Los crímenes no quedarán impunes, ese es el mensaje cifrado en acciones que el gobierno federal manda ahora en Michoacán. Pero si esa acción no se acompaña de otra, cuyo mensaje sería "tampoco se tolerará la negligencia y la corrupción política", el esfuerzo por restablecer el orden y la paz en esa y otras regiones del país será efímero.
Impunidad criminal y negligencia política integran la fórmula del deterioro social e institucional que tal daño ha causado a la República que incluso, ahí, donde se quisiera obviar tan penoso asunto -el Foro Mundial de Davos-, la falta de seguridad pública en México no escapa al interés de los inversores y observadores internacionales. Por eso, el discurso sobre las reformas estructurales no alcanzó el brillo que pretendía, lo opacó la violencia criminal y la descomposición social e institucional prevaleciente.
Si sólo ataca la impunidad criminal, pero el gobierno y los partidos insisten en tolerar la negligencia y la corrupción política, el país no va a salir del agujero.
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Si bien es innegable que el crimen consiguió enseñorearse en Michoacán, entre otras razones, por la base social que encontró al inicio de su actuación, no puede atribuirse tal fenómeno sólo a la habilidad, la inteligencia y la destreza de los capos del cártel de Los Caballeros Templarios, La Familia y Nueva Generación. Tal posibilidad encontró, sin duda, campo fértil en la negligencia de los gobiernos habidos en esa entidad que, al desamparar a la población y rendir la plaza, cavó su propia sepultura.
El problema estriba no sólo en lo hecho por el crimen, también en lo que dejaron de hacer o deshicieron los gobiernos y los partidos en esa y otras entidades de la República.
Insistir que la recomposición social e institucional de Michoacán demanda sólo aplicar de manera combinada la política social y la de seguridad conducirá a un alivio temporal y a un fracaso prolongado. La situación exige a los gobiernos, federal y estatales, así como a los partidos nacionales y estatales sancionar la negligencia y la corrupción política que contribuyen en mucho y de modo inexorable al desmadejamiento del tejido social e institucional.
Ningún partido está dispuesto a reconocer un hecho viejo y evidente: la violencia y el crimen avanzan cuando la política y el derecho retroceden, cuando -en complicidad- la clase política, dirigente de un país, encubre y tolera sus propias fechorías, pretendiendo ver el delito sólo en quienes carecen del carnet de membresía al club que esa clase integra.
Impresiona el afán por establecer una frontera entre la extorsión criminal y el moche político. No la hay. Es una y la misma cosa aunque, claro, el moche alcanza título de uso y costumbre en la élite política porque, es increíble, en esa materia, a los partidos no les interesa marcar diferencia entre ellos. En el rubro de corrupción y negligencia, panismo, perredismo y priismo se han igualado. Robar, desviar o condicionar recursos es una cuestión de turno o de modalidad establecida a partir de la posición de poder que los partidos ocupen, como también lo es desatender a la ciudadanía.
Quizá por eso los partidos no tienen una postura firme y decidida frente a la violencia y el crimen, se muerden la lengua al hablar del tema, en la medida que toleran la negligencia y la corrupción en sus filas o en las de enfrente. En su conjunto, entienden la política y a la ciudadanía como un instrumento de encumbramiento y enriquecimiento. Practican con la mano en la cintura o en el bolsillo un delito peor que el criminal, porque lo realizan supuestos servidores públicos o representantes populares, desde una posición de privilegio.
Desde esa perspectiva y con cierta dosis de dramatismo, son más honestos los criminales que los políticos. Suena impensable que, así como se lanza con bombo y platillo un operativo contra la extorsión y el secuestro, se lanzara un operativo contra el moche o el desvío de recursos públicos.
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En una democracia consolidada y en un Estado de derecho fuerte, el gobernador de Michoacán, Fausto Vallejo, y varios de los integrantes de su equipo tendrían que estar ya en sus casas si no es que un lugar más encerrado y la entidad -al menos, los municipios en crisis- sujeta a un régimen de excepción, ante la imposibilidad de ofrecer a los pobladores las garantías fundamentales.
Sin embargo, en virtud del juego de simulación y complicidad que practica el conjunto de los partidos, todos aceptan el nombramiento de un comisionado federal por encima de los poderes constitucionales del estado de Michoacán. Se hacen de la vista gorda porque, de otro modo, tendrían que asumir su propio fracaso y ver expuesta su propia negligencia y corrupción. Y, en esa materia, la solidaridad entre ellos es indisoluble.
En tal circunstancia, la tarea del comisionado Alfredo Castillo es de lo más compleja. Tiene por misión atacar la impunidad criminal sin exhibir la negligencia política que la favoreció, sin subrayar que muchos de los recursos públicos destinados a los aparatos de procuración e impartición de justicia de la entidad así como a los de seguridad pública pasaron a ser subsidios, casi directos, a la criminalidad en la medida que esos aparatos servían a los delincuentes y no a la ciudadanía.
El comisionado debe proceder contra los criminales sin credencial, pero no contra los políticos acreditados que cuando no formaron parte del negocio, lo toleraron.
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La situación en Michoacán exhibe, sí, el grado de desarrollo que alcanzó en esa entidad la criminalidad, pero también el grado de descomposición de la clase política que, en su degradación, arrastra y lastima profundamente a la ciudadanía.
Si los partidos en su conjunto y los gobiernos no ven el mensaje que Michoacán les está enviando, en el sentido de que la impunidad criminal es tan o más grave que la negligencia y la corrupción política, el nuevo lance no pasará de ser un ejercicio sin sentido.
Combatir al crimen desde la negligencia, la corrupción y la complicidad política es un moche frente a la ilusión.