Hace casi trece años pero parece que fue ayer cuando en una madrugada del año 2000 Televisa hacía una cobertura errante de los Olímpicos de Sidney, vacilando entre tenis de mesa y preliminares de gimnasia, su servidor afecto al insomnio desde hace bastante tiempo, estaba considerando apagar la TV e intentar dormir cuando de pronto la transmisión se fue a la arena donde se llevaba a cabo el levantamiento de pesas femenil para los 58 kilogramos, se decía que una mexicana de nombre Soraya Jiménez estaba con posibilidades de colgarse una medalla. Pepe Segarra tomó las riendas del relato y trataba con su mejor esfuerzo de explicarnos las chances de Soraya, términos como Envión y algunos otros empezaban a tomar sentido.
Apenas trataba de entender lo que estaba pasando cuando la mejor levantadora del mundo la norcoreana Ri Song Hui cometió un foul que la dejaba sin poder intentar levantar su máximo, lo que dejaba a la mexicana con la posibilidad de hacerse del oro levantando un peso que ya había logrado levantar en competencias recientes. Y así fue, Soraya lo logró, de la nada y por ahí de las 3:30 de la madrugada todo México despertó, por fin una mujer había conquistado el máximo logro olímpico, hasta nuestro presidente se despertó para el tradicional enlace telefónico.
Con eso me quedo yo de Soraya Jiménez, su cara inocente cantando el himno nacional en lo más alto del podio, sus brincos cuando la chicharra le avisó que su intento era bueno y tenía el oro, el abrazo tan sincero en el que se fundieron ella y su entrenador búlgaro. Hoy ella ya no está, imposible medir que tan culpable fue esa medalla dorada de sus desgracias, sólo su entorno sabrá qué pasó realmente con ella. Descanse en paz.
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