¿Must the show go on?
Roger Watters
Recibo un escueto mensaje de Eduardo, “vamos a la lucha, ya tengo tu boleto, nos vemos a las siete en el auditorio municipal.” “Bueno”, contesto.
Hace años que no iba a la lucha libre, mis primeros recuerdos de ella se remontan a la época donde mi tío Aurelio nos llevaba, a mi hermano y a mí, a ver las películas del Santo contra los malos, a diferencia de los de ahora, aquellos eran zombis, momias, vampiros, seres sobrenaturales sedientos de sangre, en sentido literal. Los de ahora en cambio tienen fines más perversos, aquellos casi siempre secuestraban a alguna hermosa mujer que El Santo habría de salvar, los de ahora han democratizado el secuestro volviéndolo una industria donde no solo las mujeres hermosas están en riesgo.
Llego a las siete con quince, me encuentro con Eduardo, Raymundo y Ernesto, apenas nos sentamos nos abordan un par de señoritas ofreciendo bebidas refrescantes, pedimos pues, nuestra primera ronda de cervezas, sudando de frías, como nos gusta a la gente del desierto.
El lugar se va llenando poco a poco, hay muchas familias, hombres y mujeres que llevan a niños y niñas por igual, a disfrutar de un espectáculo muy mexicano, de la raza de bronce diríamos por acá.
Comienza la primera lucha, dos muchachos hacen su mejor esfuerzo por divertir a su público, evitando de ser posible una lastimadura que pudiera dejarlos incapacitados para el aburrido trabajo del día después.
Observo la venta de cheve, refrescos, lonches, burritos, papas, semillas y todo aquello que se le pueda antojar a algún lagunero, también se venden pequeños luchadores, rings y por supuesto máscaras de todos los personajes incluyendo la del mítico enmascarado de plata. Muchos niños y niñas las portan con alegría.
En primera fila hay un grupo de camaradas con uniforme de la Coca Cola y que también disfrutan de sus cervezas, uno de ellos desde hace un rato quiere comprar una máscara, llama al vendedor varias veces, tímidamente, como queriendo pasar desapercibido, después de media hora por fin hace su compra, lo observo, mira la máscara desde todos los ángulos, la acaricia, se la pone y es como si en ese preciso momento, al ponérsela, adquiriera la fuerza, habilidades y personalidad del luchador, voltea con sus camaradas, se pone de pie y en un delicioso lenguaje corporal los reta a todos a echarse un tiro, si se atreven, el ha dejado de ser un repartidor de tan fina bebida para convertirse en otro, un ser poderoso, temido y respetado; como testigo del episodio sonrío y confieso sí, yo también he vivido esa transmutación.
Siguen otras luchas, nunca había visto una de mujeres, respeto el hecho de que hayan conquistado espacios para el género. Durante la segunda caída de la tercera lucha de dobles, el ring deja de ser el foco de atención, las llaves y golpes se desarrollan en dos lugares diferentes del auditorio y además lo hacen recorriéndolo por completo, el público de pie, fuera de sus asientos buscando no perderse los detalles, muchos muestran sus celulares queriendo atrapar el momento justo, “Quiero ver sangre” vocifera uno, la diferente tecnología entre celulares y prendas es la única diferencia con la Roma del emperador Lucio Aurelio, pienso.
El espacio de tiempo entre lucha y lucha es otro espectáculo, suben al ring muchísimos niños, más de cien pequeñas almas, calculo, han sufrido el poder de la transmutación que confiere la máscara; algunos, los más osados se tiran de las cuerdas y por supuesto siempre hay algún percance, nos toca observar a un pequeño que se acerca al padre, llorando se quita la máscara para mostrarle la sangre que no lo deja respirar, el camarada, lo consuela pero antes de limpiarle el rostro le pide que pose para la foto del recuerdo sosteniendo la máscara, él obedece orgulloso, solo en México.
Se presenta una pausa entre luchas, un animador se sube al ring y anuncia el espectáculo esperado, confío en que la lucha estelar sea mejor que la que acabamos de presenciar, sin embargo, presenta a cinco chicas, mujeres con cuerpos esculturales que suben al ring, una a una, al ritmo de algún reggaetón de moda. Los niños y niñas del recinto pierden en un instante todo interés por el espectáculo, en tanto el resto de la concurrencia, tanto hombres como mujeres muestran sendas sonrisas en sus rostros como prueba “fehaciente”, diría un abogado, de que se estaban divirtiendo. Los movimientos pélvicos y espasmódicos de las chicas se vuelven el “tempo” del show.
Asistimos sin saberlo a un espectáculo nuevo, ya no el de la lucha libre del siglo pasado donde las mujeres hermosas solo anunciaban el siguiente round, tampoco aquel de comedia donde el público espera encontrar a un actor, músico o cantante popular; no, estábamos en el vientre de uno de sus hijos, aquel que tenía ambas propuestas para ofrecer y que en estos tiempos de marketing podía captar un mayor público y por supuesto, más dinero.
El sobrino de Raymundo, en medio de los reflejos de luces disco, música y el monólogo del anunciador me pregunta aburrido -¿y la lucha?- , solo alcanzo a levantar mis hombros en una respuesta llena de ignorancia, es ahí cuando decidimos retirarnos.