La belleza es efímera, banal, subjetiva y cambiante. La belleza es todo y nada al mismo tiempo, porque al definirse como aquello que se considera estéticamente agradable, cualidades percibidas como atrayentes, se deriva de inmediato a un asunto de perspectiva y gusto, porque lo que una persona considera bello, otra lo podría apreciar como grotesco, y viceversa.
Esto en todo caso habla de una dualidad, de algo hermoso, agradable, pero, que al mismo tiempo, puede ser repulsivo, también perverso, según cada quien lo distinga, lo aprecie, lo valore, así sea la propia naturaleza o intención de cada situación, persona, cosa o acción. La belleza natural frente a la belleza artificial, la manifestación estética vanidosa como símbolo de poder, de lujo, de superioridad cultural, sobre todo en las personas, para imponer una visión ideológica de lo que se considera bello, artístico, incluso ahora, definiendo como arte aquello que la mayoría de la población acepta y consume; lo cual ha conducido al establecimiento de estándares sociales que aceptan y promueven un tipo de belleza física vinculada a un determinado tipo de color de piel, de ojos, de altura, de peso, en breve, un colonialismo cultural que excluye a millones y que exige determinado sentido del gusto para apreciar lo que algunos expertos han definido como lo ‘realmente bello’.
Quizá la belleza física no lo sea todo pero, ¿por qué importa tanto? La sociedad ha hecho todo un negocio e industria dictando qué es aceptado y cuál es el modelo concreto de belleza que prácticamente se exige de las personas, porque antes que nada la belleza se vuelve rentable. Consumirla, tenerla y poseerla se vuelve una fijación, no importa que los cánones sean tan irreales que se vuelven imposibles, porque ese estándar preestablecido sólo puede ser alcanzado a través de caretas, simulación y superficialidad, es decir, el consumismo que se promueve alrededor de la idea de belleza, mediante mecanismos como el maquillaje excesivo, los filtros en las redes y hasta las cirugías estéticas y tratamientos estéticos. Sin olvidar el empleo de tecnología diseñada para deformar cuerpos y mentes.
De todo esto habla la película El Demonio Neón (Francia-Dinamarca-Estados Unidos, 2016) dirigida por Nicolas Winding Refn, coescrita por éste junto con Mary Leyes y Polly Stenham, y protagonizada por Elle Fanning, Karl Glusman, Jena Malone, Bella Heathcote, Abbey Lee, Desmond Harrington, Christina Hendricks, Alessandro Nivola y Keanu Reeveses.
La historia sigue a Jesse, una joven de 16 años que llega a Los Ángeles con el sueño de convertirse en modelo profesional y su belleza, aparentemente inocente, pura y auténtica, atrae la mirada de diseñadores, fotógrafos, publicistas y demás, incluyendo a otras modelos, que inmediatamente la ven como su competencia. Ruby, una maquilladora, que se vuelve su amiga en realidad porque comienza a obsesionarse con ella y a buscar un interés romántico, es quien le presenta a Gigi y Sarah, dos modelos ya establecidas en el medio.
La presencia de Jesse se convierte en una especie de amenaza para ellas, que primero se burlan de su actitud inocente e inexperiencia, para luego envidiarla, porque justo su aspecto ingenuo y puro es lo que llama la atención de los profesionales del arte y de la moda. Una naturalidad, o belleza natural insisten algunos, percibida como sinónimo de pureza angelical en su esencia, libre de corrupción en todo sentido, metafórico y literal.
Jesse se presenta tal como es, sin caretas, apenas sin maquillaje, sin ambiciones o actitudes protagonistas, disponible y pasiva. Pero eso que parece tan llamativo, en realidad lo es porque vuelve a Jesse un lienzo en blanco, alguien a quien fotógrafos, agentes, diseñadores, maquilladores o quien sea, pueden moldear según sus necesidades y deseos, u obsesiones.
Conforme avanza la historia, Jesse se da cuenta que el mundo al que se ha metido, el modelaje, pero en sí toda la industria del entretenimiento, la imagen pública y la belleza, es uno en el que la competitividad y las apariencias lo son todo. O asciende por la escalera para avanzar o la usan a ella como escalón, para derribarla como competencia directa, como un enemigo a vencer en un ambiente profesional totalmente selectivo y excluyente.
No se trata de que estas mujeres sean bellas o no, porque todas lo son, cubriendo además los estándares sociales, sobre todo físicos, de lo que el mundo busca y aprecia, sino que se trata de modas, de la novedad, del interés momentáneo por algo o por alguien, donde importa sobresalir, seguir en la cúspide y, para hacerlo, se paga cualquier precio.
Lo interesante es que, aunque la película parece exagerarlo, la realidad es que esta dinámica de relaciones sociales competitivas, de agresividad oculta, sucede todo el tiempo y es perceptible. Lo que plantea la historia es que en una profesión donde el exterior y la imagen física son lo único que importan, ser ‘el objeto del deseo’ tiene su precio, implica sacrificio y, al final, es tan banal como efímero, porque para la industria de la belleza, la belleza tiene fecha de caducidad.
La imagen física toma una importancia desmedida, porque se juzga sólo el exterior y lo vuelve un punto para medir, comparar y desechar. Ninguna de ellas tiene más de 30 años, pero todas creen (las han convencido) de que antes de llegar a esa edad su carrera ‘habría terminado’. La historia es una exageración de la banalidad del ser, de lo triste e insubstancial que puede ser “vivir” en un ambiente de supuesto glamour, en este caso del modelaje; pero la exageración no está injustificada, es reflejo casi necesario de lo que sabemos, o intuimos, existe en la industria del espectáculo.
Para ejemplificarlo está la escena en que un reconocido diseñador de modas le plantea a Gigi que ella ‘sólo es bella’, no llamativa ni especial, o única, porque es superficial, no sustancial, a propósito de haberse sometido a tantas cirugías estéticas en busca de la imagen perfecta. Curiosamente, Gigi ha hecho lo que ha hecho para cubrir el prototipo de mujer atractiva que el medio en que se desenvuelve le exige, sólo para que la gente con la que trabaja, como este diseñador, le reclame que el resultado es que su belleza es simple, evidente pero llana, porque no es ‘real’.
Dean, un amigo de Jesse, fotógrafo amateur también buscando hacerse de una carrera en este medio, le dice al diseñador que él no piensa que las personas deban ser juzgadas sólo por su exterior. El otro le contesta que en una realidad ‘perfecta’, o ideal, las cosas no serían así, pero para fines prácticos, en el fondo no importa realmente qué hay en el interior de una persona, cuando la gente es tan propensa y está tan acostumbrada <curiosamente a partir de los estándares impuestos por la misma industria de la moda, el espectáculo y el entretenimiento>, a juzgar y enjuiciar sólo por el exterior. La reflexión final del diseñador hacia Dean es que no importa qué tanto le agrade o no Jesse, él no se interesaría por ella si ella no fuera ‘bonita’, por mucho que quiera centrarse en ‘cómo es ella como persona’.
La narrativa plantea no sólo la percepción de la belleza, sino la vanidad y la corrupción del ser a partir de vanagloriar la superficialidad, la imagen física y la aparente perfección. Dean le pregunta a Jesse por qué intenta tanto ser como las otras modelos y comienza a comportarse como ellas, vanidosa, manipuladora, altiva y presumida. “Yo no quiero ser como ellas, ellas quieren ser como yo”, contesta Jesse, ya sumida en un mundo donde anhela la adulación. En este punto ella ya lo tiene claro: se trata de competitividad; hay deslealtad y engaños; sólo se puede sobresalir a costa de los demás. Jesse, y como ella otras personas, piensan que sólo son bellas mientras sean jóvenes y, por tanto, tienen un tiempo limitado de éxito, al que se tienen que aferrar mientras puedan.
Por ejemplo, Gigi era la estrella hasta que llegó Jesse. Así que no es que Gigi ya no sea ‘bella’, sino que ya no es la novedad, ni cubre el estándar que en ese momento es percibido como atractivo. La visión práctica de este mundo de la moda no está tan alejado en la realidad. Así lo ejemplifican los ‘quince minutos de fama’ a los que la gente se aferra desesperadamente, en busca de reconocimiento, aceptación y, desde luego, ganancias financieras, con la ilusión de encontrar los medios para estar más arriba en la escala social, no importa que en los hechos se encuentre ubicada en el tercio inferior de la escala.
En todo caso lo que la película plantea es la facilidad con la que una persona es la estrella y luego cae en el olvido, porque la industria lo propicia. El éxito que no es más que popularidad explotada. Fama efímera que alimenta el ego pero igual después conduce a estados de decepción y angustia; una sociedad donde lo poco substancial y las apariencias son primero, donde lo importante es vender, no la calidad de lo que se venda, donde lo preciado es la imagen antes que la substancia; no la persona que presta su imagen, en este caso las modelos.
Personas que viven de su físico y de explotar su belleza. El problema no es su decisión consciente de hacerlo o la profesión como modelo en sí misma, sino cómo el medio se aprovecha de esto, de ellas y de la percepción de belleza que moldea e impone. La historia plantea cómo es que este mundo sin escrúpulos, vuelve a la persona más loable en alguien sin ética y con la mira fija en la avaricia y el poder, o el sentimiento de superioridad.
“No tengo verdadero talento. Pero soy bonita y puedo ganar dinero por serlo”, dice Jesse en un punto de la historia y esto es lo interesante, no que lo crea, sino que sabe que el mundo se mueve así, a partir de las apariencias y la explotación, la envidia y cómo sacar provecho de esto.
Cuando Jesse llega a la ciudad y una agencia de modelos profesional la contrata, le piden que diga que tiene 19 años en lugar de los 16 que realmente tiene, para así evitar trabas legales por ser menor de edad, sí, pero además porque en la vida no se trata tanto de lo que se es y sí de lo que las personas quieren hacer creerle al mundo. Esto es algo que también se repite en el mundo real en todo momento. La lección con que corrompen el espíritu de Jesse es empujándola a avanzar a través de la deslealtad y la falsa solidaridad, es decir, de esconder tras esa imagen ‘inocente’ sus verdaderas intenciones.
“¿Qué tanto puede subir ella?, ¿iría más alto que yo?”, es lo que le dice Sarah a Jesse que la gente se pregunta al verla, porque no la miran como otra modelo que es una compañera y ni siquiera la miran como una joven bonita o con potencial para la profesión, sino como su competencia, como un obstáculo ‘en su camino’ para triunfar, alguien que se interpone en sus propios planes y, por tanto, se debe desplaza, eliminar.
Entonces lo que se promueve es el rechazo, la exclusión, los celos, la codicia, la venganza y la individualidad. Así sucede en muchas dinámicas de las relaciones interpersonales y laborales reales, no sólo en el mundo del espectáculo y el entretenimiento, donde sí es claro que regularmente se celebra más el caparazón que la esencia, la belleza que el talento, no porque una dependa de la otra, sino porque en el mundo actual el egoísmo y lo banal importan mucho más que cualquier otra cualidad humana.
El ‘demonio neón’ es un depredador astuto, llamativo y reluciente y el tema es recurrente en la historia. Un gato montés acecha la habitación de hotel de Jesse, pero ésta es sólo una metáfora, que indica que ese depredador que la acecha como su presa toma muchas formas a su alrededor. El dueño de ese lugar, por ejemplo, que busca cómo aprovecharse no de aquellas que parecen indefensas, sino de aquellas mujeres que realmente lo son.
Gigi y Sarah son otra cara de la misma moneda, al buscar la forma de evitar que Jesse siga ‘subiendo’ más que ellas. Ruby misma es la maldad disfrazada de bondad, disfraz de lobo en piel de cordero, pues aparentemente es su amiga pero en realidad es alguien más buscando abusar de la confianza e inocencia de su supuesta amiga; luego de no conseguir lo que quiere, revela una actitud de venganza traicionera.
Incluso Jesse misma es el depredador mejor escondido a simple vista, entre la luz, el brillo y el color. El ‘demonio neón’ es el depredador que no parece serlo, porque no es evidentemente ‘obscuro’ y macabro, sino que se muestra brillante, vivaz, atractivo y llamativo, para así atrapar mejor a su presa. Jesse es ‘devorada’ por la frivolidad, hasta convertirse ella en el depredador reluciente, escondido en la belleza perfecta que sólo podrá ser superada cuando alguien más ‘la devora a ella’. Lo que sucede de manera puntual al final de la película (cuando Gigi y Sarah ‘se la comen’), imagen que en realidad apunta más a la metáfora simbólica, por más que en la escena parezca literal.
La narrativa sí plantea canibalismo, necrofilia, ocultismo y paganismo, ofreciendo a su vez un paralelismo con el mito de Narciso, alguien que aprecia tanto su atractivo físico que está enamorado de sí mismo. Sarah y Gigi actúan así y eventualmente Jesse hace lo mismo. Incluso es perceptible descubrir ese momento en que cede ante el mito, cuando en escena besa su propio reflejo en el espejo.
Así que al final ese espejismo es su peor enemigo y en la historia esto la lleva a consumirse, porque una vez que rechaza a Ruby, ella la avienta hacia una alberca en la que el agua debería reflejarla, pero que se encuentra vacía, sin agua. Jesse es presa de esa ilusión engañosa: la belleza, la amistad, la competencia y la vanidad.
Los espejos y los cristales rotos son visualmente un elemento constante en pantalla, lo mismo que los triángulos, las luces neón y el cambio de la pasividad del color azul al apasionado e intenso color rojo. Esto habla de la realidad distorsionada, de la forma en que alguien se pierde absolutamente en aquello que quiere ver, de tal forma que termina por ser presa de ese espejismo que ella misma ha contribuido a crear, en cuyas imágenes se mueve y en donde finalmente se somete enajenada. Lo que lleva de vuelta al mito de Narciso, quien se ahogó al intentar besar su propia imagen reflejada en el agua.
Ficha técnica: El demonio neón - The Neon Demon