"Adherida a tu velocidad, como la hoja a la rueda, lancé tímidas fechas a tus paisajes soberbios. Y solo pequeños rincones de formas recogió mi corazón adormecido."
Alfonsina Storni
Me gusta el camino, este trabajo, he andado por muchos lados en mi querido México, pero éste tramo, el que me lleva de Creel a Basaseachic, en la sierra Chihuahuense, es sin duda mi favorito, lo conozco casi tan bien como el cuerpo de mi mujer, cada curva, cada cicatriz, cada hondonada, cada suspiro, el aroma de leña que despide el cuerpo, el olor a pino que me embriaga, el suave aliento, el viento frio que toca mi rostro, que lo envuelve. Puedo predecir lo que viene kilómetro a kilómetro, esto me permite deambular por mis recuerdos, mientras avanzo confiado en una intuición que nunca podrá desarrollar la tecnología, pienso, siento, sueño, luego existo, en algún lado lo habré leído. La bajada es pronunciada, metes el clutch, bajas una velocidad, lo sacas de nuevo, frenas con motor.
Estuve muchos años solo, si algo bueno tiene la soledad es que tienes tiempo para hablar contigo mismo, cuando te das cuenta que es ridículo mentirte para sentirte mejor, sacas de lo más profundo de tu ser la honestidad que se requiere para reconocer las mentiras que han arruinado tu vida y la de otros, tu egoísmo, tu egocentrismo, el ADN que te ha tocado desarrollar y perfeccionar hasta volverte lo que eres. Años después, cuando pierdes la noción de la importancia de la compañía, y te crees a salvo, te das cuenta, con un beso, así nada más, que la soledad es como el apetito, no la percibes hasta que comienzas a comer y te das cuenta que estás hambriento. Rebasas aprovechando una incipiente recta y la curva derecha con el cerro a la izquierda, buena visión.
El día que naciste, no fue el aquel cuando te parió esa mujer tarahumara que bajaba al pueblo de vez en vez, tampoco fue cuando a los tres días te abandonó a la puerta de una casucha, el día que naciste fue cuando a los 8, en tu primer año de escuela, la maestra te mostró tu acta de nacimiento y te contó que los apellidos que venían en el papel no coincidían con los de tus padres, corriste todo el camino hasta llegar a casa jadeando, al contarle a tu madre lo que había pasado, te diste cuenta que era verdad, no era tu madre, sentiste como se abría un pozo y te tragaba completito, esa noche, te fuiste del pueblo. Curva izquierda, tus favoritas, al principio frenas un poco y ya dentro de ella oprimes el acelerador, sientes como las ruedas se aferran al asfalto evitando que la fuerza de la curva te saque del camino.
Tengo los pómulos salientes, nariz y boca mediana, labios gruesos, moreno, la marca de mi estirpe me acompaña, “el indio” me han llamado siempre, desde niño, la “koyera” de mi linaje no cubre mi cabeza, la cargo en el alma abandonada; recuerdo cuando, en un Norirúachi, al pie de la hoguera primero y danzando hasta el amanecer después, aprendí que todo hombre es un viejo reflejo de Dios, todos podemos aún contemplar la imagen de esa fuerza de lo infinito que en un día nos lanzó en un alma y a esa alma en un cuerpo; y es a la imagen de esta fuerza donde el peyote nos ha conducido porque ciguri nos llama hacia él. “Neká we a wali nili, ligé ne alawala tabilé yeriga ajtí” [Siento la fuerza en mi cuerpo y la libertad en mi espíritu]. Oprimo el acelerador a fondo.
El frío en la sierra llega a doler, recuerdo esa nevada inesperada, nos agarró a mi grupo y a mí en Divisadero, cuando trabajaba de chofer de turistas, a la gente le gusta visitar las barrancas, a mí también, hay trabajo, de regreso los autos no podían pasar por la nieve, la familia del niño asmático estaba nerviosa, habían olvidado la medicina, ningún auto se animaba en el camino, ni yo, hasta que el padre del niño me dijo que si no regresábamos su hijo se pondría muy mal, le saqué la mitad del aire a las llantas y me aventé de reversa una subida de dos kilómetros, evitando las coleadas, llegamos, no tengo hijos, no sé lo que es ser padre, pero se lo que es salvar una vida, al menos eso me gusta pensar, otra bajada, curva derecha, el camión y tu son como uno solo, se comparten, se pertenecen, la transmisión, el motor, las ruedas, todo el producto de la ingeniería del siglo pasado, es como una extensión de tus brazos y piernas, amas esa sensación, la coexistencia hombre-máquina, disfrutas los caminos, no importa el destino, solo el viaje.
Viene la bajada, frenas y el pedal se va más allá de lo esperado, sabes lo que significa, has perdido líquido, te ha pasado otras veces, las 12 toneladas que transportas te empujan respetando las leyes de la física, con el pie bombeando el freno hasta el fondo comienzas a morder el borde del camino, rompes las salientes de roca y algunas ramas, esperas que alguna llanta se ponche para que ayude a detenerte, vas dando tumbos dejando una estela de piedrillas, la aguja te dice que vas más rápido, la maniobra no ha servido, a 100 metros viene una familia de curvas y desde la altura alcanzas a observar a tres vehículos que vienen con ellas, tres familias al menos, no hay tiempo ni espacio, decides acostar al camión, cuanto antes mejor repites para convencerte, la duda se alimenta por el instinto, revisas tu cinturón, está firme, cierras los ojos y giras el volante hacia la izquierda con todas tus fuerzas.
Neká we a wali nili, ligé ne alawala tabilé yeriga ajtí.