El café es líquido, y aun así se me atoraba en la garganta. Había planeado un tranquilo desayuno acompañada de Pablo Neruda pero hasta ese momento no lo había disfrutado y por supuesto que no era culpa de mi Nobel acompañante. La mesa continua vociferaba una vida fuera de mi contexto social, me explico, se hablaba sobre: acciones en el club campestre, viajes internacionales, terrenos residenciales en colonias que no me dejarían entrar sin mostrar mi INE, código postal, ADN y antecedentes penales. Al costado contrario unos albañiles reclamaban su espacio de trabajo en una construcción vecina.
Así que mi desayuno en una cafetería con vista al Paseo Colón se volvía un mal chiste. Neruda me miraba impaciente, trataba de captar mi atención con esas palabras que siempre lo perseguían, me contaba sobre su niñez en su Araucanía natal, “donde llovía meses enteros, años enteros. La lluvia caía en hilos como largas agujas de vidrio que se rompían en…”, la plática vecina taladro nuestros oídos. No pude evitar que Pablo volteara y los fulminara con su mirada. La mesa bajó la vista y empezó a murmurar ante ese gesto adusto. Mi amigo chileno calló, yo tomé un largo trago de café, respire hondo buscando desaparecer el dolor de cabeza que me amenazaba, desvié los ojos hacía el frondoso follaje que bailaba encima de mí. Pretendí ante mi Nobel comensal que no pasaba nada, él siguió con el nítido relato de su país “Dónde llovía meses enteros, años enteros. La lluvia caía en hilos como largas agujas de vidrio que se rompían en el techos, o llegaban en olas trasparentes contra las ventanas, y cada casa era una nave que difícilmente llegaba a puerto en aquel océano de invierno”. Caí seducida antes las palabras del poeta, su retórica vaga por mi mente cuando la mesa vecina retomaba el volumen alto en su plática, me distrae en el momento en que tengo ese momento intimo con mi acompañante.
Ya para ese momento la taza me observaba seca, los meseros parecían no darse cuenta de mi dilema, mi solicitud de café no se escuchaba ante el barullo. Cuando empiezo a creer que voy a tener que incendiar la mesa para hacer señales de humo, y antes de que busque los cerillos en mi bolsa llegó una distraída jovencita de cabellos color uva a salvarme de la sequía de cafeína.
Los albañiles no le daban descanso a la obra. El ruido del taladro mataba al silencio.
La mesa continua llenó el ambiente con el tema de camionetas del año: que conviene comprar, el equipamiento, los beneficios, los costos, en ese momento me doy cuenta que cuestan igual que una casa de interés social.
Neruda guardaba silencio, esperando que le ponga atención pero observo a los vehículos pasar a unos metros de nosotros. El café se enfría en la mesa.
Para esa hora la cafetería estaba decidida a llenarse, me decido terca a llenarme de las palabras de Pablo también, él inalterable me dice sobre ellas: “son las palabras las que cantan, las que suben y bajan…Me hinco ante ellas… las adhiero, las persigo, las muerdo, las amo”.
Un comensal pasa detrás de mí silla y la avienta, el lugar sigue ocupándose las sillas viajan de un lado a otro, las mesas se juntan, el clamor general reclama todo el ambiente, el ruido de los albañiles compite con el. El café se enfrió.
Pido la cuenta que tarda una eternidad. Me levanto, me pongo a Pablo Neruda bajo el brazo, y me alejo triste de esa cotidianidad.
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