Los aficionados hacemos muchas locuras en el nombre del futbol. Así como en el amor, a veces la mente se nubla y nos dejamos llevar por la pasión. Y sí, nos damos cuenta que no todo es como quisiéramos, que hay trampas, marrullerías, injusticas… igual que en la vida (y en el amor). A veces, no existe la correspondencia que quisiéramos. Los jugadores de nuestro equipo ganan en dólares y nosotros dejamos nuestros pocos pesos en playeras y entradas al estadio de futbol. Pero ser aficionado es una decisión libre y dolorosa. Es una decisión personal y de por vida, en la mayoría de los casos.
Elegimos los colores por múltiples circunstancias, la principal: origen compartido; sentimos que el equipo nos representa. Las razones pueden variar, aunque de alguna manera sí tiene que ver con la parte de sentirse identificado. Por supuesto, nos gusta ser parte de algo y nos gusta ganar.
El Mundial de futbol es el evento deportivo más importante que existe porque logra acaparar las miradas de la mayoría de los aficionados del planeta. Se lleva a cabo cada cuatro años, la espera es larga y el torneo se reduce a un mes, 64 partidos. Toda esa espera, que generalmente conlleva una larga eliminatoria dividida en seis confederaciones con más de 200 naciones involucradas, queda reducida (en la mitad de los casos, 16) a tres partidos, la primera ronda. México nos había acostumbrado a disputar 4 partidos desde 1994; en este 2022, ni siguiera llegó al cuarto.
Cuando la decepción pasa, solemos cambiarnos de playera, porque queremos seguir viendo futbol con cierto interés. Puede ser que escojamos a algún favorito “sentimental” o uno de esos llamados “caballos negros”, de los que nadie tenía en mente al principio y, de pronto, se andan codeando con los históricos.
En mi caso, primero vi un Mundial antes que la liga mexicana. Fue en 1990. México estuvo ausente por algunas “trampillas” de la Federación en un torneo juvenil previo, de eso me enteré después. Tenía que elegir equipo (porque más que un país, se trata de un equipo de futbol). Estaba en cuarto de primaria y me gustaba la materia de historia; siempre me llamó la atención el tema de la Segunda Guerra Mundial. Pensé entonces que Alemania era un rival fuerte y respetable. El primer partido de ese torneo fue una gran sorpresa: Argentina, la vigente campeona, perdió en su debut ante la “débil” Camerún. 1-0, gol de Omam Biyik, delantero que luego jugó en las Águilas del América. Ese partido lo vi con mis compañeros de cuarto de primaria; alguien nos llevó a verlo a la biblioteca. No sé por qué lo hizo, pero le estoy eternamente agradecido.
Argentina superó ese tropiezo inicial y llegó a la final contra Alemania, “mi equipo”. Los alemanes ganaron con un controvertido penal marcado por el árbitro mexicano (por naturalización) Edgardo Codesal al minuto 85. El alemán Andreas Brehme fue el encargado de ponerle cifra al marcador.
En Estados Unidos 1994, Jürgen Klinsmann metió el primer gol del torneo, ante Bolivia. A México le tocó “el Grupo de la Muerte”, junto a tres europeos más. Perdió 1-0 ante Noruega, venció 2-1 a Irlanda (cortesía de dos medias vueltas de Luis García) y empató a uno con Italia (goles de Daniele Massaro y Marcelino Bernal). Para sorpresa de todos, avanzó como primer lugar, empatado con 4 puntos, pero los goles de García hicieron la diferencia. En octavos, los “malditos penales” ante Bulgaria; Mejía Barón y Hugo Sánchez, contemplando desde la banca.
Mi Alemania se quedó en cuartos, igual que en 1998. Tanto en 1994 como en el siguiente Mundial, en Francia, Alemania me brindó dos grandes golpes al ánimo futbolero. Recuerdo que en el 98, a mis 18 años de edad, dejé de ir a la “disco” el día que la selección teutona cayó ante Croacia. Sin embargo, en el partido de octavos, no festejé mucho cuando México se fue arriba en el marcador en el encuentro entre ambos, a cambio, recuerdo haber sonreído (y sentido una extraña satisfacción) cuando Klinsmann y Bierhoff le dieron la vuelta al marcador. Es cierto, si ese tiro del “Cabrito” se mete en vez de dar en el poste, estoy seguro que también me hubiera alegrado. Pero no sucedió.
Para 2002, siguieron las decepciones con el Tricolor, mientras mi Alemania avanzaba de golecito por partido hasta llegar a la final. Estaba estudiando en Saltillo, persiguiendo el sueño de convertirme en escritor. En ese Mundial, comenzaron a “privatizar” el torneo. La gran mayoría de los juegos fueron transmitidos por señal cerrada. En la capital de Coahuila solo pasaron 16 por tele abierta, mientras que en Torreón, había un canal que transmitió cerca de 40. Un día, salí de madrugada (enfermo de una tremenda gripa) de Saltillo a Torreón, en camión, para amanecer a las 6:45 a.m. en el cuarto de mi señora madre: “¿Tú qué haces aquí?”, me preguntó extrañada. “Vine a ver el partido”, le respondí. Terminó el juego, desayuné y me regresé a mi temporal residencia. Tenía clases a las 6:00 de la tarde.
En ese mismo Mundial, donde los horarios de los juegos fueron de madrugada, un día me salí de una fiesta donde me estaban atendiendo de maravilla: cerveza y tacos sin restricción y sin pedir nada a cambio. No hallaba cómo zafarme para irme a casa a ver el juego entre Alemania y Paraguay (octavos de final); todos mis argumentos eran rebatidos con rapidez y eficacia por mi simpática anfitriona. Tuve que decir la verdad: “ya va a empezar el partido”. Me fui a mi “depa” con todo y morra.
En ese mismo Mundial, mi hermana me invitó un día al bufete, “carísimo”, en reconocido hotel de Torreón. Solo me comí unos taquitos de barbacoa, café y tal vez una o dos cervezas. Mi hermana decía: “come más, para que desquites”. Le señalé la tele, donde pasaban el Alemania – Corea y le dije: “ya estoy desquitando”. En la final, ante Brasil, me confié en que podría ver la repetición a la 1:00 de la tarde sin enterarme del resultado antes (no había redes sociales), pero mi madre se encargó de arruinarlo todo; al verme frente a la tele, me dijo: “ay, mijito, perdió Alemania… 2-0, con dos de Ronaldo”. ¡¿Cuándo supo mi mamá que un jugador de Brasil se llamaba Ronaldo?!
Verano de 2006, se suponía que yo debería haber ido a ese Mundial, pero me casé. Estaba trabajando y había que buscar dónde ver los juegos. El partido de Alemania contra Argentina, donde Jens Lehmann paró dos penales (luego confesó que había hecho un “acordeón” con la forma de tirar de cada rival) lo vimos en un restaurante a reventar. Todos nos quedamos hasta que terminaron los penales. En ese Mundial, mi equipo se quedó en semifinales. Invité a la madre de mi hijo a ver del partido por el tercer lugar en un restaurante bar con ambientación germana, pero no quiso ir. Así que disfruté solo del 4-0 sobre Portugal; cerveza y salchicha alemana para aderezar la última alegría. Los alemanes también lo disfrutaron.
Ese torneo también fue relevante para mí, por la primera participación de Ucrania en una Copa del Mundo. Los ucranianos llegaron al quinto partido, algo que México no ha podido hacer en un Mundial fuera de casa, en quién sabe cuántas participaciones, y desde entonces, adopté la identidad ucraniana. Andriy Shevchenko guio a una joven nación a brillar por cuenta propia.
Sudáfrica 2010 lo disfruté de forma diferente. Ya era editor en esta casa editora (en deportes), pero el horario me ayudó a ver todos los partidos sin que se entrometiera mi trabajo. En octavos de final, destapé la primera cerveza a las 7:00 de la mañana. Inicialmente, abrí el “refri” en busca de un juguito, pero una helada “cerbatana” se interpuso en mi camino. Para las 10:30 am, ya estaba ebrio, almorzando chilaquiles, feliz por la goleada de 4-1 sobre los ingleses. La Final del 66 quedó más o menos vengada.
El partido por el tercer lugar, ante Uruguay, lo recuerdo como uno de los mejores de esa edición; 3-2 a favor de la máquina germana. Ni Forlán pudo evitarlo. Washington Tabárez, a quien estuve a dos horas de entrevistarlo, escribía su nombre en el futbol uruguayo con letras doradas.
En Brasil 2014, por fin reviví lo de aquel lejano 1990. Alemania humilló 7-1 a los locales en semifinales y luego se impuso en la final a la Argentina de Messi, con un gol de Mario Gotze en tiempos extras. Celebré, no como si fuera alemán, sino como un aficionado a un equipo de futbol.
Rusia 2018, México le pegó los alemanes en el primer juego de la fase de grupos. Domingo, día del padre. Seguí las acciones acompañado por mi pequeño vástago. Alemania no pasó de la primera ronda y México se quedó donde mismo, atorado en los octavos.
Hoy, a Catar 2022, llegué más mesurado. No me deprime que Alemania se quede en primera ronda, muchos menos que México lo haga. He buscado la forma de ver la mayor parte de los partidos, a pesar del horario complicado. Ser aficionado al futbol es una decisión libre, que tomamos para gozar, sabiendo que muchas veces será mayor el sufrimiento. Pero aquí estamos, aguantamos todo de forma estoica. Críticas, incomprensión, juicios. Hacemos una fuerte inversión de dinero, tiempo y de más.
Justo unos días antes de que rodara el balón en Catar, mi novia decidió dejarme: “no creo que vaya a aguantar todas las temporadas de futbol, beisbol, americano, básquet que hay toda la vida”. Y justo ahí, comenzó una nueva temporada para un servidor.
Así es mi relación con el futbol y el Mundial. Recuerdo fechas, recuerdo datos, recuerdo información que parecería “inútil” pero que, sin saber, luego me ayudaría en mi desempeño profesional (no así en mis relaciones personales). Hoy, queda ver si Messi logra por fin sacudirse la famosa frase que lo ha alejado del Olimpo futbolero: “Le falta ganar un Mundial”.
¿Estamos a punto de ser testigos de la historia? Yo creo que sí. Así que seguiré apostando en el nombre del futbol.