Hacer el balance del año no es sencillo, en la medida que los propósitos fijados al inicio del sexenio aún no trascienden esa condición.
En acuerdo o desacuerdo con esos propósitos, el marco jurídico propuesto para impulsarlos se sacó adelante. Falta la reglamentación, la instrumentación y la operación de ellos para examinar su probable resultado, pero el tramo recorrido es importante. Repone algo que, desde la alternancia en el Legislativo (1997) y en el Ejecutivo (2000) -la experiencia del gobierno dividido-, desapareció del horizonte: iniciativa, acción y operación política para alcanzar acuerdos y cristalizarlos a partir del parlamento.
Tres problemas, sin embargo, desmerecen -por decirlo suavemente- lo conseguido. Uno, la violencia criminal y la violencia social que, en su desbordamiento, amenazan la frágil estabilidad política y la delirante expectativa económica generada. Dos, la incontenible corrupción y el despilfarro donde la inacción exaspera y derrumba la esperanza. Tres, la ilusión de creer que, con lo hecho, los poderes fácticos han sido sometidos cuando todavía es quimera la fortaleza del Estado de derecho.
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Pese a los pronósticos y haciendo gala de un pragmatismo que revela costumbre en el poder, el gobierno dio muestra de destreza y habilidad para dejar la parálisis político-legislativa que se registró durante 15 años y elaboró el marco jurídico supuestamente imprescindible para activar su plan.
Eso es cierto, como también que una cosa es enmendar leyes y otra transformar realidades. Así y sin minusvalorar lo realizado, el año tuvo un carácter Legislativo, no Ejecutivo. Viene la prueba de ácido: pasar de la administración al gobierno. Perder el paso en esa hazaña o convertir la decisión de hacer cosas en la simulación de haberlas hecho no supondría repetir una rutina. No, por la delicada situación nacional, el descalabro sería muy superior a lo ya visto.
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La novedad del año fue el Pacto por México. Desde hacía años, no se veían sentados a una misma mesa al gobierno y los partidos con ánimo y disposición de suscribir acuerdos. El uno y los otros supieron hacer fortaleza de su debilidad, encararon el problema de sobrevivencia que los amenazaba y salvaron el peligro en que se encontraba el respectivo mandato recibido.
El gobierno y su partido requerían ampliar el margen de maniobra frente a los poderes fácticos que aun los atenazan, pero que, por lo pronto, ya no los asfixian. La dirección de Gustavo Madero necesitaba de la interlocución con el gobierno para resistir la embestida del calderonismo y asegurar su liderazgo. A la dirección de Jesús Zambrano le urgía atenuar y aprovechar el efecto de la salida del lopezobradorismo de las filas perredistas. A través del Pacto, las tres instancias salvaron su difícil circunstancia, dieron y recibieron lo que podían, entendieron el momento.
El Pacto ya es recuerdo. Hubo inteligencia y cierta bondad, pero no grandeza. Es difícil dilucidar si la urgencia por escapar al destino inmediato y manifiesto limitó su posibilidad mayor. Error de ese acuerdo fue precipitar y canjear la reforma electoral por la energética. Lo que haya sido el Pacto no da más de sí y, hoy, el gobierno y las oposiciones encaran un doble desafío: cuidar que el carácter cupular del Pacto no se traduzca en autoritarismo y recuperar, cada uno, su propia identidad sin destruir la obra iniciada en conjunto.
Nada sencillo de resolver es ese problema.
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Un mérito poco apreciado fue el de abandonar la idea, particularmente foxista y calderonista, de concebir la popularidad como un fin.
Se invirtió el poco o mucho capital político con que se contaba, en vez ahorrarlo o acumularlo como si la meta de la política fuera alcanzar la cúspide de la aceptación popular. La audacia de arriesgar el capital que, por lo pronto, se traduce en una caída de la popularidad del presidente Enrique Peña Nieto deberá, en principio, tener un rebote que lo recoloque en una mejor posición, clave en la elección intermedia.
El dividendo de la inversión exige una condición: gobernar las reformas a partir del propósito de recuperar la rectoría del Estado y asegurar que su efecto sea el de una mejora económica y un mayor bienestar. Si éstas se pervierten, la pérdida de popularidad derivaría, quizá, en la pérdida de gobernabilidad.
Ese es el reto del mandatario, pero también de las corrientes lideradas por Gustavo Madero y Jesús Zambrano en sus partidos. Si las reformas no llegan al puerto de destino anunciado, la descomposición podría enseñar los dientes de nuevo.
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A diferencia del calderonismo, el equipo de Enrique Peña Nieto evitó convertir una sola causa en la razón de ser del gobierno y cuidar que el mandatario no fincara en esa sola causa la probabilidad del éxito o el fracaso de su gestión.
El combate al crimen dejó de ser, por fortuna, el único frente de acción del gobierno y el presidente de la República recuperó su investidura, colgando el uniforme de inspector de policía. La nueva administración diversificó, quizá de más, su acción en varios frentes y cambió la percepción sobre el peso del crimen en la viabilidad del Estado. Cambió la percepción, no la realidad: criminalidad y violencia siguen siendo el talón de Aquiles de la gobernabilidad. Si no se acelera el paso en la combinación de la política social y la política de seguridad, el crimen cobrará derecho de piso al gobierno.
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Es prematuro concluir si, con lo ocurrido durante el año, el gobierno y los partidos aseguraron un mejor destino y repusieron el horizonte nacional. Es prematuro, pero hay un capítulo donde esas instancias expresaron, sin decirlo, una lamentable coincidencia sin fijar ningún matiz ni establecer la más minúscula diferencia: tolerancia y complicidad ante la corrupción y el despilfarro de los recursos públicos.
Al amparo de la impunidad política, corrupción y despilfarro pueden dinamitar la idea de avanzar en dirección a un estadio nacional superior.