Quedamos de vernos para comer en el hotel Del Prado en la ciudad de México, poco a poco fuimos llegando, algunos un poco tarde, digamos que el tráfico de esa metrópoli es capaz de burlar hasta aplicaciones como el Waze, no importó, estábamos los que habíamos confirmado, faltaron otros, es difícil conciliar las agendas de las personas, pero aunque no fueron, sin duda estuvieron ahí.
Nos trasladamos a casa de Pedro y Gloria, en realidad a la de su madre en la colonia Santa María la Rivera, la calle de Nonoalco me pareció mas pequeña que hace 45 años, apenas llegamos, fui a buscar aquel pasillo donde jugábamos cuando niños, un espacio de tal vez un metro de ancho por seis o siete de largo era nuestro campo de futbol, si, en siete metros cuadrados éramos capaces de desarrollar los partidos mas emocionantes de la liga, jugábamos siempre que podíamos, cerré los ojos y rememoré aquellas imágenes de todos corriendo, gritando, pateando, celebrando; viviendo plenamente esos nuestros primeros años de convivencia con personas que no eran parte de nuestras familias, que teníamos tal vez diferente tipo de sangre, diferentes padres, diferente historia familiar, diferente ADN.
A esa edad difícilmente podríamos haber imaginado que seguiríamos acompañándonos toda nuestra vida, que privilegio.
Nos reunimos en la sala, esa misma que también fue salón de tareas, de fiestas, de baile, todos en esa época aprendíamos torpemente a movernos al ritmo de los setentas, a conocer a nuestras primeras novias, a enamorarnos y desenamorarnos. Algunos lograron tal porte y maestría en esas lides, que se convirtieron en chambelanes y no dudo que en novios de al menos un ciento de quinceañeras de ese barrio y otros cercanos; otros, que aún en este tiempo no adquirimos esa habilidad, hacíamos nuestro mejor esfuerzo y al vernos en algún espejo, el rostro que se reflejaba era el de Danny Zuco o Tony Manero, personajes que interpretó Travolta en películas de culto para esa generación.
Ahora, reunidos alrededor de esa misma sala, vivo una especie de regresión en el tiempo, dejo de ver barbas y cabezas con pelo blanco o de plano ausencia del mismo y las sustituyo por los rostros de los niños que decidimos, sin saberlo, convertirnos en hermanos para toda la vida.
Le cuento a la familia una historia de enamoramiento donde mi motocicleta casi se volvió el personaje principal, a uno de mis hermanos le gustó tanto que prometió comprar una moto, no importa dónde te lleve le digo, lo que vale la pena es disfrutar el camino.
Bebemos, charlamos y nos ponemos al tanto en nuestras vidas, reímos, algunos hacemos alguna confesión con el mejor grupo de terapeutas de este y de cualquier tiempo, los amigos.