En nuestro país la industria cinematográfica es presa de políticas, convenios e intereses y, aunque la variedad de opción existe, lo cierto es que aquellas empresas encargadas de la distribución y exhibición de películas compiten de manera relativa. Su oferta similar en cartelera hace pensar que la diferencia entre una y otra empresa no varía más que nimiedades, como los diferentes colores de sus logotipos, el sabor de sus palomitas de maíz o el precio de sus boletos de entrada (cuya variación no es tan significativa como para llamar la atención del público de manera contundente).
En algunos países las variadas salas de cine representan una diferencia en cartelera, tal y como fue alguna vez en México; los dueños exhiben lo que desean, motivados, entre otras cosas, por promover este arte. Así, por ejemplo, existen cines cuya programación incluye ciclos de proyecciones de películas antiguas, ciclos temáticos divididos por género o por autor, proyección de películas independientes o de cine de arte, funciones especiales de media noche y festivales. Dicha modalidad es ensayada alrededor del país por los llamados cine-clubs, espacios reducidos, de poca proyección y con acceso a públicos muy específicos.
Esa diversidad en cartelera demuestra de alguna manera el interés por dar oportunidad a realizadores y espectadores por igual. ¿Cómo dar acceso a una película si no existiese ese dueño propietario de un proyector y una pantalla, cuya función sea ser el medio-mediador en este intercambio cultural.
Afortunadamente los cine-clubs y pequeñas salas cinematográficas se las ingenian para incluir dentro de su programación películas de menor presupuesto (entiéndase simplemente películas menos comerciales). De igual manera universidades, centros culturales y festivales de cine se han preocupado por difundir un cine más extenso y de mayor variedad.
Así pues, ¿dónde queda el papel de las empresas comerciales de cine respecto a la difusión y apertura de espacios hacia todo tipo de cultura y producción cinematográfica? De alguna manera el consumidor es el encargado de exigir diversidad, ya que, si cada dueño es responsable de su empresa, toda persona pone de su parte para el consumo de estos productos (estrictamente hablando de las películas).
Si bien es cierto que los cines y su oferta van ligados al modelo y estrategia de mercado, así como a la capacidad de distribución de los mismos productores de las películas, también es importante recalcar que el acuerdo es viable entre productoras-distribuidoras y exhibidores; sin embargo, son las mismas empresas las que toman la decisión final al tener el rollo de cine en mano. Basta recordar que la permanencia de una película en cartelera está directamente relacionada con la cantidad de asistentes al cine que se acumule en las funciones del fin de semana de estreno y, desde luego, su impacto en taquilla. Es decir, si la ganancia en ventas de boletos es mínima, la película es removida de la marquesina. Los directivos de salas de cine, con su lógica capitalista, simplemente responden: ¿por qué y para qué proyectar una película cuya asistencia es baja? La calidad artística y su función social de recreación y esparcimiento, o su contribución como arte para mejorar la condición humana, simplemente parece no importar.
Se crea entonces un ciclo en cadena en el cual una pieza mueve toda la estructura y toda la estructura se tambalea ante el más mínimo movimiento. Mientras exista la apertura de espacios y la inquietud de las personas por ver el cine, existirá una respuesta y una solución a sus demandas; pero si no se busca cambiar el modo operativo y viciado de los monopolios de cine, no se podrá hablar de una cultura cinematográfica ni de una oferta ética y responsable para la sociedad.
El reto consiste entonces en crear y cultivar un público culto, exigente, abierto a las diversas corrientes y géneros cinematográficos. Se trata de hacer del cine un verdadero arte, el cual, con apoyo en las demás artes clásicas: literatura, teatro, danza, música, pintura y escultura, sirva como medio de comunicación humana, como expresión de la riqueza cultural, como fuente del filosofar, como instancia del ocio creativo y como recurso para construir un mundo mas solidario, dejando de lado, por lo menos como criterio único de decisión, la lógica de la acumulación de capital.