“La cara curtida del hombre miraba el horizonte cubierto de la soledad perene del desierto. Se inclinó a recoger un puño de tierra, su tierra y la dejo escapar entre sus dedos. Su parcela se negaba a dar el fruto pactado al principio de la temporada. Las nubes lejanas se negaban a llegar al rancho. Sintió a la nostalgia golpearlo en las tripas huecas, sintió el cobijó de la desesperación.
Una manita le rozó su puño cerrado, era su primogénito, un pequeño de cinco años que contemplaba al papá con sus ojitos traviesos, le mostraba sus bracitos llenos de pastura que había arrancado de los cerros pelones para las vacas famélicas del rancho, mientras cuidaba el rebaño de chivas que pertenecía a la familia. Al ver el padre esa expresión en el rostro de su niño, notó que lo cubría la tierra del monte. Su primer impulso fue de abrazarle, pero se detuvo, y acarició esa cabecilla llena de sueños. Quiso dibujar en ese paisaje un mejor porvenir para el pequeño.
El atardecer ya pintaba el cielo, cuando las dos figuras cansadas se dirigieron a una casita que anunciaba un fuego cálido.”
Este fragmento, podría ser el comienzo de una novela, podría ser el fragmento de nuestro México. Y está es una realidad, pero es mi realidad, ya que esas dos figuras que reflejan a nuestro México, es mi abuelo y mi padre.
Y lo que quisiera escribir en este blog es sobre la relación entrañable de ellos dos y como ha sido uno de los más gratos ejemplos de mi educación.
La historia del abuelo, la historia de mi padre, mi historia empieza en un pueblo llamado “San Pedro del Gallo”, que se encuentra a unos kilómetros de Mapimí. Allá donde los cerros no se acaban, las cordilleras pintan cada rincón del horizonte, donde al subir a las lomas puedes escuchar al viento. Los mezquites son el paisaje eterno. Ahí nació mi abuelo cuando se acabó la revolución mexicana en 1917, y mi papá al final de la segunda guerra mundial en 1945.
Los dos están formados de una madera extraña, esa que ya no existe, que los hace alegres, cálidos, sabios y sobre todo trabajadores de sol a sol. Quisiera pensar que una gotita de esa resina me ha tocado a mí.
Desde mis primeros años oía hablar a mí papá de lo orgulloso que estaba de mí abuelito, de esas manos callosas que se partieron trabajando la tierra, tratando de sacarle la espiga para darle de comer a sus hijos. Tenía tres trabajos: el de su parcela, el de la mina, y velador de la misma mina. Me lo imagino en las noches de vela en la mina, velaba pensando en el porvenir, ordenando sus ideas para darles el mejor futuro a sus hijos.
Mi papá desde los cinco años se hizo cargo del rebaño de chivas que pertenecía a la familia. Los llevaba al cerro a pastar. Con ese paisaje a sus pies soñaba con poder trabajar, ser alguien que le permitiera ayudar a sus padres. Para ganarse un dinero extra trabajaba como mandadero en el pueblo.
El tiempo se comió al futuro. Cuando mi papá cumplía los quince años con sólo la mitad de la primaria terminada, para ese momento ya eran ocho hermanos.
Los sueños de mi abuelo se desvanecían, después de todo, los sueños son de humo. Con mi abuela planeó separarse del terruño, donde había nacido su sangre durante varias generaciones. En el destino incierto subió a sus hijos y su señora. El rumbo, Lerdo Durango.
La ciudad lo recibió como recibe a todos, con un duro comienzo, pero para mi abuelo y mi papá ningún trabajo era difícil entre los dos tuvieron que trabajar de: cargadores, vendedor de frutas, velador, vigilante, mandadero, comerciante, etcétera.
Si les avisaban que había un tráiler que tenía que ser descargado, los dos se arremangaban. Mi abuelo se lo pasaba a mi papá y sobre puro hombro terminaban el trabajo. Se recibía la paga de todos los trabajos y se pagaba la renta, luz, agua, ropa, zapatos y escuelas para los hermanos.
Cuando mi papá reservaba unos centavos, era para ahorrar para poner un negocio de pollos. Esos ahorros se irían para curar al hermano menor de las garras de la polio.
Como todos los hijos, mi papá quería que su padre se sintiera orgulloso de él, y le prometió que le entregaría un título. En cinco años terminó la primaria, secundaria y preparatoria. Todos estos nocturnos porque su prioridad era trabajar para ayudar a mi abuelito. Se tuvo que ir becado a ciudad Juárez, y debido a una huelga, su beca quedó bloqueada. Solo y hambriento le aviso a mi abuelo, que como siempre se arremango y con la ayuda incondicional de mis tíos, que retribuían el apoyo de su hermano, se tuvieron que apretar el cinturón.
El primer título llegó a la familia, con tinta fresca decía: Ingeniero Agrónomo. Llegó con gran algarabía y alivio de mi abuelo que veía por fin sus esperanzas realizadas en ese primer título, con todo su esfuerzo les dio estudio a cada uno de sus hijos y pudo recordar la promesa que se hizo, frente a ese campo reseco.
Papá ya casado se fue hacer la maestría a Texcoco, y rechazó un buen trabajo por regresar a su tierra para estar con su familia, sus padres. A la larga nos mudamos a un lado de ellos pensando él en velar por ellos. Durante los trece años que viví en esa casa, vi como mi padre había cumplido el sueño que tuvo sobre una loma cuidando a unas chivas, el sueño de ser alguien para poder cuidar a sus padres, por eso las dos casas se volvieron una sola.
Mi padre y mi abuelito, no solo son eso, son amigos, y cómplices, su relación se hizo inquebrantable cosechada en el polvo de su tierra, se han apoyado siempre sobre tempestad y calma.
Y que les puedo decir estoy muy orgullosa de ellos. ¿Ustedes no lo estarían? ¿Por qué les cuento todo esto? Porque mi papá y toda la familia tenemos la bendición de que Jesús Astorga cumpla la edad de 99 años. ¡Feliz cumpleaños abuelito, te amo! Solo nos falta un año para los 100. No, nos falles porque ya vendimos los boletos :D
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