Un abogado trabaja para defender a sus clientes, sin importar si se trata de inocentes o culpables; en el proceso, ocupando toda la información que recibe y luchando por la libertad de un individuo, merezca o no un castigo, la persona entra, de alguna forma, en un conflicto personal de consciencia ética y moral, personal y profesional. No importa qué piense el abogado, sino qué resultados traiga al caso. Al final, la meta es ganar, no hacer justicia. Así funciona el sistema, más allá de consideraciones éticas, el profesional de la ley enajenado por una obsesión al parecer en primera impresión justa: obtener la libertad del acusado. Para eso le pagan y hacia eso se orienta su afán.
Martin Vail, el protagonista de La raíz del miedo (EUA, 1996) es un ambicioso, ególatra y confiado abogado que trabaja con un único propósito en la mira, ganar casos para sí mismo y por el éxito, respeto y fama que esto traiga para su persona, en el poder vanagloriarse de sus aptitudes y sus logros. En ello, y para ello, hace acuerdos, trabaja para criminales y persigue los casos polémicos que lo pondrán en la mira mediática. Es así como decide ser el defensor de un joven acólito, Aaron Stampler, acusado de asesinar a un arzobispo.
El gobierno designa la fiscalía a una abogada cuya misión será conseguir un fuerte castigo para el muchacho, basando su acusación y argumento en el lado polémico y emocional del caso: la violencia con que el asesinato fue realizado, el impacto que se pueda despertar entre la población por ser una figura pública, un clérigo, muerto en un acto de crueldad, en un atentado asumido no sólo contra la persona, sino en contra de lo que representa, su investidura religiosa, su autoridad moral, su preminencia como figura reconocida con alta estima social. La conclusión parece fácil: el acusado es culpable y la sociedad exige su condena. El argumento se sostiene en los hechos como impacto, en la evidencia cruda y los indicios que las pistas sugieren: Aaron es arrestando huyendo del lugar donde sucedió el asesinato, mientras sus huellas se han encontrado tanto en el cuerpo de la víctima como en el arma utilizada para apuñalar al arzobispo.
Para Vail, abogado defensor, la aproximación al caso debe hacerse desde un punto de vista opuesto, en donde el acusado sea percibido como otra víctima más, difamado injustamente e ‘inocente hasta comprobarse lo contrario’, como dicta el sistema judicial de Estados Unidos, en donde se desenvuelve la historia.
“Sólo existe una versión. La mía”, señala el abogado defensor, quien inicialmente decide escudar a su cliente bajo el argumento de ‘duda razonable’, poniendo en entredicho la veracidad de la evidencia y abriendo la posibilidad a que los hechos, tal como se exponen por la fiscalía, representan algo más que lo que los demandantes alegan en su contra.
Su estrategia, más que la manipulación de los hechos, es la manipulación de la percepción; la duda razonable es un juego de apariencias, en donde influye incluso el cómo el acusado es percibido, su aspecto físico, su forma de hablar, dirigirse, vestirse y hasta comportarse.
Para hacerlo, Vail no sólo se hace de una actitud dicharachera, amigable, amena y abierta durante el juicio y frente al jurado, a fin de lograr una empatía con ellos y, por relación extensiva, hacia su cliente, sino que aprovecha la misma actitud aparentemente sumisa y callada de Aaron para alimentar su alegato.
El chico en realidad también es pieza clave en ese juego de dobles caras, un tema recurrente durante la película, en el entendido de que lo que es y lo que parece ser son dos cosas completamente diferentes. Aaron es culpable, pero Vail hace que parezca que no lo es. El chico por su parte actúa como una persona introvertida, pero se descubre que esto es también una actuación, una apariencia, un juego propio en donde él es el titiritero y Vail es su marioneta.
Así es como el joven utiliza las percepciones a su favor, sabiendo que el interés publicitario de Vail lo pondrá en su camino y trabajará para defenderlo de forma gratuita, pero, al mismo tiempo, utilizando esta falsa idea, que él mismo construyó, a su favor, actuando deliberadamente como alguien que no es. Se trata, de nueva cuenta, no de quién sea él o si ha cometido un crimen, sino de quién podría llegar a ser, de cómo es percibido por los demás y cómo esto le ayudaría a salir libre de los cargos, si se decide actuar en el opuesto de lo que realmente es como persona.
El asesinato, como crimen de venganza, está en esa misma línea de contradicciones y yuxtaposiciones con caretas hacia la realidad. El arzobispo, un personaje asociado con valores como la bondad, la solidaridad y la castidad, es en realidad todo lo contrario, un hombre que graba a los chicos a su cargo en la iglesia teniendo relaciones sexuales. La falsedad y la imagen identifican una moral corrupta, obsesiva con el sexo, muy lejos de la precepción social que tiene la comunidad de su guía espiritual.
Vail habla de la ‘ilusión de la realidad’ con relación a cómo abordar el caso; pero lo mismo hace el arzobispo en su vida diaria, lo mismo hace Aaron con su abogado y lo mismo hace el juicio para con la sociedad; un espectáculo puesto ahí para crearse expectativas. La gente clama por un culpable, no importa quién sea éste; las personas piden que alguien sea castigado, pero no aceptan el veredicto si no es lo que ellos desean obtener de la situación. Encima, la “opinión pública” también está determinada por la opinión ideológica de los grupos de poder en la comunidad.
Cuando Aaron hace creer a la psicóloga que lo examina que tiene personalidades múltiples, su abogado deduce que ese es el escenario perfecto para una defensa triunfante, pero falla en reparar en las coincidencias y las conveniencias de la situación. No se detiene, sin embargo, en utilizarlos a ambos, abogada y acusado, para la defensa del caso, no por lo que saben, sino por lo que parecen saber. El diagnóstico ni siquiera es válido porque no está comprobado, pero en el juicio esto es suficiente para convencer a un grupo de gente, fiscalía, jurado y juez, de la supuesta demencia de Aaron, con la que el propio sistema judicial excusa su culpabilidad.
El problema en estos lineamientos es que se desdibuja la propia justicia. No porque Aaron esté enfermo, de estarlo realmente, dejaría de ser culpable como asesino, porque una enfermedad mental no forzosamente excluye que la persona sea también un criminal, es sino porque trastornado mentalmente, no puede asumir jurídicamente las implicaciones de su actuar bajo una forma de delirio, que el sistema lo excusa. Para las leyes, la personalidad múltiple determina que Aaron no tuvo premeditación propia del crimen, sino que la tuvo otra de sus personalidades.
Vail gana el caso y el chico no va a la cárcel, pero todo se logra gracias a una farsa que ellos mismos se han encargado de hacer creer a los otros, tal vez sin darse cuenta de las mentiras con las que han maleado la información compartida entre ellos mismos.
“Incluso gente buena hace cosas malas”, dice Vail. ¿Pero, qué es bueno y qué es malo, si al final esto también puede entenderse desde distintos puntos de vista, e incluso, empujarse a ser percibido de forma distinta, según entren en juego otras variables de la ecuación?
La película fue dirigida por Gregory Hoblit, con un guión de Steve Shagan y Ann Biderman, basándose en la novela escrita por William Diehl; protagonizada por Richard Gere, Laura Linney, Edward Norton, Andre Braugher, John Mahoney, Alfre Woodard y Frances McDormand. Obtuvo además una nominación a los premios Oscar en la categoría de mejor actor de reparto, para Norton por su papel como Aaron Stampler.
Ficha técnica: La raíz del miedo