La Cenicienta es un cuento de hadas que tiene una infinidad de versiones diferentes que varían según el lugar de donde provienen. Los detalles concretos pueden ser muy particulares, pero la historia concreta es la misma: una joven a merced de la dureza de carácter de su madrastra, que se enamora de un príncipe y la vida de ambos cambia por completo en nombre del amor.
Los relatos más básicos alrededor del concepto no van mucho más allá de la magia y se centran en el romance y el ‘vivieron felices para siempre’, pero otros cuentos, bajo la misma premisa, se permiten explorar los matices de los personajes, entre ellos las cualidades de Cenicienta y lo que la hace única y especial, ya que no tiene que encasillársele como una mujer ‘casadera’ y ‘sumisa’, cuando puedes ser alguien abierta a abrazar una mentalidad activa, audaz e independiente. Lo que le permite expresar deseos y anhelos, y actuar en lugar de callar o ser sumisa, para construir su propio futuro en lugar de dejar que sólo suceda.
Así que, mientras los cuentos de antaño convierten a la joven protagonista en una mujer que encuentra su felicidad prácticamente producto de la ‘suerte’ y las circunstancias, las historias más recientes y modernas se preocupan por expresar que Cenicienta no tiene por qué ser sólo una bella chica ‘que se enamora’ y/o ‘de quien se enamoran’, sino que ella misma, con su forma de ser y de relacionarse solidariamente, contribuye a construir el camino que la llevará a la felicidad y al cambio.
La idea de un príncipe y una plebeya que se conocen, compaginan, se enamoran y se hacen pareja, si bien él inicialmente pensando que ella tiene una posición privilegiada en la Corte, habla tanto de apariencias como de división en clases sociales, prejuicios y expectativas, la importancia de conocer y ver más allá de la burbuja vital y hasta la necesidad de desafiar reglas y cánones sociales. El amor es importante pero no lo es todo y, en este escenario, este romance para florecer está destinado a romper barreras, por el contexto social que pone sobre la mesa.
Entonces, ¿quién es Cenicienta más allá de ese retrato cliché de la dama joven y pobre que encuentra el amor? Una de las versiones cinematográficas más modernas es la película Por siempre: Cenicienta, una historia de amor (EUA, 1998) dirigida por Andy Tennant, quien co-escribe junto a Susannah Grant y Rick Parks.
Protagonizada por Drew Barrymore, Anjelica Huston, Dougray Scott, Patrick Godfrey, Jeanne Moreau, Melanie Lynskey y Megan Dodds; la historia se ambienta en Francia en el siglo XVI y se centra en Danielle, una joven que, tras la muerte de su padre, queda al cuidado de su madrastra, la Baronesa Rodmilla de Gante, quien la trata con cierto desprecio y envidia, condenándola a trabajos de servidumbre, para hacerse cargo de todas las labores del hogar, desde cocinar, limpiar e incluso administrar las tierras, lo que deja a Danielle anhelando el afecto de una madre que nunca tuvo, pero aprendiendo mucho sobre cómo es la vida ‘real’, concreta, injusta y desafiante, que implica tener que afrontar un mundo en el que no se cuenta con privilegios o ventajas, derivadas del estatus o posición social.
Danielle se refugia en los amigos y en los libros, ávida por conocer, nutrir su mente, explorar el mundo y salir más allá de esa prisión a la que está condenada, porque su madrastra no pretende procurar su desarrollo, incluyendo el intelectual, dado que para ella primero están sus hijas, Jacqueline y Marguerite. Afortunadamente Danielle sigue los consejos de su difunto padre y se refugia en la lectura, la mentalidad libre y los valores morales, construyendo así su propio pensamiento crítico y objetivo sobre el mundo, las reglas sociales y la organización social.
La joven sabe sobre inequidad porque la vive, entiende de avaricia, injusticia y falta de oportunidades porque ese es el pan de cada día en su mundo, pero también por eso valora la importancia de la preparación y la auto-preservación, de ser autodidacta y buscar soluciones por sí misma hasta formarse su propio juicio sobre las cosas. Si quiere algo tiene que trabajar por conseguirlo, porque nadie se lo va a dar en bandeja de plata.
Todo esto la hace una persona ejemplar (y no unidimensional como ciertas princesas de los cuentos de hadas que corresponden a La Cenicienta). Al mismo tiempo, narrativamente hablando, ello contrasta de una forma interesante con Henry, el príncipe, un hombre que ha nacido en el privilegio de la vida en la alta sociedad, pero también limitado por las propias paredes de lo que llama su “jaula de cristal”.
Para ellos dos las cosas son tan similares como diferentes, que es en parte, quizá, por lo que hay un entendimiento que los complementa. Hay empatía en su forma de pensar la vida, pero también opiniones complementarias sobre cómo abordar las cosas, los problemas, la realidad social. Ambos viven frustrados por tener que cumplir expectativas específicas de sus familias, cuando no se les toma en cuenta en las decisiones sobre sus propias vidas, lo que se vuelve motivo de insatisfacción; ¿cómo van a trazar sus planes de vida, si sus padres (madrastra para Danielle) ya tienen previsto lo que se espera de ellos y hasta dónde creen (aquellos otros) que pueden llegar?
¿Cómo soñar o anhelar, cuando están destinados a un tipo de vida y futuro que parecen ya trazados? Henry ve el tema de la responsabilidad de futuro monarca como un peso sobre sus hombros al que se resigna, pues no entiende que tener que cumplir con su papel dentro de la realeza también abre un mar de posibilidades que hasta ahora no ha aprendido a valorar. Danielle se lo dice y hasta se lo reclama: se convertirá en rey y con ello no sólo tendrá gran poder, sino la oportunidad de usarlo para crear un cambio real en el mundo y el presente; sin embargo, lo desperdicia, porque lo mira como un castigo, una obligación forzada, en lugar de entender el potencial de su privilegio y la forma de usarlo en positivo.
La situación de Danielle la obliga a ver las cosas de diferente manera; ella tiene una responsabilidad con aquello que valora, el recuerdo de su padre, su hogar y hasta los empleados que ahora fungen más como amigos que como trabajadores o sirvientes. Pero al mismo tiempo sabe que es muy posible que nunca pueda cambiar las cosas debido a su ‘desventaja’, como mujer, como plebeya, como hijastra, como persona a la que la gente en una posición de autoridad o poder ha elegido no tomar en cuenta.
Entonces Danielle ve y vive su vida más atada de manos en comparación con la de Henry. Al igual que él, siente que no puede hacer nada más allá que seguir las normas impuestas bajo el espacio que tiene para moverse, intelectual, social o personalmente. La diferencia es que Henry, a los ojos de Danielle, desaprovecha la ventaja que le proporciona su posición socioeconómica y que él da por sentado. La clave no es aceptarlo ciegamente, en forma pasiva, sino pensar en las diversas formas que el poder político y económico le permitiría hacer para actuar en el sentido que su ética le indique.
En comparación con algunas versiones más tradicionales de Cenicienta, aquí la protagonista no es una ‘damisela que tiene que ser rescatada’ y la dinámica entre la pareja principal no se concentra meramente en un amor ciego que sucede sólo porque sí. Aquí Danielle es una mujer que opina, reflexiona, propone cambios y discute con lo que no está de acuerdo; pelea contra las injusticias y entiende el lado empático de las cosas, así que su punto de vista obliga a Henry a pensar. Danielle es alguien que vive en el otro espectro de la pirámide social, los pobres, los marginados, en esencia, los trabajadores, pero quien no lo considera ni como impedimento ni como condicionante ineludible de su destino, es decir, no se asume como víctima de las circunstancias.
Este es un punto que se reflexiona constantemente durante el relato, no sólo desde la perspectiva romántica. Al tratarse de polos opuestos en la escala social, él un futuro rey, ella una persona como cualquier otra, se dimensiona la marcada diferencia de estilo de vida y su juego en el poder. Lo que Danielle demuestra es que su vida no tiene por qué encasillarse en una rutina sin sentido.
En el trazo romántico clásico de esta conocida historia, de pronto parece que la protagonista consigue cambiar su realidad y mejorar su calidad de vida gracias a la suerte o la buena fortuna. Pero aquí se trata tanto de una historia de amor como de una mujer camino a la independencia y, aunque el romance avanza la trama, el punto central no recae en que ella al final encuentre pareja, sino el por qué se alza como una mujer digna de esa posición, lo cual deriva de su actitud para proceder con honestidad, amabilidad, inteligencia, conocimiento y preparación.
La mente de Danielle es activa, propositiva y su meta no es sólo conquistar a un hombre para poder prosperar, sino alcanzar prosperidad, felicidad y amor compartido como consecuencia de sus actos. La Baronesa no le ha inculcado una mentalidad de ‘dama casadera’, así que busca su propia definición de progreso y supervivencia. A diferencia de Marguerite, por ejemplo, que ha crecido bajo la educación tradicional que le ha inculcado su madre y para ellas dos la única meta es encontrar marido, de preferencia el príncipe, para escalar en la posición social y así conseguir lo que consideran importante: lujos, estatus, reconocimiento y dinero.
No aspiran a más porque no conocen otras reglas sociales. Su pensamiento se limita a considerar que la mujer no puede realmente tener seguridad ni bienestar o felicidad sino a través del nombre de su esposo. El matrimonio arreglado valorado como alianza estratégica para sacar el mejor provecho. En el otro espacio social eso es lo que Henry reclama, con suficiente sustento de todo tipo; un orden en el que tiene que casarse a conveniencia para cumplir expectativas, asumiendo responsabilidades que no son precisamente su prioridad. Su padre le exige que se case pero la boda nada tiene que ver con que haya amor de por medio sino con acuerdos y alianzas.
En un momento del relato la madrastra de Danielle ‘la vende’ para pagar una deuda financiera. Esto refleja esa mentalidad machista, conservadora, conveniente, esclavista y controladora, lo que a su vez muestra los mecanismos de explotación por quienes tiene el derecho de propiedad, tratando a su familia y servidumbre como objetos y no como humanos. Lo hace ella y lo practican también los reyes y la nobleza.
Sutilmente la historia se anima a enfatizar cuál de estos caminos es más viable, cordial, respetuoso, equitativo y creativo hacia el progreso, insinuando que es a través del conocimiento y la sensibilidad como se puede mejorar la convivencia. Danielle insiste y ejemplifica que hay que aprender, preguntar y conocer no sólo de los libros o de la ciencia, sino también de las personas y los ambientes con sus diferentes facetas. Lamentablemente no plantea en absoluto que la posición económica y el poder político son factores determinantes para incidir en tu futuro.
Si hay inconformidad o dudas, la solución no es sólo quejarse, como de pronto actúa Henry. Danielle es un gran personaje porque no le pide a nadie que la salve, porque no considera que haya nada de qué salvarla; cree en el amor pero cree más en una vida en libre e independiente, lo que no implica que no vaya a asumir responsabilidades y consecuencias, o que no pueda hacerlo al lado de la persona a quien ama. Así que esta Cenicienta no es sólo una princesa, es una mujer convertida en princesa con muchas cualidades, como tener metas, opiniones, preocupaciones, cultura e iniciativa. Su historia de amor es importante, pero no es todo lo que es.
Ficha técnica: Ever After - Por siempre Cenicienta: Una historia de amor