La imaginación es creación; es representación de ideales, pero basados en una realidad y en la curiosidad por conocer esa realidad. Es importante porque ayuda a desarrollar las capacidades de aprendizaje, socialización y la resolución de problemas, en corto, a crecer. Creer en algo es tener ideales, creencias que se defienden y se promueven, porque son los lineamientos bajo los que se vive, en acciones y a partir de valores. Imaginar y creer en algo es parte de la identidad de una persona y, en la etapa de la niñez, son las pautas que forman al individuo y que le ayudan a su crecimiento, a su desarrollo humano.
En La Princesita (EUA, 1995), Sara, la protagonista, cree en la imaginación, porque a partir de ella se permite vivir, crecer, experimentar y entender; la magia se convierte en su capacidad para soñar, para crear, para creer que todo es posible y, por tanto, pelear por ello.
La película está dirigida por Alfonso Cuarón y escrita por Mary Claire Helldorfer, Elizabeth Margaret Chandler y Richard LaGravenese, quienes inspiran su guión en la novela homónima de Frances Hodgson Burnett. El proyecto estuvo nominado a dos premios Oscar: mejor fotografía y mejor dirección artística; es protagonizado por Liesel Matthews, Eleanor Bron, Liam Cunningham, Vanessa Lee Chester, Rusty Schwimmer, Arthur Malet y Errol Sitahal, entre otros.
La historia narra la vida de Sara una vez que se muda de la India a Londres, luego de que su padre decide ir a pelear durante la Primera Guerra Mundial. Ella llega a un colegio para señoritas, un internado dirigido por la Señorita Minchin. A raíz de la fortuna económica del padre de Sara, el trato que se le da en la escuela es especial y se le permiten todos los lujos posibles. Sara, a pesar de ello, no muestra una actitud recelosa y mimada, al contrario, es amable y solidaria con el resto de sus compañeras, y en general con cualquiera que le rodee. Esta sensibilidad se convierte en su fortaleza, lo mismo que la imaginación, porque es su forma de creer en un mundo mejor, a pesar de los obstáculos.
Sara, que había estado viviendo rodeada de libertad de espíritu, ve limitada esa capacidad una vez que llega al instituto, en donde su habilidad para la creación de historias y la diversión, único contexto que hasta entonces había conocido, es reprobada. En el colegio se opta por la disciplina y la inflexibilidad extrema, lo que ha llevado a las alumnas a un sentimiento de aislamiento y, al parecer, compromiso excesivo. Según ellas mismas lo expresan, o se sienten solas o se sienten obligadas a responder con excelencia de conocimiento, dejando en segundo plano juego y recreación, magia e imaginación, que por derecho les corresponde.
El cambio para Sara se convierte no en una prueba, sino en una oportunidad. “Puedes ser lo que tú quieras, mientras lo creas”, le dice su padre después de que ella le pregunta si realmente es una princesa. “Todas las mujeres somos princesas. Es nuestro derecho”, le habían dicho a Sara. La lección de fondo habla de que cada persona es especial a su propia manera. El ser princesa no se refiere a pertenecer a una realeza o un mundo de elite exclusivo, es, simplemente, simbólicamente, celebrarse ser único e importante, tan especiales, como princesas, como se quiera.
En el nuevo colegio, Sara comparte y promueve este ideal, el del apoyo y la solidaridad, el de la cortesía y la convivencia, tratando con respeto a los demás, y como iguales, porque para ella el mundo y la gente no se divide por raza o posición socioeconómica; sus amigas son también princesas, y las protagonistas de sus propias historias, y eso se festeja entre ellas.
Toda persona puede soñar, porque soñar es tener metas, expectativas, esperanzas y deseos, tanto de cambio como de crecimiento. Cada experiencia, buena o mala, está ahí, según lo mira Sara, para enseñar y compartir algo.
La Señorita Minchin, al enterarse de que el padre de Sara podría haber muerto, deja de ver a la niña como una ventaja, una especie de inversión; entonces decide que trabaje como sirvienta en la casa, para sacar un provecho de ella, de su trabajo. También les dice a las demás niñas que dejen de tratar a Sara como una similar, porque ahora se encuentra en otra esfera social, pero ellas no aceptan esta distinción, porque su empatía, su amistad o su trato no cambia, para ellas Sara no es una sirvienta, una empleada o una cara más dentro de la escuela, sino una amiga, una persona con la que se crece y con quien se convive, que igual comparte sueños y frustraciones, como cualquiera otra de ellas.
La directora, sin embargo, se guía bajo un modelo de producción y productividad; no dejar a Sara en la calle no es un acto de misericordia o de apoyo, es una forma de sacar ventaja de la presencia de la niña, obligándola a realizar labores de trabajo, limpiando o cocinando, por ejemplo. Su forma de ver la vida está basada en un sistema de explotación, similar al que vive en su contexto, pero porque se desarrolla en un ambiente de dureza, ella misma también actúa de esa manera. Sara es todo lo contrario, porque creció en otro ambiente, con otros valores y con otra dinámica de convivencia, tal vez más abiertos en cuanto a equidad y solidaridad, respeto y afectividad.
El actuar de Sara se basa en la creencia de que, hasta en las peores condiciones, siempre hay algo positivo que sacar de ello. Que el mundo esté en guerra, que no tenga dinero o que trabaje como empleada es sólo el contexto de su realidad, pero en el fondo, no porque el mundo exterior la presione ella dejará de ser quien es en el interior, no por ello dejará de imaginar, de creer o de soñar. La realidad de su situación no significa que no pueda crear historias de fantasía, por el contrario, esa magia, metafórica, es la fuerza interna que le ayuda a sobrevivir, a crecer. La creatividad se convierte en una capacidad de innovación, la búsqueda de alternativas, sobre todo en los momentos de angustia o desolación, como cuando, por ejemplo, le dicen que no tiene familiares con quienes ir, o cuando la acusan, falsa e injustamente, de robar.
Las historias que Sara cuenta, y que crea en su imaginación, son significativas porque son esperanza, un escape de libertad y un momento de independencia. Vivir a través de estas narraciones es imaginarlas y, en ello, descubrir el mundo y sus posibilidades; es encontrar nuevas aventuras y soluciones a los problemas, es relacionarse y pensar, es alcanzar lo que parece inalcanzable.
Contar estos relatos es lo que abre paso a que las niñas del instituto, y hasta el resto de los personajes, se permitan también arriesgarse, jugando y decidiendo, en pocas palabras, viviendo. La clave es la actitud. Cuando Sara repite que todas las mujeres son princesas, ella habla de ser y sentirse especiales, en su individualidad. El problema es que, a veces, esta capacidad de creer en lo imposible, de imaginar y de creerse, simbólicamente, princesas, se disipa o se olvida. No se trata de, al crecer, pensar que la madurez relega aquella libertad de ingenio e iniciativa, no es sustituirlo, sino recordarlo, en actitud.
Una princesa no es una persona dependiente, el contrario, es una persona independiente. Sara, por ejemplo, no se sienta a que le hagan las cosas, sino que ayuda a sus semejantes a lograr cosas, a salir adelante y a creer en ese poder de cambio, dando un pan a una familia hambrienta o enseñando las lecciones de clase a sus compañeras que batallan con entenderlas. En esencia, no es inventarse aplausos y halagos, algo que muchos adultos hacen en el mundo actual, sino entender que la celebración ya se vive en el mismo acto de ayudar.
Imaginar y creer es compartir, no presumir de ello. Toda persona es especial, pero no se trata de esperar un anuncio, sino de actuar en consecuencia.
Ficha técnica: A little princess - La Princesita