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Una pasión secreta

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

Algo interesante de cualquier narrativa, cinematográfica o literaria digamos, es la forma como presenta a sus personajes, a veces descubriéndolos a partir del punto de vista de otros, el narrador o el protagonista, por ejemplo, para explorar quiénes son según quien los describe, cómo los percibe a partir del impacto que ellos tienen dentro de su propia historia o recorrido. La herramienta narrativa ofrece así la oportunidad de conocer ciertas facetas de los personajes conforme a la mirada de quien observa y relata, de forma tal que el espectador conozca, deduzca y redescubra al mismo paso que el protagonista, para, yendo a su ritmo y asimilando la información con él, ir dimensionando poco a poco al otro, hasta formarse una opinión de quiénes son, sea esto o no, en el fondo, ‘todo lo que son’.

En la película Una pasión secreta (EUA-Alemania, 2008), ese personaje principal es Michael Berg, un adolescente de 15 años que en 1958 conoce a Hanna Schmitz, de 35 años, empleada del tranvía en la ciudad de Neustadt, Alemania. Es ella, aunque la historia trate de él, el eje más intrigante del relato, en parte por el impacto que tiene en la vida de Michael, que carga con el eco de su relación el resto de su vida, pero especialmente, por todo aquello de Hanna que el propio Michael descubre con el paso de los años, al rencontrársela durante un proceso de juicio en que se le pone en el estrado por su participación durante el gobierno Nazi en la Segunda Guerra Mundial.

El espectador conoce inicialmente a Hanna tal como Michael lo hace, como una mujer amable y sencilla de quien se siente atraído por un despertar sexual, propio de su adolescencia, que le hace enamorarse, o al menos creerlo, de ella. Su interés hacia Hanna se vuelve insistente al punto de perseguir una relación más seria, porque implica experiencias hasta entonces desconocidas, que siente no puede encontrar en la inocencia adolescente de sus amigos y compañeros de escuela, de quienes ahora se percibe distante. Hanna, sin embargo, es mucho más de lo que Michael conoce de ella en ese momento de su vida; así que cuando se muda sin avisarle, por un ascenso laboral que, él desconoce, implica un reto insuperable para ella (pasar del trabajo operativo a trabajo de oficina), la mujer no sólo lo deja a él, sino que también deja atrás a esa Hanna, la del trabajo rutinario en el servicio de transporte, vida tranquila y relación sin compromisos que conoció a Michael durante un periodo pasajero en ambas vidas.

Sólo años después Michael entiende que la Hanna que idealizaba era una en su cabeza y otra en la vida real, porque, qué tanto pudo realmente conocerla a partir de una relación casual y secreta. Piensa y sabe sobre ella sólo lo que quiso ver en ese instante de su vida, pero Hanna tiene su propio pasado, sus secretos y su propia historia de vida, lo que constituye su realidad, en donde el joven fue una fase accidental. Lo que significó todo para Michael, su tiempo juntos, puede que no haya significado lo mismo para Hanna. ¿Qué buscaba él, ilusionado quizá por la idea de sentirse ‘hombre maduro’, dada su relación con una mujer mayor?; en comparación, ¿qué buscaba ella, que tal vez accede y persigue la relación por otras razones muy diferentes? Esa es la brecha que pesa en la mente de Michael, especialmente cuando ya es adulto.

Si Hanna lo sedujo porque lo vio como ‘presa fácil’ para satisfacer sus propias necesidades sexuales, si lo aceptó como mera compañía casual para romper con su rutina o si lo buscó para contrarrestar su propia soledad, Michael no puede más que imaginar las motivaciones, lo que resuena en su conciencia, especialmente casi diez años después de su separación, cuando, estudiando para ser abogado, su profesor lo lleva junto con otros estudiantes como observadores a un juicio de guerra, en contra de varias mujeres en relación con su participación en los campos de concentración Nazis, donde Hanna se encuentra entre las acusadas.

Para sorpresa de Michel, que no sabía nada de este pasado de ella, se entera que Hanna fue una agente de la SS, organización de élite al servicio de los Nazis. Su trabajo en los campos de concentración cerca de Cracovia, Polonia, era fungir como guardia, lo que significaba no sólo mantener a los judíos retenidos, sino decidir quiénes serían enviados a morir a Auschwitz.

Hanna no parece entender las dimensiones del juicio por los crímenes de guerra de los que se le acusa y, a diferencia de las otras mujeres, que se defienden intentando deslindarse de la culpa, Hanna no niega nada de lo sucedido. Su respuesta es sincera, casi ignorante, ingenua de alguna manera, pues sus intenciones también lo eran, en el sentido de que no cuestiona el genocidio que sucedía a su alrededor, porque priorizaba cumplir con su deber, recibir la orden que se le daba y obedecer sin cuestionar; según ella, porque ‘ese era su trabajo’, eso es lo que se esperaba de ella: un buen desempeño cumpliendo con las tareas que se le pedían. Alega que simplemente buscaba un empleo y la SS se lo dio, lo que le daba su propia oportunidad de sobrevivir, pero que esto no la convierte como tal en partidaria Nazi ni en responsable de las acciones del genocidio.

Así, se limita a describir las cosas como son, sin mentiras ni excusas, sino con la firme creencia de que su papel no era juzgar qué estaba bien o mal, lo pensara o no, sino acatar órdenes. No actuaba por maldad ni odio, sino en función de una ética de responsabilidad para con su trabajo. Pero si bien sus intenciones no parecen crueles, pues no pretendía matar deliberadamente, su error de juicio y falta de decisión ética sí tiene su peso en la situación. ¿Qué tanto acatar órdenes la excusa de su culpa? O en todo caso, ¿es culpable, directa o indirectamente, por el genocidio como se le acusa?, ¿o es que sólo es culpable de nunca haber cuestionado las órdenes que se le hacían?, lo que de cualquier forma demuestra haber dado la espalda a su responsabilidad social moral. Sin embargo, el problema ético es más profundo, pues, cómo puede cualquier ciudadano asumir una postura de defensa de valores si la misma sociedad predica e impone otros valores humanos y, peor aún, cuando no ha sido educado para asumir una postura de defensa de sus principios sino para obedecer.

La cultura también pesa en el comportamiento: ¿puede alguien ser responsable de situaciones a su alrededor cuando se carece de elementos de información para la toma de decisiones? ¿La ignorancia excluye responsabilidad? ¿La ignorancia de leyes, derechos y obligaciones te convierte en víctima más que en culpable? ¿El sistema judicial castiga y sanciona o pretende justicia?

El profesor y los compañeros de clase de Michael lo ponen en perspectiva, cuando uno de ellos señala que el problema de lo que sucedió en la guerra no es que la gente no supiera de las muertes, sino que, sabiéndolo, nadie hacía nada al respecto. Esto abre a la pregunta de la diferencia entre culpabilidad y responsabilidad. Son culpables por seguir órdenes, dicen quienes acusan, pero son menos culpables porque no son ellos las que dieron las órdenes, alegan los que buscan defender. El juicio ignora también un problema más amplio: la guerra provoca muertes, no sólo de militares y no únicamente en el campo de batalla. ¿Por qué culpar a quienes custodiaban a prisioneros condenados a muerte y no a quienes ordenaron bombardeos aéreos en contra de ciudades llenas de civiles en Europa y en Japón? No hay que indagar mucho: la historia la escriben los vencedores y son ellos quienes definen los actos criminales y encuentran a los culpables.

Lo que esto demuestra es la función simbólica y catártica del juicio, que castiga a quien puede, para hacer una especie de ‘pantalla de justicia’, porque no hay forma de juzgar como correspondería a los muchos implicados en los crímenes cometidos durante este periodo histórico del Holocausto, ni tampoco a quienes utilizaron la guerra para ampliar su dominio político-económico y recurrieron a armas de destrucción masiva para asegurar su victoria militar.

Se lanza al juicio a quien el sistema encuentra disponible, y la ley encuentran culpables porque no hay otro camino para aparentar justicia, lo que hace evidente que la acción es más emblemática que verdaderamente justa. Queda claro entonces que en cuanto a crímenes de guerra se trata, la justicia no existe, porque asesinar para imponer un punto de vista o un sistema de gobierno y sociedad es algo inhumano, no importa cuanto lo justifiquen ideológicamente quienes lo cometen. Lo de menos es pues cuántos juicios se lleven a cabo en nombre de lo correcto, si lo hecho ya está en el pasado y las muertes no pueden borrase, o como en este caso, si la persona que planea y da la orden nunca podrá ser puesta a juicio. ¿Dónde queda entonces la justicia, entendida como castigo acorde al daño perpetrado?

Rohl, el profesor de Michael, expone también otro punto de vista importante: la sociedad no siempre se mueve bajo lo que es correcto o incorrecto, sino lo que es legal o no. El juicio no analizará realmente si lo que sucedió en los campos de exterminio estuvo mal, incluso si fue así, sino si ese pasado se puede castigar dentro del marco legal, es decir, si hay forma de comprobar que fue ilegal. Incluso es la legalidad de una sociedad distinta, pues es claro que en la Alemania nazi no solo era aceptado ser miembro de las SS y cumplir las tareas asignadas, sino que era motivo de reconocimiento social. No se puede probar que alguien es culpable de asesinato, si no se puede probar que hay una motivación detrás. El interés que mueve al partido Nazi resulta más claro, según exponen sus creencias y doctrina: un rechazo de odio hacia los judíos, a quienes pretende eliminar por considerarlos corruptores de la pureza de raza aria, considerada por ellos como una ‘raza superior’. Pero el motivo de Hanna no es este; ella, insiste, hizo sólo lo que le dijeron. Hizo mal en seguir la orden porque al hacerlo olvida valores éticos humanos, eso es claro, pero nunca actúa con la misma intención que profesa el Nazi. La historia así pregunta: ¿Es culpable?, ¿qué tanto es culpable? y/o ¿de qué es culpable? Puede uno mismo preguntarse, con la ventaja que proporciona la distancia histórica, ¿los que juzgan y castigan están libres de culpa? ¿No hubo crímenes de guerra cometidos por los estados triunfadores de la guerra mundial?

Para Michael todo este razonamiento se difumina con el impacto que representa enterarse del pasado de una mujer a la que creía conocer, a la que amó porque se formó una imagen de ella basada en la persona que trató, con quien tuvo intimidad. Sus propias dudas respecto a hacer lo correcto toman fuerza cuando Hanna es señalada por las otras acusadas de ser la responsable de escribir el informe relacionado con un incidente en que murieron decenas de mujeres en un incendio, del que la única sobreviviente es la testigo de la parte demandante durante el juicio. Michael se da cuenta entonces, rememorando el pasado, que Hanna no sabe leer ni escribir, así que ella no puede ser la autora de tal informe.

Cuando se conocieron, Hanna toma el hábito de pedirle a Michael que le lea libros como ‘pago’, de alguna manera, por los ‘favores sexuales’. La dinámica es simbólica, pero lo que Hanna clama en la acción es el acceso a algo que de otra forma no puede: leer, conocer, aprender y crecer a partir de historias narradas en los libros. Aparentemente avergonzada porque la verdad salga a la luz, Hanna decide no revelar que no puede ser ella la autora del informe, porque es analfabeta, así que acepta la culpabilidad, lo que resulta en una condena más severa en su contra, cadena perpetua, a diferencia de los 4 años en prisión que se les impone a las demás acusadas. El sistema jurídico no indaga más, aceptando la confesión como prueba, justamente porque no tiene elementos para demostrar la ilegalidad de la acción cometida y porque la presión social reclama señalar a alguien culpable. La acusada se convierte en víctima de la ineficiencia del sistema jurídico, de la deshonestidad de las coacusadas que prefieren deslindarse para dejar que otra cargue con su responsabilidad compartida, y de la propia incultura, inseguridad y subestima de ella misma.

El por qué Hanna actúa así, dice muchas cosas de su persona, de su pasado, pero también de su presente. Esto resalta además porque Michael mismo, que tiene la información para abogar por ella, elige tampoco decir nada. Se arrepiente después cuando concreta una cita para visitar a Hanna en la cárcel y se queda callado ante la condena que, sabe, es incorrecta e injusta, cometiendo así su propia falta ética y moral, igual que en su momento hizo ella, en otro escenario pero bajo el mismo principio, no hacer lo correcto estando frente a una situación que se sabe incorrecta. Su cobardía entonces y su cobardía ahora, marcada porque de paso descubre durante el juicio que en su tiempo como agente de la SS, Hanna acostumbraba pedir a las jóvenes, como después hizo con él, que le leyeran, usualmente eligiendo a las que consideraba las más débiles de carácter, es una revelación que le afecta anímicamente a Michael el resto de su vida, durante la que elige mantener su propio pasado en secreto, hasta enterrarlo, lo que evita que el remordimiento de consciencia encuentre redención, entendimiento o superación, y en cambio, se haga constantemente presente hasta inmovilizarlo, metafóricamente hablando.

En un punto alguien le pregunta a Michael qué tanto piensa en el pasado. Es sólo muchos años después que finalmente elige dejar de huir de él, para enfrentarlo. En 1995 regresa a Neustadt y decide ponerse en contacto con Hanna, no directamente, sino enviándole grabaciones en que le lee libros, como antes. A partir de ellos, Hanna, que lleva 20 años en prisión, descubre que el material le sirve para aprender a leer y a escribir, como única forma ya para sobrevivir, o sobrellevar la realidad de vida que ahora tiene enfrente, encerrada y sin contacto con el exterior; aislada, más que literalmente por estar en la cárcel, simbólicamente, pues el mundo existente más allá de las rejas es uno que ya no conoce, un mundo ajeno, distante.

Cuando le conceden liberarla, tras varias apelaciones legales, Hanna no tiene nada por lo que vivir, carece de familia, de empleo y se sabe ajena a las condiciones sociales existentes; así, se suicida. Es este hecho lo que le hace a él dimensionar la realidad de sus propias faltas: el callar durante el juicio, el mantener una relación sexual durante su adolescencia con una mujer mucho mayor que él, o mantener en secreto hacia su familia tantos matices de su propia vida, lo que significa, de alguna forma, esconder quién realmente es.

En busca de enmendar errores, Michael busca a Ilana Mather, la sobreviviente del incendio descrito durante el juicio de 1966, para dar cumplimiento a la última voluntad de Hanna: dar todo su dinero a la mujer sobreviviente, como medio para liberar su culpa. Él le explica a Ilana la realidad de las cosas, su pasado y relación con Hanna, así como lo que sabe de ella, entiéndase el que no fue ella quien escribió el informe, como se dijo y que, por tanto, tampoco provocó deliberadamente la muerte de las prisioneras. Su intención no es decir que lo que sucedió en los campos de concentración no estuviera mal, pues tampoco pretende redimir a Hanna, o quitarle parte de la culpa, sino sólo esclarecer los hechos hasta llegar a la verdad. Preocupación que en su momento no estuvo presente en el juicio, interesado más en culpar y condenar que en esclarecer causas y motivos.

Ilana insiste que ella no puede perdonar ese pasado, o a Hanna, porque eso no es algo que le corresponda. Al mismo tiempo, parece que lo que Michael busca es más bien reconciliarse con su propio pasado, como Ilana en su momento hizo con su sufrimiento, o los sobrevivientes a la guerra con sus propias experiencias de vida.

Es durante la plática que Michael entiende que, de alguna manera, Hanna aceptó pagar por sus errores dejando que la enviaran a la cárcel. Es ahora Michael quien tiene que conciliar su pasado con Hanna, perdonándose también él mismo, toda vez que, aunque no en prisión, sufrió su propia autocondena, alejándose de todo contacto con las personas, como castigo simbólico, casi inconsciente, que asumió sin darse cuenta. Enfrentar a sus demonios es enfrentar su culpa, lo que no siempre implica que haya justicia, pero sí al menos el entendimiento racional, en conciencia, de aquellas faltas que se cometen y las consecuencias que las acciones tienen en la vida de los demás. Hanna se da cuenta, aunque no sea evidente; y Michael parece que lo entiende, cuando elige contarle todo a su hija, como forma de restablecer comunicación con ella y aceptar sus propios tropiezos, cerrándose así ciclos marcados por el perdón, más como aceptación de la verdad, que como absolución.

Dirigida por Stephen Daldry y escrita por David Hare, a partir del libro ‘The Reader’ (El lector) de Bernhard Schlink, (mismo título de la película en su idioma original) la cinta está protagonizada por Kate Winslet, David Kross, Ralph Fiennes, Bruno Ganz y Lena Olin. Nominada a 5 premios Oscar: mejor película, director, guión adaptado, actriz y fotografía, se llevó sólo un galardón, para Winslet como mejor actriz, quien interpretó el papel de Hanna Schmitz. El título original, en libro y película, no es menor, pues remite al mecanismo mediante el cual Hanna realiza un proceso de aprendizaje básico de lectura y escritura, abriendo la puerta para una mejor comprensión de las condiciones de su vida en la guerra, del juicio y condena, y de la búsqueda de comunicación con aquel joven a quien una vez orientó en su despertar sexual y a quien ahora debe la posibilidad de aprender. Es por eso que con Michael mantiene la esperanza de reinserción al mundo exterior y de vínculo emocional mediante las cartas que ella le envía. El final del filme indica que a veces las liberación de culpabilidad o la simple comprensión de nuestros actos sólo llega con la muerte, propia o ajena.

Ficha técnica:  Una pasión secreta - The Reader

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