"Un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento con que un criminal comete un crímen"
Degas
Si algo me gusta de Río de Janeiro es su oferta para combatir al ocio. Hay de todo, como corresponde a una de las más grandes urbes del mundo. El jueves, en mis vagabundeos acostumbrados, dí con una exposición de Edvard Munch. No conocía su trabajo, pero si una frase suya, aquella en la que se autodefinía como un diseccionador de almas, arduo trabajo el suyo. La exposición, aunque breve, tenía obras interesantes. La Madonna, por ejemplo, me impresionó fuertemente. Se trata de una obra rica en sensualidad, el tocado, la luminosidad del cuerpo, el fondo oscuro, pero dotado de movimiento, resaltando la silueta del personaje, ojos cerrados con círculos negros alrededor. Su rostro fue capaz de perturbarme con una peculiar sensación de familiaridad, yo conocía aquel rostro, lo había visto en otro lado, en algún sueño, en alguna mujer tal vez cercana. Esa noche no pude dormir, la obra daba caza a mis pensamientos con meritorio éxito, cuando el sueño por fin iba a vencerme, ya era hora de levantarme.
La Madonna permaneció en mi memoria todo el día. No pude concentrarme en el trabajo y se fue al traste el esfuerzo empeñado en preparar la reunión con los representantes de la petrolera. Aquel viernes, con toda seguridad, perdí la mejor cuenta del año. El descalabro, sin embargo, no importaba. La obra de Munch se transformó en mi prioridad, cosas de la obsesión y los urgentes desequilibrios que de cuando en cuando se posesionan de uno, debía descubrir cuál de mis conocidas se parecía a la mujer pintada por Munch.
Cuando regresé a casa, en un quinceavo piso, el calor y la excepcional humedad, hicieron de mi camisa una segunda y aguada piel, definitivamente parecía un hombre de agua digno de ser pintado.
Puedo vivir en cualquier sitio, eso lo descubrí hace mucho tiempo, sin embargo, el puerto siempre me ha llamado. Necesito el calor, las sandalias, la ropa de manta, el sombrero y el habano. Mi personalidad se adaptó con tremendo placer a tales accesorios.
Esperanza, la mujer que se encarga del aseo de mi hogar, no se encuentra, ha de andar en el mercado. Mejor, me gusta la soledad. Enciendo el abanico de techo, único artefacto para combatir el calor que encuentro aceptable dado el escaso ruido que produce. Coloco la ropa con aceptable corrección, en la silla de mimbre. Me sirvo un whisky doble y me tiro en la hamaca que le compré a un hombre de ochenta y tantos años. Se llamaba José, me rogó que le comprara, que necesitaba vender, ya fuera la hamaca o unas cortinas de carrizo. La súplica me conmovió y, aunque no necesitaba ni una ni otras, compré la primera sin regatear. Un hombre de ochenta y tantos que sale a ganarse el sustento, como un muchacho, con toda la vida dentro, merece todo el respeto.
Cierro los ojos, preparado para disfrutar el silencio de la tarde a quince pisos de altura sobre el nivel del ruido de la ciudad. Quisiera dormir, pero el cuadro de Munch no se aleja de mí, pensamiento y sueño se confunden, las obsesiones son así, me repito mientras el whisky comienza a adormecer la conciencia.
La puerta de la entrada hace su ruido acostumbrado. Esperanza, seguro, acaba de llegar. Su voz confirma mi poder adivinatorio. “Hola, señor”, me dice. No hay necesidad de contestarle. Adivino sus movimientos, ahora está en el umbral de mi habitación, callada, anhelante, sé que le gusta observar mi desnudez. Es una chica extraña, aunque eficaz, mantiene todo limpio, desde los platos en los que dejo apenas unas migajas de algún croissant, hasta la pañoleta que a veces uso para limpiar el sudor, siempre hay comida lista, la ropa siempre está impecable. En ocasiones, cuando estoy descansando, Esperanza se acomoda encima mío, invitada por unas palabras que luego finjo no haber pronunciado y alentada unos besos que de inmediato olvido haber dado, buena chica, sin duda. Ahora mismo, su presencia no me importa. Una mujer me duele y no sé de quién se trata.
Un ligero vaivén consigue arrancarme del seno de las cavilaciones. Mi copa, ya vacía, cae al piso, el sonido torpe, rompe la paz. Esperanza, pegada al muro, mece la hamaca, la blusa no hizo ruido al caer a sus pies, nuestras miradas quedan atadas, la suya es categórica, como si fuera el medio elegido para obligarme a reconocer su existencia. Calibro la situación, mi humor no es el mejor para involucrarme una vez más en su locura. Ella cierra sus ojos, como castigada por mis dudas. Sus grandes ojeras llaman, como otras veces, mi atención. Pasan los minutos y el vaivén se acentúa dada la fuerza que le imprime con su mano derecha, con la izquierda se acaricia. Siempre me ha gustado observar la transformación de los rostros bajo el yugo de la estimulación autoinfligida, sigue meciendo, cada vez con más fuerza, la velocidad pendular alcanza su máximo en la altura más baja, mis clases de física me permiten anticipar el resultado, es demasiado rápido. “¡Detente!”, por primera vez en mi vida, le grito a una mujer que se detenga. Ella, empero, lanza una risotada, reacción a todas luces fuera de lugar. La confusión, la velocidad, el rostro desquiciado de la mujer, todo conspira en mi contra, paralizado, escucho su interminable risa. La indefensión me absorbe, me constriñe, el tiempo parece detenerse conforme voy acercándome al momento en que la velocidad se pondrá en cero, entonces habré alcanzado la altura máxima, enseguida vendrá el movimiento en retroceso, la vuelta que se antoja fatal, la fuerza de gravedad, sumada a la que imprima la propia Esperanza, seguramente me hará alcanzar el ventanal en el muro contrario. Asustado, mis pulmones casi salen por mi boca en un último intento por recuperar el dominio sobre la mujer, “¡para!”. Mi estridente orden, un trueno, un disparo, da de lleno en su cara, y su semblante se descompone en lo que reconozco, sin duda, como un orgasmo. Antes de abandonar el lecho todavía alcanzo a verla, el pelo desordenado, las grandes ojeras, su sensual locura. La Madonna de Munch me saluda y yo no estoy seguro de haberle dicho adiós.