La fidelidad es la capacidad de hacer durar el amor, de seguir amando a pesar de las dificultades. Es algo que cuesta, que exige lucha. Una lucha que se ve agravada por la mentalidad anti-fidelidad que nos rodea. Pues el progreso técnico nos ha llevado a convertir el “cambio” en una especie de ídolo: para ser buenas, las cosas tienen que estar cambiando siempre, ser “último modelo”. Esto nos hace considerarlo todo como provisorio, no durable. Y aplicamos los mismos criterios al amor. Por un lado, comenzamos a encontrar natural que –como todas las cosas- éste también se vaya desgastando. Y cada vez son más los que se preguntan: y si se ha desgastado, ¿por qué no vamos a poder reemplazarlo por otro “nuevo”, al igual que el auto o el televisor? Por otro lado, concientes de que el hombre mismo está en permanente cambio interior, muchos dudan de su propia capacidad para prometer un amor “para siempre”. Es lo que lleva a muchos jóvenes a temer al matrimonio. (Este tema seguro lo recordará, es de MOCEDADES “Si yo no fuera FIEL”, haga clic abajo, ¿usted que hizo o que haría, con una infidelidad?)
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Sin embargo, los esposos cristianos tenemos importantes motivos para creer en la fidelidad y para luchar por ella. Algunos de estos motivos son de tipo natural, humano. En primer lugar, que nuestro propio corazón nos dice que un amor sin fidelidad es simple mentira. Amar es darse entero, también con todo su tiempo. Solo un amor así puede saciar nuestro corazón. Por eso a ningún enamorado se le ocurriría prometer: “Tuyo por un año y medio”. Además, el amor conyugal es inseparable de la familia que de él nace. El sano crecimiento de los hijos y de la sociedad supone la estabilidad de los hogares. La importancia de todos estos valores que están en un juego –y que comprometen a muchas otras personas, más allá de la pareja- es lo que ha llevado a diversas legislaciones a prohibir el divorcio. Estos eran también los motivos que tenia Dios para haber querido “desde un principio” –aun antes de la venida de Cristo- que todo matrimonio humano fuese indisoluble. Pero para nosotros, el principal motivo para la fidelidad es nuestro compromiso sacramental: el hecho de haber prometido –los dos- reflejar en nuestro propio amor el amor de Cristo, el Dios que nos amó con un amor fiel hasta la muerte.
Cristo vino a revelarnos la fuerza del amor que Dios nos tiene. Dicha fuerza –que la Biblia llama “misericordia”- esta hecha de fidelidad y ternura. De una fidelidad y ternura tan potentes, que nada logrará nunca ser más fuerte que ellas: ni nuestros pecados, ni el dolor, ni la muerte. Nuestro amor humano tiende a debilitarse con los desengaños o traiciones. El amor de Dios, en cambio, es capaz de seguir amándonos a pesar de la fealdad del pecado (a Israel, Pueblo cargado de pecados, les decía lleno de cariño: “mi gusanito”, “mi oruguita”). Su amor es más fuerte que las ofensas. Como el del padre del hijo prodigo, está siempre esperando nuestro retorno, confiando en que volveremos. Más aun: Él toma siempre la iniciativa y viene desde el cielo, como el Buen Pastor, en busca de las ovejas perdidas. Y para salvarnos no se detiene ni ante el dolor ni la muerte. La fuerza de su amor, de su ternura y su fidelidad no tienen limites. El día de nuestro matrimonio, Él nos regaló –a los dos- esa fuerza: para que pudiéramos amarnos como Él nos amó. Si nos cuesta ser fieles, es porque no sabemos aprovecharla.
La fidelidad cristiana es una virtud activa pues hay quienes piensan que ser fiel es ser pasivo y resignado, que es simplemente “saber aguantar”. La fidelidad que nos enseño Cristo es, por el contrario, una virtud vigorosa y activa. Supone conservar el propio amor joven y fuerte, para ser capaces de reconquistar al otro siempre nuevo. La fidelidad no consiste tan solo en “no” cometer adulterio y en “no” divorciarse. Es una lucha diaria por robustecer y hacer más hermoso el propio amor. Lucha que se va librando a través de muchas pequeñas cosas, que capacitan para saber vencer también las grandes, cuando se presentan. La fidelidad ciertamente supone tener paciencia y comprensión con los defectos del otro, pero con la firme decisión de ayudar al otro a superarlos. Sabiendo esperar mientras dure ese proceso. Sabiendo escoger las ocasiones y el modo adecuado para corregir (de modo que el otro no se cierre y escuche). Sabiendo infundirle al otro confianza en que con la ayuda de Dios saldrá adelante (porque para Dios no hay nada imposible). Y, finalmente, sabiendo perdonar mientras llega ese momento de la victoria.
Perdonar no es signo de debilidad, sino todo lo contrario: significa que nuestro amor es tan fuerte como el de Dios. Dios nunca es más Dios que cuando perdona: porque amar a quien lo ha ofendido significa el máximo de generosidad. En la Cruz, Cristo perdona incluso a los que en ese mismo momento lo están crucificando. Por eso, al perdonar, nosotros estamos reflejando como nunca su amor y siendo fieles a nuestra promesa matrimonial. El amor a los “enemigos”, es decir a quienes nos ofenden, es la prueba de que somos verdaderos hijos del Padre Dios, como Jesús. Es también condición para poder rezar el “Padre Nuestro”. Perdonar es decidir seguir amando a pesar de la ofensa (aunque las heridas recibidas aun continúen doliendo). El perdón es el gran camino para reconquistar el amor del otro: porque compromete su gratitud. Por eso es el que siguió Cristo: el Dios fiel, que murió perdonándonos.
El amor y fecundidad de los esposos es amar, es darse al otro. Es entregarle la propia riqueza para hacer su vida más plena y fecunda, como lo hizo Cristo con su Iglesia. Mientras más generoso y fiel, mayor riqueza y fecundidad produce el amor. Una primera forma de ella es la fecundidad espiritual: esa nueva fuerza de vida que el amor de cada uno ha despertado en el corazón del otro, ayudándolo a crecer, a conquistar valores nuevos a hacerse mas persona y mejor cristiano.
La consecuencia y expresión más hermosa de esta fecundidad espiritual es la fecundidad física, representada por los hijos. Porque los esposo no pueden regalarse don mas noble que el hacerse el uno al otro padre y madre. La paternidad y la maternidad representan la plena maduración de la masculinidad y la feminidad. Son también una forma de asemejarse a Cristo, que convirtió a su Iglesia en Madre fecunda de incontables hijos. Cada hijo es un don, no una carga. Aporta una riqueza humana única al hogar. Plantea nuevos desafíos, que obligan a los padres a crecer (Escuelas para padres en muchas escuelas y colegios ya, este blog o la columna Familia Sirviendo a la Vida publicada todos los viernes en la sección de nosotros de “El Siglo de Torreón”). Al bautizarse, se convierte en una nueva presencia de Cristo en la casa. La paternidad debe ejercerse responsablemente, pero el criterio económico no es ni el primero ni el único para aceptar un nuevo hijo. La pegunta clave es: como reflejaremos mejor la riqueza del amor de Cristo.
La fecundidad de la familia cristiana es como un amor matrimonial que sea reflejo del amor de Dios, por lo tanto no puede reducir su fecundidad al mutuo enriquecimiento de los esposos y la riqueza de los hijos. El amor de Dios es como Sol que difunde su luz sin límites. Del mismo modo, la fecundidad de los esposos debe proyectarse mas allá del propio hogar, convertida en fecundidad de toda la familia. Esta, unida en torno al amor de Cristo, que los padres se esfuerzan por vivir y transmitir a sus hijos, debe convertirse en una “Iglesia en pequeño”: en una comunidad de fe, amor y oración, que genere alegría y deseos de comunicar esa riqueza a los demás. Participando de la vida de toda la Iglesia (a través de la parroquia, los colegios u otras organizaciones apostólicas, del movimiento de la Virgen de Schoenstatt) y compartiendo en común los dones del Señor, padres, hijos y hermanos deberían entusiasmarse y apoyarse mutuamente para desplegar el máximo de fecundidad apostólica, haciendo del propio hogar un lugar de envío de apóstoles de Cristo.
Pero el anuncio de Cristo exige ser respetado por obras de amor. Por eso el deseo de la familia cristiana de comunicar su riqueza de fe, necesita expresarse también en gestos de solidaridad humana: en hospitalidad, en relaciones de buena vecindad, en participación y colaboración en las distintas organizaciones sociales con las cuales sus miembros estén en contacto (juntas de vecinos, colegios, centros de madres, sindicatos, etc.) todo esto forma parte de la proyección o fecundidad social de la familia. Solo de familias que vivan e irradien entusiastamente la fecundidad del amor de Cristo, crecerá una Iglesia-Familia y una sociedad de verdad solidaria.
A la luz de este tema, e independientemente de la situación en que se encuentre usted, hagámonos la pregunta, Valdrá la pena ser FIEL????? Me encantaría conocer su comentario al final de este blog, mientras tanto disfrute este tema y reflexione sobre el gran potencial del amor matrimonial. (Por ti me casaré de Eros RAMAZZOTTI, haga clic aquí abajo).
http://www.youtube.com/watch?v=UEKwH9eYMxM
Si aun no lee el artículo “Ingredientes para una relación perfecta”, se la recomiendo en la dirección de abajo:
http://blogsiglo.com/archivo/212.ingredientes-para-una-relacion-perfecta.html
"Despertar...es" “QUIEN NO VIVE PARA SERVIR, NO SIRVE PARA VIVIR” German de la Cruz Carrizales Torreón, Coahuila. México MMIX
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