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Noventa minutos no me bastan

Eduardo Sepúlveda

(Crónica de un reportero)

Con un insólito empate a cero ante Islandia termina la etapa de “observación” de la Selección Mexicana. Etapa en la que se enfrentó a rivales (Bolivia, Nueva Zelanda, Corea del Norte, Islandia) de poco peso, mínimo, con una “Selección B”… o “C”. Sin importar los contrincantes y los defensores de los colores patrios, los estadios donde el Tri se presentó se llenan. Éxito en la taquilla. Éxito en la recaudación de dinero para la FMF.

Me tocó asistir al encuentro contra Corea en el Estadio Corona, porque soy de Torreón y aquí vivo. Dicen que ya tenía casi 25 años que la Selección no venía para acá, yo no recuerdo tanto. Como lagunero, mi primer estadio profesional de futbol fue el viejo Corona, aquel del cual no queda más que el recuerdo. Aquel en el que se escribieron tantas historias, algunas de las cuales fui testigo.

Dos semanas después del partido México Vs. Corea del Norte en el TSM, quiero compartir mi sentir con quien aguante leer tantas líneas de un hecho pasado, imborrable para los que estuvimos presentes.

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Diría que el 17 de marzo fue un día histórico para la Comarca, pero todos los días lo son, puesto que todos quedan para la historia. Mejor lo llamaré “memorable”. Desde el lunes 15 que arribó la Selección a La Laguna se sentía el ambiente tricolor. Acudí al aeropuerto de Torreón sólo para corroborar mis sospechas de que los elegidos por Javier Aguirre no llegarían por la entrada de los “mortales”, sino que dejarían con la ilusión a los aficionados que se dieron su vuelta “dioquis”. “¡Qué poca!” Nunca vienen y el día que lo hacen, se les esconden a los laguneros. Y eso que no venían los estelares. Vamos al hotel, uno reconocido. Ahí, los empleados del lugar se portan como si fueran a recibir al Papa. Llega el seleccionado entre los “flashazos” de los reporteros gráficos y el griterío de la “hinchada”. Pocos saludan, pocos se detienen a complacer a los fervientes seguidores.

A la rueda de prensa asisten Javier “Chicharito” Hernández, Miguel Sabah y Braulio Luna; poco tienen que decir. Las estrellas se van a cenar, para luego descansar.

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Al día siguiente paso por el hotel de camino a mi trabajo. Hay gente afuera, seguramente con la esperanza de ver de cerca a los que en esta ocasión visten “la verde”, que difícilmente serán los que vean por televisión el 11 de junio, cuando México inaugure el Mundial ante Sudáfrica. Mi jornada no me permite asistir al entrenamiento del Tri en el TSM; sólo veo fotos e imágenes por la tele. La afición lagunera sigue en los alrededores del Tri.

Llega el día, y aunque no me toca descanso, me las arreglo para no tener distractor alguno y disfrutar de la experiencia tricolor tan cerca como me sea posible. Llego al estadio pasadas las 18:00 horas. El juego está pactado para que dé inicio a las 21:00. Saco mi cámara y capto algunas imágenes desde la llegada. Desde los vendedores de souvenirs. Desde que las camisetas verdes empiezan el desfile hacia la nueva catedral del futbol lagunero. Ahí me topo con el hombre que me quiere pintar la cara de verde, blanco y rojo. Al que me quiere vender la playera pirata. Al que busca el sustento lejos de su tierra, aprovechando la pasión por el futbol. “Vengo de Cancún, amigo, persigo la papa”, me dice un comerciante.

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Los policías y tránsitos ese día decidieron no salir a trabajar, por lo que un número inusual de agentes estatales resguardan la seguridad en el estadio. Curiosamente, la llegada fue más ágil que de costumbre. Y ahí, con mi cámara colgando, busco el color entre los asistentes. Las pelucas, máscaras y ocurrencias del mexicano. Casi sin querer llego a la fila donde la prensa recoge su “pase de abordar”. Me formo. La fila no es corta. Veo en ella rostros nuevos, de todos tipos. La Laguna está en la mira internacional; esta noche será la casa de la Selección Mexicana.

Tras recibir mi gafete, no pierdo tiempo e ingresó al estadio. Tomó un par de fotos más y luego busco mi palco en la tribuna de los periodistas. Saludo a dos que tres conocidos y me instalo ahí, donde a plenitud gozo del escenario, donde veo como los colores se mezclan en la cancha y los sonidos se confunden en el aire.

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Aún traigo mi lente disponible, busco el momento de hacer “click” y robarme un momento irrepetible de la fecha. El partido está aburrido. El rival no ofrece mucho y el de casa da lo más que tiene, pero que no alcanza para prender a la tribuna. Termina el primer tiempo. El abucheo del respetable no espera mientras los jugadores buscan la salida. Tomo un respiro… que no había sido necesario.

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Para la segunda mitad, Cuauhtémoc Blanco regala una genialidad y levanta a la afición de sus asientos. El Tri se va arriba en el marcador ante la algarabía general. Pocos minutos más tarde, un tiro norcoreano se cuela entre las manos del guardameta azteca Guillermo Ochoa, quien tenía prohibido equivocarse en el Corona. Desde una tribuna, Oswaldo Sánchez, uno de los olvidados por el “Vasco” Aguirre, se ríe de la situación. Cuando la cámara lo toma, hace la “finta” que va a entrar al campo a relevar a su compañero que acaba de equivocarse. Los iniciales aplausos que recibió Ochoa se convierten en una voz: “Oswaldo, Oswaldo”. Ese, a final del día, será el distintivo del partido con los otros de 2010.

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Poco antes de que acabe el encuentro con un triunfo apurado, algunos compañeros y un servidor bajamos escaleras para ver si podemos recabar impresiones de los protagonistas. “Ahí vienen ya”, dice alguien. Unas rejas nos separan de los jugadores que habrán de pasar por ahí. Los periodistas están divididos en dos grupos. Son demasiados. A mi lado está John Sutcliffe, de ESPN. Para mi sorpresa, es un reportero más, buscando la papa como el amigo comerciante que viajó desde Cancún. El único privilegio del que goza es el reconocimiento que le dan los propios jugadores. Pasa Memo Ochoa, el antihéroe de la noche, y no se detiene. Le siguen “Chicharito” Hernández, Braulio Luna y Jonnhy Magallón. Hacen escala con mi compañero de un lado y yo aprovecho para tomar unas cuantas postales. Lo que dicen no es tan importante. “Chicharito” muestra ganas; Luna, madurez y de Magallón… no lo recuerdo.

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El resto del equipo aprovechó y ya está en los vestidores. Ahora vamos a ver qué dicen los técnicos. Instalados en el auditorio del TSM, entra primero el visitante (con sus respectivos traductores). Jong-hun Kim asegura que sacó provecho el encuentro. Tras él, aparece la figura de Javier Aguirre. Se le nota cansado, como que ya sabe que va a lidiar con preguntas incómodas, repetitivas y hasta tontas.

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Palabras más, palabras menos, lo que el “Vasco” dice es que él va a llamar a quien se le venga en gana. Está en su derecho, sobre él van a recaer las cuentas y reclamos al final. “Las listas nunca les van a dar gusto a todos”, deja claro. Y no le importa en qué posición de la tabla esté el equipo de los jugadores que llama. Así puede ser el campeón, el segundo, quinto, catorce o el que descienda; él llama a los jugadores que cree le van a ayudar. Lógico. Agrega que no tiene porqué dar explicaciones a los jugadores que no llama, “son más de 500”.

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El “Vasco” parece harto. La diplomacia se agota. Por más que los comunicadores locales le matizan las preguntas para que el entrenador no se sienta atacado. Acaba la rueda de prensa y los compañeros tienen ganan de más. Volvemos a donde estábamos. Esperando que más jugadores compartan su experiencia ante Corea del Norte en el majestuoso Territorio Guerrero.

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El camión oficial del Tri ya los espera. Salen de los vestidores y de nueva cuenta la atención se va con Ochoa. Ya más tranquilo, el arquero accede a contestar. El equivocarse es de humanos y siente que puede superarlo, “es parte del juego”. Las cámaras de video lo acosan; ya los únicos flashazos que se ven son los que salen de mi cámara. Johnatan dos Santos se ve tranquilo, mientras el camión se sigue poblando de jugadores verdes. A su alrededor hay aficionados que buscan el último recuerdo de la visita azteca. En su mayoría mujeres. Una vez lleno, el camión se va entre el resguardo de policías estatales y agentes de seguridad privada. Un camarógrafo de una cadena internacional le presume a su reportero que tienen entrevistas de todos y “de frente”. Misión cumplida.

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Afuera, la fiesta sigue. Aún hay aficionados con cerveza en mano. Desde el bar que está al interior del estadio se alcanza a oír la música. Alejandro Irarragorri luce como cuando alguien acaba de ser anfitrión de una fiesta cuya preparación le provocó mucho estrés. Quiere relajarse. Algunos santistas se toman la foto del recuerdo con el presidente del Santos, incluso con Decio de María, secretario general de la FMF. “Alejandro, ¿me regalas dos minutos?”, le pregunto. “Claro que sí, déjame nada más me despido de mi familia”, contesta. Los sube a una camioneta blanca, impecable. En eso irrumpe la figura de Inés Sainz, que por más que trata de pasar desapercibida, no lo consigue. Sale escoltada por un hombre. Tras ellos corren aficionados en busca de la foto. Tras ellos se van mis ojos también. Cuando regreso a la realidad, el mandamás santista ha desaparecido.

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Camino a la salida. La velada fue un éxito. Afuera de la Parroquia de Todos los Santos están los estatales reunidos. Aún hay vendedores. Los taxis esperan clientes. La fecha queda grabada en la historia del Santos, del Corona y de La Laguna.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me despido, Chao!

mexico

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