La metáfora es una figura retórica que sirve como analogía para asociar elementos que comparten algún parecido o rasgo similar. La idea es que haya un concepto figurado, una relación, para que esas dos cosas que comparten cualidades, puedan ser mejor entendidas. Hay una cierta comparación, pero también elementos de apoyo porque se habla en sentido figurado a fin de que una voz o idea apoye la otra.
En el cine se usa como estrategia narrativa para presentar un subtexto de reflexiones a través de los géneros cinematográficos, para que no se haga tan evidente el mensaje ni se pierda en la obviedad convertida en falta de crítica, sino que, en cambio, lo enriquezcan esas diferentes capas de análisis. Sucede por ejemplo con la ciencia ficción, que al hablar quizá de elementos futuristas, pueda con ello reflejar y profundizar en las realidades actuales y el impacto que tiene en la vida cotidiana la tecnología al trastocar las relaciones sociales y el proceso de comunicación interpersonal e interinstitucional.
O en el género de terror, que más allá de los sustos y las sorpresas que se apoyan en una estética atmosférica asfixiante, el terreno cinematográfico es muy propositivo cuando se presenta acompañado de una analogía o metáfora, porque así la cinta es más que momentos de suspenso y tensión, es también vehículo para ahondar en otros temas que se entretejen en la narrativa y en el análisis de fondo.
Una película que lo ejemplifica con tino es El hombre invisible (EUA, 2020), un relato sobre una mujer que vive hostigada y aterrorizada por la presencia de su controladora expareja, un científico que supuestamente se suicidó, luego de desarrollar tecnología óptica para volverse invisible.
Escrita y dirigida por Leigh Whannell, con un guión a partir de la novela literaria homónima de H. G. Wells, la película es protagonizada por Elisabeth Moss, Aldis Hodge, Oliver Jackson-Cohen, Storm Reid, Michael Dorman y Harriet Dyer. Aquí la historia sigue a Cecilia, una mujer atrapada en una relación tóxica y dañina con su adinerado esposo, el empresario Adrián Griffin, un hombre que, después de que ella consigue escapar de casa y refugiarse con ayuda de su hermana y la expareja de ella, aparentemente se suicida y le deja todo su dinero.
Para Cecilia resulta contradictorio, que alguien que la trataba con un control y deseo posesivo y de sometimiento, ahora quiera darle algo en un aparente gesto amable, porque parece sospechoso, por no decir no creíble, un cambio de actitud tan radical. Ella comienza a dudar de las cosas aún más cuando de pronto siente una presencia vigilándola y acosándola, una presencia sin embargo invisible.
En la historia esto da pie al suspenso y al terror, construido a partir de ese temor que provoca el sentirse vigilado y observado por un ente invisible, aquí, un Adrián que, en efecto no murió, sino fingió su muerte para, con su tecnología de invisibilidad, ir tras Cecilia, no sólo para mirarla, definitivamente no para cuidarla, sino para atacarla, aislarla y jugar con su mente hasta confundir su percepción de la realidad, porque nadie le cree que Adrián pueda ser invisible como ella asegura, silenciando así de paso su realidad de abuso emocional en la relación.
Todo esto es eco de las relaciones tóxicas y controladoras en las que uno de los implicados en una dinámica de pareja es obsesivo y posesivo, así que se inserta en la vida de la otra persona no sólo para conocer lo que hace, sino para manipularlo, monitoreando todo lo que dice o cómo actúa, fiscalizando, incluso aprobando o desaprobando.
Una persona así no permite libertad a su pareja, no le da espacio ni autonomía, ni respeto; en corto, es un ser que se inserta en todo: llama todo el tiempo para preguntar dónde está su pareja y qué hace, toma las decisiones en forma personal aunque les incumban a ambos y a sus planes, e incluso sobre lo que compete al otro; critica la iniciativa o expresiones de individualidad y/o actúa celoso, menospreciando también a la otra persona, a quien supuestamente ama.
Esto es lo que sucede con Cecilia y Adrián, sólo que llevado al extremo porque él es literalmente invisible gracias a una tecnología que desarrolló que se lo permite. Si desea tener control sobre Cecilia hasta asfixiarla y sofocarla, creando barreras en sus relaciones personales y confusión de su propio juicio y salud mental; y si desea sumirla en desesperación y angustia, puede hacerlo más a su antojo y conveniencia si actúa sigiloso, invisible.
El controlador no parece serlo, no es evidente, al contrario, parece que hace lo que hace porque se preocupa por su pareja, aunque en el fondo hay más persuasión, manipulación y abuso emocional que verdadera empatía, afecto y preocupación. En la película Adrián es un acosador muy directo con Cecilia, pero sus acciones son reflejo total y efectivo de las actitudes de una persona que no valora al individuo que dicen realmente querer.
Se podría decir que alguien así está justo detrás de su pareja en todo momento, con las llamadas constantes, con las críticas y los prejuicios; pues aquí es igual, sólo que aquí es literal, Adrián está ahí, junto a Cecilia todo el tiempo, pero ella no lo ve, como la persona con un pareja controladora no siempre lo nota, porque el de junto actúa con cierta ‘invisibilidad’ normalizando su presencia o haciéndose imprescindible (la alta tecnología de invisibilidad de Adrián en el caso de la película). Alguien así puede ser superado sólo en la medida que sea finalmente ‘expuesto’, su abuso evidenciado, su invisibilidad derribada (simbólica y literal), su control resquebrajado, en suma, que deje de ejercer poder sobre la persona sometida.
Lo aterrador a veces no es lo que está ahí a plena vista, sino lo que está ahí pero escondido entre la ilusión óptica de las cosas, dice el mensaje de la película; y en efecto es una metáfora, que aplica para todo en la vida; da más miedo lo desconocido y la incertidumbre que aquello que se tiene claro cómo afrontar y resolver; y es más peligroso eso que se pierde entre las apariencias, porque cuando no quedan claras las intenciones, no quedan claras las consecuencias, ni se puede pensar en un plan de acción para enfrentar el problema.
Incertidumbre, explotación y realidades mal interpretadas son también parte de los temas que se abordan en la película ¡Nop! (EUA, 2022), escrita y dirigida por Jordan Peele y protagonizada por Daniel Kaluuya, Keke Palmer, Steven Yeun, Michael Wincott y Brandon Perea.
También con un toque de terror y ciencia ficción como la anterior, aquí la historia trata de los hermanos Haywood, OJ y Em, dueños de un rancho donde entrenan caballos para prestar a productoras cinematográficas para sus películas, quienes intentan captar en video la presencia de un extraño objeto volador no identificado, un OVNI que, eventualmente descubren, no es un objeto sino una criatura extraterrestre.
La premisa narrativa parece concreta, los hermanos están en bancarrota y deducen que conseguir video o fotografía de un extraño ser que merodea el cielo y ha estado comiendo caballos (y personas) en la zona, sería la solución a sus problemas monetarios, porque esa evidencia es material audiovisual fácil de explotar, vendiéndose a los medios de comunicación para así aprovecharse del morbo, el amarillismo y la cultura sensacionalista de la industria del espectáculo.
El trasfondo la película habla precisamente de todo esto, de la explotación, del sensacionalismo y la fama y la fortuna ‘rápida’ a partir de volver la tragedia y la miseria en algo ‘atractivo’. Crear una parafernalia a partir de la crueldad y lo desagradable, como sucede mucho en la sociedad actual con los videos y programas que se dedican precisamente a eso, a exhibir y explotar el contenido que se centra en la desgracia, la violencia, el desastre, el sufrimiento y la desdicha.
En la película se ejemplifica de varias formas, algunas más evidentes, como la idea de los Haywood por explorar no el fenómeno anormal, ni pretender conocer o encontrar respuestas científicas, o de otra naturaleza al fenómeno, sino para sacar un provecho a su favor (el humano como verdadero depredador del mundo y todo a su alrededor, incluso del hombre mismo).
Pero el subtexto también se expresa de nuevo y más reflexivamente a través del personaje de Jupe, dueño de un parque temático, exniño actor que vivió una tragedia en un set de televisión cuando era pequeño. En aquel entonces un chimpancé que participaba en el programa perdió el control porque se alteró demasiado y atacó hasta matar a un par de miembros del elenco. Jupe fue testigo de todo y parece que lo que aprendió fue la idea de la violencia como motivo de espectáculo masivo, porque causa conmoción y, por eso mismo, atrae a la gente.
Jupe reproduce esto en su vida adulta; es dueño de un parque temático que a su vez continúa explotando esa experiencia vivida de niño, una tragedia de la que se enorgullece, no porque se alegre en sí de las muertes ocurridas, sino porque disfruta haberlo vivido y sobrevivido, ya que ahora puede ser él el centro de atención cuando la gente le pregunte y pida contar lo que sucedió.
Ese morbo lo hace objeto de las miradas e interés de la gente y lo disfruta, así que esta es la idea que reproduce en su parque temático una vez que también descubre la presencia de la criatura extraterrestre y pretende ‘atraerla’ con caballos, porque sabe que ese ‘OVNI’ se los come. Para que la gente, sus clientes a los que les cobra la entrada a su parque de diversiones, puedan verla.
La idea tras la metáfora es simple: El OVNI representa la explotación de la cultura misma, ese algo morboso del que la gente no puede desprender la vista y que, por eso mismo, se usa como vehículo de espectáculo, porque se monetiza y se gana fama con y a través de él.
Todo es dinero, todo es capital, todo es sinónimo de poseer, capturar algo, simbólico o literal, para exhibir, para impresionar, para generar emociones que generen ganancia, pensando que se es ‘dueño’ de esa información y, como toda propiedad privada, da derecho a usarla en su mejor beneficio. Pero tanto OJ y Em, lo mismo que Jupe no pueden ser ‘dueños’ de esa criatura, aunque actúan como tal, porque más bien de lo que quieren ser dueños es de poder vender a la criatura misma, vender su imagen, vender entradas por el derecho para verla.
La criatura aquí es simbólica, porque lo que pasa con ella pasa con todo en la vida real, no sólo objetos, también animales, seres vivos, personas y hasta ideas. Hasta la tragedia más grande, hasta los fenómenos naturales e inexplicables, hasta las historias de éxito o los logros de otros, todo tiene que ver no con contar la historia, sino con cómo venderla o contarla para que venda, para despertar el interés morboso de las personas.
No es que haya una pandemia en sí, sino que existe o se crea toda una parafernalia sensacionalista que se hace alrededor de la noticia, buscando la mejor forma para causar sensación, para explotar comercialmente las vivencias ajenas, por ejemplo y a propósito de que Jordan Peele dijo que se inspiró en el confinamiento que surgió durante las primeras etapas de la pandemia por COVID-19 de 2020 para hacer esta película.
La cuestión es que ese halo de amarillismo enfermizo consume la mente de las personas; no se puede apartar la vista, así que el resultado es que la gente termina absorta hasta volverse parte de la historia que se explota o pierde toda su capacidad de análisis crítico. La criatura en la película se come a las personas, a la gente que se le queda viendo (según deduce OJ) y esa es la metáfora que resuena. Tal como sucede con el internet, las redes sociales y los videojuegos de todo tipo, en donde las personas son casi literalmente absorbidas por la dinámica de cada sistema audiovisual.
Entonces la idea, en ambos casos, es que las historias cinematográficas de terror son mucho más que relatos llenos de sustos y escenas de suspenso cuando se acompañan, como en estas películas, de reflexiones sobre la condición humana, sobre las relaciones interpersonales o la dinámica social y los problemas que aquejan a la sociedad, expuesto no de manera evidente, sino metafórica.