizado con y sin registro. Es la pequeña diferencia entre dos iguales, a la cual se agrega otra: los criminales sin registro se juegan la vida en el empeño, los criminales con registro se juegan muy eventualmente el puesto.

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Vista así la práctica del moche o la extorsión -el fondo de la materia es el mismo-, el combate al crimen organizado sin registro por parte del crimen organizado con registro no tiene por objeto hacer valer los derechos ciudadanos y la seguridad pública. No, su objetivo es asegurar el monopolio de la expoliación ciudadana por una u otra organización. En esa lógica, el país estaría inmerso en una guerra destinada a asegurar un mercado, un campo o una actividad, no en una destinada a reivindicar el Estado de Derecho.

Suena a desmesura señalar que la diferencia entre políticos y criminales depende de un registro, de una suerte de licencia para extorsionar a los ciudadanos. Pero no, no lo es. Hay literatura al respecto. El autor que, quizá, más ha ahondado en el asunto es el ensayista y poeta alemán Hans Magnus Enzensberger. Su libro Política y delito es contundente, su poema Defensa de los lobos contra los corderos es elocuente. De modo u otro, advierte la nula frontera entre la actividad criminal y política.

En el poema citado, Enzensberger formula un cuestionamiento tremendo. Se reproduce un extracto, respetando su literalidad: "muchos son los robados, y pocos los ladrones./Pero ¿quién los aplaude? ¿quién/los condecora y distingue?/¿quién está hambriento de mentiras?".

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La revelación de que los alcaldes son víctimas por partida doble -del moche por parte de los políticos y de la extorsión por parte del crimen- exhibe de manera descarnada una realidad insoportable: la diferencia entre unos y otros depende de la legitimidad con que practican sus tropelías.

Desde el poder legitimado en las urnas, el empeño se ha puesto en explicar la corrupción política como una cuestión histórico-cultural, indigna pero establecida como costumbre; y la extorsión como una cuestión delincuencial, digna de persecución y castigo. Al mismo fenómeno lo denomina de un modo distinto y, así, justifica por qué una se tolera y otra se persigue. Legitima la actuación política y deslegitima la actuación criminal.

Nunca se ha visto a un servidor público o a un representante popular esposado de manos, escoltado por policías con el rostro cubierto, con la cabeza gacha, expuesto públicamente delante de la escaleta que dé su estatura por el delito de cobrar el diezmo o el moche a un alcalde, comerciante o empresario. En cambio, esa escena -particularmente, durante el sexenio pasado- fue pan de todos los días cuando se trataba de exhibir a un delincuente que hacía exactamente lo mismo... pero sin credencial.

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Tan en la entraña del sistema político están el moche y el diezmo que igualan a los partidos en condición de practicarlos.

La alternancia, en ese sentido, se convirtió en una cuestión de turno. Al llegar al poder, Acción Nacional en vez de desplegar y hacer ondear la bandera de la lucha contra la corrupción, la plegó y arrumbó para no desaprovechar su turno frente al botín. Hoy, en el banquillo de los señalados por reclamar moche o diezmo está ese partido, pero lo cierto es que es una práctica generalizada en todas las fuerzas políticas con registro. La pluralidad con que incurren en ella, priistas, perredistas y los etcéteras, no habla de la riqueza del régimen, sino de su miseria.

Absurdamente, Acción Nacional ha querido desvanecer el delito en que presuntamente incurren algunos de sus cuadros, asegurando que la denuncia no es producto del hartazgo social, sino de la disputa a su interior por la dirección del partido y, en ese marco, las corrientes panistas ya negociaron la cabeza del coordinador de los diputados albiazules, Luis Alberto Villarreal. La ocasión de retomar y desplegar aquella bandera, de marcar diferencia, la han perdido reconociéndose como cómplices de los suyos y los ajenos.

En concierto con ellos, priistas, perredistas y los demás han guardado silencio frente a la práctica del diezmo y el moche. No es muestra de respeto a un supuesto asunto interno de un partido, es muestra de complicidad en la práctica generalizada de un delito.

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Estos días, la corrupción se ha expuesto como el vicio que vulnera cualquier posibilidad de cambiar el régimen.

Vulnera el combate al crimen organizado por parte del Estado, convirtiéndolo en una disputa entre dos organizaciones por el monopolio de la extorsión. Vulnera la posibilidad de pensar en la apertura del sector energético, sin considerar el saqueo. Vulnera la credibilidad en la reforma educativa por la forma en que se "compran" voluntades del magisterio. Vulnera a la democracia porque, pese a la aparente diferencia, los partidos son iguales. Quizá, en esa complicidad entre partidos, en ese parecido entre políticos y criminales se explica por qué la Comisión Nacional Anticorrupción suena a leyenda.

Hay excepciones, desde luego, pero si no se actúa en serio y a fondo contra la corrupción, será imposible restablecer la frontera entre política y delito, así como reponer horizontes a la nación.

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