La ‘sociedad del espectáculo’ es una realidad moldeada en el consumo, el materialismo, la pérdida de valores éticos o morales y la exaltación de ideas que propician, por ejemplo, la valoración del estatus social y la ostentación de lo que se posee. Es una forma de vida que reproduce el consumo excesivo y sistemático de mercancías inútiles o superfluas para alejar al individuo de la reflexión sobre los problemas sociales y de la vida política activa. La sociedad del espectáculo sirve para aumentar el mercado de bienes y, particularmente, de servicios, haciendo de cada actividad humana (deporte, religión, sexo, amistad, vida privada intrafamiliar, diversiones diversas, etc.) algo que puede ser mostrado, exhibido, objeto de escrutinio público y, por tanto vendido. Es la relación que se da entre persona mediatizadas, que se comunican, se miden, en imágenes, en las que se imprime el valor que se le da al otro o a sí mismo, en lugar de valorar al individuo por sus características personales. Es vivir en el mundo de las apariencias.
El concepto fue propuesto por el filósofo francés Guy Ernest Debord (1931-1994), cuyas reflexiones quedaron plasmadas en un trabajo publicado en 1967. Lo que propone es que estas ideas se magnifican a través de los medios de comunicación y sus herramientas de apoyo, llámense anuncios publicitarios, noticias falsas o programas televisivos de seudoentretenimiento. Lo que se crea con ellos es una superficialidad banal donde la convivencia, las relaciones o incluso los valores se miden no por la calidad humana, sino por los bienes materiales adquiridos, o por los “amigos” obtenidos en las redes sociales mediante “likes” o “me gusta”, o por el nivel socioeconómico de vida, no siempre, o no necesariamente, (dada la modernidad social de la era digital) plasmados en una propiedad real, sino, al menos, en la apariencia de ello.
En un escenario así se desenvuelve la película The Running man (EUA, 1987), dirigida por Paul Michael Glaser y escrita por Steven E. de Souza, quien basa su guión en la novela homónima de 1982 de Stephen King, entonces publicada bajo el pseudónimo Richard Bachman. Protagonizada por Arnold Schwarzenegger, María Conchita Alonso y Richard Dawson en los papeles principales, la historia se desarrolla en un Estados Unidos distópico en donde criminales son puestos a competir en un programa de reality show llamado ‘The Running Man’, o ‘Perseguido’, para entretenimiento de la audiencia que mira cómo estos ‘jugadores’ huyen de personajes que los acechan, torturan y atacan.
El contexto en este ficticio es un mundo que se ha tenido que enfrentar a un colapso económico mundial, la escasez de recursos naturales y un gobierno totalitario que prohíbe y censura el arte y que mantiene el poder haciendo uso de las fuerzas armadas y la influencia ideológica impuesta desde los medios masivos de comunicación. Las personas son controladas por medio del entretenimiento, que propicia un ambiente pasivo gracias a los programas de competencia, como Perseguido, que sirven tanto como distracción como de embrutecimiento, en la medida que dan paso para que las personas depositen sus pensamientos, sentimientos y preocupaciones contenidas, ya sea de la ira a la esperanza, clamando por la tortura de los jugadores o, al contrario, el deseo de verlos triunfar.
La burocracia que se encarga de la producción y realización del show da a la audiencia, de alguna manera, lo que ellos quieren ver: persecuciones, acción, explosiones, violencia, competitividad e historias de vida escogidas premeditadamente para conectar con ellos, para generar empatía, para mantener constantemente tensión y suspenso, adrenalina que distraiga a la gente de las otras cosas que le rodean en la cotidianeidad, ya sean las injusticias sociales, la pobreza manifiesta o la forma como se hunden cada vez más en un estado de decadencia moral. En corto, el gobierno juega a una estrategia de enajenación para contener a las masas, para reprimir sus ansias de libertad, para anular su capacidad de pensamiento, pues mayoría de la población ni siquiera se da cuenta de la manipulación que se ejerce sobre ellos, precisamente por la maniobra con que se hace, disfrazada de un distractor aparentemente inofensivo, el contenido audiovisual hueco, de ‘entretenimiento’ y ‘esparcimiento’.
El protagonista en la historia es Benjamin Richards, un policía falsamente culpado de una masacre hacia civiles, enviado a la cárcel por ello, de donde escapa con ayuda, y apoyando también, a un grupo de disidentes que quieren cambiar su realidad social mostrando a la gente la verdad detrás de ese aparente orden y tranquilidad en que muchos creen que viven.
Sin cultura ni libertad, lo que limita el pensamiento, razonamiento y oportunidad de progreso, lo cual ha sido sustituido por un entretenimiento de contenido superficial y sensacionalista, los grupos sociales divididos viven en condiciones de miseria, de estancamiento socio-cultural, sin derechos políticos, con indiferencia hacia sus semejantes y sin perspectiva de vida.
Ben, por sus habilidades de supervivencia que demuestra al escapar de prisión y luego intentar huir de la ciudad, es escogido por Damon Killian, el conductor del programa Perseguido, para convertirse en el siguiente concursante. Killian no sólo hace un acuerdo con otras agencias del gobierno para traer a Richards al estudio de grabación, sino que valora el potencial del ex policía para ser explotado (él, su imagen, sus habilidades y hasta sus ideales) frente a las cámaras.
Killian está seguro de que alguien que mantenga a las personas atentas a la pantalla, peleando con competencia en lugar de ser rápidamente descalificado o perder el juego, es ese impulso extra que necesitan para elevar de nuevo ese deseo de la gente por más de este tipo de contenido mediático. Si los espectadores sólo miran a participantes que no tienen ni una sola posibilidad de triunfar, perderán el interés y enfocarán su atención en otras cosas, por el contrario, si hay alguien que los atraiga a seguir viendo el programa, lo que remunera y recompensa la ciega devoción de la gente en el show, el resultado es que continuarán pasivos, adictos a lo que ven, encadenados a su televisión, devotos de esa superficialidad que no aporta realmente nada a sus mentes. Alimenta su diversión, pero no su desarrollo.
En el fondo, el programa no es más que un evento televisado de injusticia y tortura que pisotea los derechos de las personas, ya que los participantes son obligados a entrar a un escenario de persecución que puede tornarse de vida o muerte, promovido como ‘juego’, lo que deshumaniza también a la sociedad misma, enseñada a vitorear por esa crueldad humana, el sufrimiento de otros y la competitividad deshonesta. Es la exaltación de la violencia como forma de convivencia humana.
El concepto además esconde las verdaderas intenciones de sus promotores, que venden su idea como si se trata de una diversión pasajera y libre, cuando en realidad se trata de un producto manipulado a conveniencia, editado, modificado, planeado y trazado de una forma que aliente esa enajenación que interesa al gobierno. “La gente no importa. Importan los raitings”, dice Killian en un punto de la historia, dejando ver que para él, para la productora, para las autoridades, lo importante es el producto que manejan entre manos (lo que incluye tanto al programa como a la gente que participa directa e indirectamente en él, de los jugadores a la audiencia), y cómo ese ‘producto’ pueda dar los mejores resultados esperados. En síntesis, las personas son vistas como mercancía, ganancia monetaria sobre desarrollo social, que es en parte lo que la historia refleja cuando habla de la ‘sociedad del espectáculo’.
Que Killian elija a Ben para participar en el programa es parte de esa manufactura engañosa y manipuladora que la gente no ve, pero también lo es toda la mentira mediática que se esconde en el trasfondo. Ben por ejemplo, fue enviado a la cárcel tras ser incriminado por asesinar civiles, y se le presenta a la audiencia como un asesino cruel y despiadado, cuando en realidad él se rebeló a las órdenes de la masacre. La producción del programa televisivo muestra un video editado de lo sucedido, en el que acomodan el audio y las imágenes para que parezca que fue idea del policía matar a los civiles desarmados, cuando la verdad es que tras negarse a atacar, se dio la orden de apresarlo.
Esta estrategia de mostrar a la gente sólo lo que las altas esferas quieren que vean, sucede de nuevo al final de la historia, una vez que Ben y su compañera Amber, dentro del programa, han logrado eliminar a varios de los ‘acechadores’ enviados para matarlos y han descubierto también que antiguos participantes supuestamente ganadores están muertos, lo que ha convertido al protagonista en una especie de héroe entre la población que ve con sorpresa cómo un hombre puede desafiar al sistema. Ante ello los directivos que manejan Perseguido deben improvisar y editar de nuevo imágenes para que parezca que los jugadores fueron ya detenidos y perdieron el concurso. Un desenlace amañado a su favor, que dista mucho de la realidad.
Con esto se pretende que la gente en la audiencia piense entonces que el modelo de organización social en que viven continúa intacto; que, simbólicamente, aquel que desafía el sistema es eventualmente sometido. Pero esa es sólo una apariencia presentada a las personas, modificada y recubierta con un velo de mentiras y engaños, ya sean noticias falas o información tergiversada, acomodada a conveniencia de quien la emite, para que las personas mismas sigan ‘creyendo’, no cuestionando, para que sigan en un estado indiferente y manso.
Debord, cuando escribió su texto, analizaba y plasmaba aquello que veía a su alrededor, sin embargo, esta ‘realidad’ no sólo sigue presente en la sociedad moderna del siglo XXI, sino que parece incluso como si ese modelo social, en lugar de haberse reparado (con un poco de análisis, crítica y cambio), en su lugar se haya fortalecido, empeorando. La sociedad del espectáculo se ha magnificado gracias al incremento de los medios de comunicación digitalizados, las ciencias del comportamiento y los espacios culturales al servicio de las empresas monopólicas de la comunicación y del entretenimiento que han servido para refinar los mecanismos de manipulación.
The Running Man se ambienta en el 2017 y luego 2019, y si bien podría alegarse que el modelo distópico que propone no siempre empata con la realidad actual, para fines prácticos, aquellas ideas de una sociedad enajenada por los medios, consumida por el espectáculo banal que esconde problemáticas mayores y más importantes para una sociedad, pero que están diseñadas para distraer a la gente de pensar en ellas, quizá no es tanto una distopía (que se define como una anti-utopía futura ficticia no deseable), sino una, a su manera, realidad palpable.
Ficha técnica: The Running Man