Beetlejuice

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

A veces las personas están tan ensimismadas en sus asuntos que no ven más allá de lo que sucede frente a sus narices; no ven el mundo ni a las personas, ni los problemas ni la realidad. Ven lo que quieren ver o, en muchas ocasiones, lo que les conviene ver. Pero esto no siempre aplica exclusivamente para los narcisistas o ególatras, aquellos en los que es común comportarse así, sino que también puede ser algo que se presente entre los solitarios, los individualistas, los antisociales o los que prefieren vivir en su burbuja, sea que los haga felices o no.

Así que en el mundo tan vasto y lleno de recovecos, caótico, donde hay tantas cosas sucediendo al mismo tiempo, la gente no siempre sabe cómo procesar toda la información a la que tiene acceso, tantos pequeños detalles brotando por doquier, así que se concentra en algo muy específico, su propia realidad. Ello puede ser tan positivo como negativo, porque si bien las personas deben pensar en su estabilidad y desarrollo para vivir su presente, no pueden deslindarse del hecho de que existen en una sociedad donde los otros también importan, porque las relaciones sociales e interpersonales son lo único que les permite avanzar, ya que lo que hace un individuo impacta en otros, directa o indirectamente, sin excepción.

Las acciones tienen consecuencias y las personas no son islas, por muy felices o tristes, realizados o desdichados que se sientan, no van a avanzar en esta vida distanciándose de los demás. De todo esto habla la película Beetlejuice (EUA, 1988) un clásico del humor negro y la comedia de terror  dirigida por Tim Burton, escrita por Michael McDowell, Warren Skaaren y Larry Wilson, además de protagonizada por Alec Baldwin, Geena Davis, Winona Ryder, Michael Keaton, Jeffrey Jones y Catherine O'Hara.

Un ejemplo de la cinematografía que se ha consolidado como pilar de la cultura popular por la autenticidad y peculiaridad de sus personajes y universo ficticio creado, surrealista pero crítico de la condición humana, la historia inicia con los Maitland, Adam y Bárbara, un matrimonio feliz viviendo en una casa alejada de todo en un pequeño pueblo de Estados Unidos, quienes fallecen en un accidente de auto. Tras convertirse en fantasmas, hacen todo lo posible por asustar para ahuyentar a los nuevos inquilinos, los Deetz: Delia, una extravagante, obsesiva y excéntrica escultora de arte; Charles, un empresario que desea una vida relajada en los suburbios, creyendo que es su respuesta al estrés que se había apoderado de su vida en Nueva York; y su hija Lydia, una adolescente que detesta a las personas, como consecuencia de sentirse incomprendida, sobre todo por su círculo familiar inmediato.

Los intentos fallidos de ahuyentar a los Deetz y la negativa a convivir con ellos, llevan a Adam y a Bárbara a pedir ayuda a Beetlejuice, un ‘bioexorcista’ que recurre a métodos poco convencionales para sacar a los vivos de las casas; el problema es que se trata de un personaje escurridizo y engañoso que sólo busca su diversión y beneficio, ya que disfruta de sus travesuras y de explorar su propia irreverencia y maldad.

¿Qué significa realmente vivir la vida y qué hace falta para aprender a disfrutarla? No es sobrevivir ni creer que se llega a un estado de felicidad fijo, sino apreciar todo aquello que hace que cada momento valga la pena. En la película, para la mayoría de los personajes principales, la pregunta es clave porque se trata de gente que está tan centrada en lo que necesitan, que se olvidan de considerar lo que el mundo a su alrededor puede aportarles. 

Charles sólo piensa en sus negocios y en cómo ganar dinero, como si acumular fuera lo único importante y trabajar fuera lo único para lo que tiene iniciativa; Delia es demasiado egocéntrica como para darse cuenta del mundo más allá de su propia vanidad; y Lydia detesta todo porque no le encuentra el gusto a las cosas, ya que se siente ignorada y, por tanto, todo le parece negativo.

Hasta Beetlejuice y los Maitland son personajes viviendo en su propio bucle, pues eso es lo que la muerte se ha convertido para ellos, en monotonía, su burbuja, su única realidad. La película incluso hace una especie de parodia sobre la burocracia administrativa diseñada para volver todo tan protocolario como mecánico, hasta llegar al punto de la ‘banalidad de la existencia’, porque incluso muertos Bárbara y Adam deben cumplir con reglas específicas de regulación y orden, o tienen que hacer fila para ser atendidos por funcionarios públicos destinados a explicarles su nueva situación como ‘fantasmas’. Pasan meses esperando a que la oficina correspondiente canalice su caso a la persona asignada e incluso entonces la respuesta que reciben no concreta finalmente ninguna resolución, todo como un eco o reflejo de la realidad burocrática que se vive en el mundo real, como si la película dijera que la vida y la muerte no son tan diferentes, porque al final el ser está sometido a las vicisitudes, laberintos y engaños del sistema que rige su propia existencia.

Ese es el guiño de humor negro de la historia, vivos o muertos, las personas no importan; el sistema siempre gana y se las ingenia para controlar la existencia del ser, porque lo que las personas al final realmente quieren es lo mismo: importar y trascender; y de eso se aprovechan los que tienen la batuta.

Para los Maitland convivir con nuevos inquilinos en la ‘casa de sus sueños’, significa quedar en el pasado, en el olvido y, por tanto, tener que abandonar su felicidad porque ha sido desplazada por la de alguien más. Los Deetz no son tan diferentes, cuando descubren que hay fantasmas en el inmueble no se asustan, más bien buscan la forma de sacarle el provecho a su favor, para conseguir aquello que ellos califican como sinónimo de felicidad: fama y fortuna.

Tanto Charles como Delia se concentran en monetizar la experiencia paranormal, proponiendo un negocio a partir de la posibilidad de interactuar con los fantasmas, convirtiendo a Adam y Bárbara en ‘animales de zoológico’, en ‘seres de exhibición’, en ‘objetos de propiedad’. Y así Bárbara y Adam se vuelven, una vez más, presas del sistema: en el más allá son un número más, un usuario, un ‘caso en espera’ que la burocracia no sabe resolver. Pero en el mundo real no son muy diferentes, son fantasmas a merced de alguien que también quiere convertirlos en un número más (y con un guiño a al problema de la urbanización). Así que nadie los ve como personas, o en cuyo caso como entes pensantes que sienten y, a su forma, existen.

La única persona que parece intentar ver las cosas de manera diferente es Lydia, una joven que vive con sus propios problemas existenciales y el anhelo de que haya algo más cruzando la barrera de sus cuatro paredes. Harta de la falta de apoyo de su padre, de la indiferencia de su madrastra, del mundo que la margina y de la incomprensión que siente a raíz de su adolescencia, en la que los cambios deben llevarla a madurar, sólo que no sabe cómo porque no tiene una figura de autoridad o de confianza que la guíe, Lydia está contemplando terminar su vida, segura de que su propia existencia no tiene motivación y esperando que ‘el más allá’ sea diferente.

Es entonces cuando se da cuenta que hay fantasmas en su casa y tras convivir con ellos y conocer un poco más de su realidad, entiende que vivir o morir no es la cuestión, porque si en este mundo de ficción la muerte es tan monótona, esclavista e impasible como puede ser también la vida, morir no es la ‘solución’. La verdadera respuesta sería encontrar qué la motiva a ser, a existir o a hacer algo cada día que le importe y la haga sentir momentos de felicidad.

Beeltejuice, con todas sus prioridades apuntando hacia la anarquía, es finalmente el detonante para que todos se vean obligados a hacer algo al respecto de sus propias barreras. No es que los ayude a cambiar, es que sus acciones plantean el peor escenario posible que cualquier personaje se pueda imaginar para sí y entonces no tienen más remedio que dejar de ser entes pasivos o completamente absortos en sus propias ideas, para pasar a ser gente que tiene que modificar su forma de ver la vida.

Lo interesante es que no hay nada de malo en que cada personaje guíe sus decisiones a partir de sus propios intereses y valores, porque así es la vida. Las decisiones que tomamos se basan en nuestros anhelos, planes y experiencias; en todo caso, el conflicto viene de que cada personaje parece olvidar por completo que no son las únicas personas en el planeta, que cada individuo es su propio ‘yo’, pero el mundo está lleno de ‘yos’, de egos en conflicto, de tal forma que los propósitos nunca darán resultado si no es colaborando con alguien más para hacer que sucedan.

Bárbara y Adam hacen lo que creen que es correcto, pues sus valores se basan en la empatía y la solidaridad. En contraste, Charles y Delia también hacen lo que creen que deben hacer, pero sus ideales se sustentan más en el egocentrismo y la banalidad. Los Mailtand siguen las reglas apegándose a las normas establecidas, mientras que los Deetz se aprovechan de las reglas para sacarles otro tipo de beneficio. Es Beetlejuice quien lo cambia todo, porque obliga a los primeros a romper con lo establecido y a los segundos a experimentar qué se siente caer en sus propias trampas.

No es que Beetlejuice esté más allá de lo correcto e incorrecto o de la moral y de la virtud, es más bien que Beetlejuice es la conjunción de todos los defectos y corrupción de la ética de todos los personajes habitando una misma entidad, la de alguien que sólo satisface sus deseos y necesidades, nada más.

¿Acaso no hay un poco de esto en cada uno de los personajes? Ahí radica la complejidad de la narrativa, algunas personas son más solidarias que otras, algunos son más egoístas, pero en el fondo todos quieren un poco de control y poder sobre sus propias vidas.

Al final los personajes abrazan la idea de una segunda oportunidad entendiendo que hay muchas personas que quizá quieran exactamente lo mismo que ellos, sólo que siguen otro camino para lograrlo. Se trata de su libertad, pero no a partir de hacer todo lo que ‘yo quiero’, sino de hacer lo que se quiere apoyándose en que el de junto también logre aquello que desea, porque al final los sueños compatibles son más fuertes si se trabajan en conjunto.

Si vivos y muertos aprenden a vivir y convivir en la misma casa, no es porque ‘tengan’ que hacerlo, sino porque ‘quieren hacerlo’; un punto medio entre colaboración, autonomía y apoyo, ya que satisfacen sus deseos y necesidades, sin transgredir los de nadie más.

El equilibrio viene, en medio de contrastes y contradicciones, entre la estable y clásica pareja de enamorados viviendo su final feliz, es decir los Mailtand, frente a los modernos citadinos y con una dinámica familiar más bien disfuncional en busca de su propio destino feliz, los Deetz. 

Lo que finalmente los une es su punto en común, Lydia. “Los vivos ignoran lo extraño e inusual y yo misma soy extraña e inusual”, dice ella, una de las líneas de diálogo que ha pasado a la historia por su tino cómico, su reflexión sobre cómo la gente sólo ve lo que quiere ver y su análisis sobre cómo una persona puede ser sabia e inocente al mismo tiempo, porque esto representa mucho de lo que la gente elige no ver: las dimensiones multiculturales de las personas.

Ficha técnica: Beetlejuice

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