En todo conflicto siempre hay varias partes indirectamente afectadas, el daño colateral, el inocente que paga las consecuencias de las acciones de aquellos que usualmente están en busca de poder o de su beneficio; muchas veces ambas cosas. En las guerras no hay sólo una cara de la moneda, ni siquiera dos, seguramente hay muchas más, precisamente por todos aquellos a los que se afecta, quienes tienen la mala fortuna de haber quedado en medio de todo, involucrados, afectados, posiblemente sin siquiera posición a favor o en contra de nadie, pero por eso mismo ignorados por las partes en verdadero conflicto, y por tanto, su afectación, consecuencias o daños sufridos son desestimados.
Una guerra no sólo cambia el rumbo de la historia y del mundo mismo, no sólo impacta en el vencedor y en el vencido, sino también en todos aquellos a su alrededor que son testigos y víctimas de los cambios y sus consecuencias por el simple hecho de vivir en las áreas en donde se efectúa la guerra. Cada quien lo asimila conforme lo vive, algunos a distancia, otros en carne propia, pero todos obligados a dimensionar el significado social, político y cultural de todo eso que está sucediendo.
Si para un adulto puede ser un reto mayor absorber y comprender cómo su realidad se transforma en algo diferente, para un niño lo es aún más. Es por ello que muchos se aprovechan de esto para amoldar la mente de las generaciones más jóvenes e imponer su ideología, porque es el momento para plantar ideas muy específicas afianzando desde una educación muy temprana.
El punto en que las ideas chocan con los valores, cuando lo que se impone no empata con la pureza de una mente que no ha sido corrompida, la de los niños, entonces la ideología crea confusión e incertidumbre. Ambientada en la Segunda Guerra Mundial, este tema es lo que explora la película El niño con el pijama de rayas (Reino Unido-EUA, 2008), protagonizada por Asa Butterfield, Vera Farmiga, David Thewlis, Jack Scanlon, Amber Beattie y Rupert Friend. Fue escrita y dirigida por Mark Herman a partir de la novela literaria homónima de John Boyne.
En la historia, Bruno es un niño alemán de 8 años que se muda a una casa rural en Polonia, donde su padre, un soldado de la SS, una organización paramilitar Nazi, está a cargo de la supervisión de los campos de concentración de Auschwitz. Ajeno al por qué de la guerra y el antisemitismo que se profesa, Bruno asume en su inocencia que el Campo de concentración es una granja en donde todos usan pijamas de rayas, que es como describe la ropa que se les obliga a usar a los judíos prisioneros en el Campo.
Bruno no entiende por qué se le tiene que rechazar a alguien sólo por ser judío, ni dimensiona realmente las condiciones a las que estas personas están sometidas, y lo mira todo, inicialmente, como una especie de juego, los mismos juegos que está acostumbrado a repetir a manera de divertimento con sus amigos. En su mente no hay bandos ni ‘buenos’ ni ‘malos; lo que haga su padre es lo correcto porque es su padre y, como se le ha dicho siempre, sus decisiones son a favor del bien de todos. Así que Bruno hace lo que le dicen y no ve maldad en las personas a su alrededor, que asume, hacen el bien porque son buenas con él. Una forma de pensar simple, pragmática y sin malicia.
¿Qué pasa entonces cuando esas personas que cree no hacen nada malo, quizá no están haciendo bien a los demás? Bruno eventualmente cuestiona las cosas al entrar en contacto con un niño judío, a quien no etiqueta de la misma manera como lo hacen los demás. Para él Shmuel es sólo otro niño, atrapado en una realidad idéntica a la que él mismo está viviendo, aislado y solo sin poder hacer lo que le hace feliz: jugar, algo natural y muy propio de su edad.
Así que Shmuel es su igual, no alguien a quien tenga que rechazar o a quien tenga que etiquetar y tratar como su inferior, porque para Bruno no lo es. Shmuel es un amigo porque es un niño exactamente igual a él; no alberga odio o resentimiento y sus acciones no están guiadas por la búsqueda del poder o la estrategia política, la escala autoritaria o las órdenes de alguien a quien considere un superior. Bruno hace lo que sus padres le dicen, pero también hace lo que le hace sentir bien.
Por eso no entiende la razón del mal trato hacia ciertas personas, como a Shmuel, por ejemplo, o a Pavel, alguien que, al entender de Bruno, es sólo un hombre que vive en una granja cercana y trabaja pelando papas en su casa. Bruno no comprende por qué pasa lo que pasa, por qué les gritan u ordenan o golpean, ni por qué tiene que haber tantos límites, prohibiciones y lugares a los que no puede ir.
Su mente es joven y curiosa, quiere preguntar y explorar porque eso es lo que le incentiva; para él no tiene mucho sentido cualquier otra cosa más allá de este deseo por preguntar sobre el orden inmediato de sus intereses, porque es muy joven para entender el panorama más amplio, incluso cuando su profesor particular le insiste en el odio hacia los judíos. Para Bruno la orden no tiene una justificación lógica y nadie se toma el tiempo para darle lógica, al menos desde su razonamiento: ¿por qué odiar a alguien sólo porque existe?
La perspectiva de su hermana Gretel es interesante porque a sus 12 ella sigue siendo muy pequeña para formar sus propios juicios, pero es suficientemente grande para asimilar las órdenes y aprender a seguirlas sin cuestionar, porque así es como se le ha educado. No es tan joven como Bruno como para no acatar las normas de adoctrinamiento, pero no es tampoco lo suficientemente madura como para cuestionar lo que se le indica.
A diferencia de Bruno, Gretel sí absorbe todos los lineamientos que se le inculcan y pronto cambia su inocencia infantil y su amor por las muñecas, por una actitud totalmente alineada con la ideología con que la educan, asumiendo, pero no reflexionando, todo lo que se le dice, específicamente el antisemitismo y la función de los campos de concentración, cuya realidad no entiende del todo.
Gretel es exactamente el tipo de mente joven de la que una ideología se aprovecha para moldear las opiniones de las personas desde la edad temprana en que pueden ser más maleables; jóvenes a quienes se les quita la oportunidad de un pensamiento crítico, pero que son formados en una actitud de sumisión, obediencia y docilidad en aras del bien mayor de la patria, en este caso de la grandeza de Alemania y la superioridad de la raza blanca.
Es Elsa, la madre de Bruno y Gretel, quien eventualmente se da cuenta de cómo su propia libertad está siendo controlada, presa de las órdenes impuestas por las personas que detentan el poder militar y político, incluso sobre la opinión y voluntad de su esposo; quien por su parte sí asume a consciencia su papel de representante del Partido y del Führer. Elsa no puede compartir su propia opinión y, peor aún, no puede decir ni hacer nada cuando comienza a cuestionar el trato hacia los judíos pues se da cuenta que la medida tomada por los Nazis implica genocidio bajo el pretexto de hacer el bien para unos cuantos, en este caso los alemanes, como ella. Desconfía de la educación ideologizante que se les da a sus hijos, se siente engañada por su marido, pues este le ocultó la naturaleza de su trabajo, aislada socialmente porque sus amistades y familiares permanecen en Berlín. Al principio disfruta de los beneficios de ser la esposa del Comandante del campo, pero al final se pregunta si no es un precio demasiado alto por pagar.
Pero Elsa no puede hacer nada, por ser mujer, por no ser militar, por no ser más que alguien que siempre acata lo que el régimen autoritario dicta; un ser que, después de todo, también ha quedado atrapada en medio. Así que sabe, porque lo ve, que hay personas que experimentan una crueldad inhumana impensable, pero también sabe que su propia desdicha viene, como la de los judíos, de la inhabilidad de decir algo, de protestar o de apelar a la piedad o humanidad, de confiar en un destino que los redima, en lugar de luchar por lograr su liberación.
Elsa cree en lo que le dicen que crea, hasta que experimenta en carne propia que esas personas a las que se le ordena odiar, no son ni más ni menos que nadie, no hacen ‘mal’ ni daño al prójimo, por lo que, deduce, se les ha elegido despreciar por el mero hecho de existir, y ahora que conoce las consecuencias mortales, ya no entiende el por qué.
Ante eso Elsa se da cuenta que no puede criar así a sus hijos ni permitir que vivan en un futuro en el que sólo hay miseria, crueldad y racismo; pero tampoco puede hacer nada al respecto. Quien no se alinea con la ideología también es castigado, no importa si se trata incluso de familiares o amigos cercanos. Ante estas medidas extremas, en donde se exige lealtad absoluta y se demanda que cada quien se convierta en espía de las personas a su alrededor (padres, hijos, maestros etc.), nadie está a salvo. ¿Cómo puede proteger a sus hijos o enseñarles valores como la solidaridad, cuando el ejemplo a seguir es tratar al prójimo con desconfianza y desprecio?
Cada miembro de esta familia mira la misma realidad desde perspectivas diferentes: el soldado acata, la madre protege, la hija obedece y el hijo duda, pero ninguno se atreve a decir más al respecto, porque ese es el régimen social que se ha impuesto, el autoritarismo, el de seguir la línea trazada por inercia, aceptando que lo que se dice es verdad, que lo que se hace es lo correcto y que los que tienen el poder velan por lo que es mejor para todos, aunque no sea así.
Pero la guerra es destrucción y muerte, no importa qué tanto se intente esconderlo, y hasta el que cree que no participa en ella, indirectamente tiene su rol. Para Bruno estos matices no son claros, las personas son personas, no son “buenas” ni “malas” sólo porque sí, pero si lo que le dicen y lo que ve se contradice, no va a responder como su madre, padre o hermana, va a responder como un niño de 8 años. Si se hace amigo de Shmuel es sólo porque quiere un amigo, así de simple.
Así que no importa qué tanto los padres de Bruno intenten proteger a sus hijos, asegurándoles que se mudan al campo a una granja y que no puede hablar con esas personas que ‘viven’ ahí porque son ‘malos’; si no les explican con claridad la verdad, en un lenguaje que puedan entender y procesar, los jóvenes como él se vuelven blanco fácil para la propaganda o la ignorancia, que es lo que sucede con ambos hijos, Gretel cambia su personalidad a favor del partido Nazi porque le dicen qué y cómo tiene que pensar, mientras que Bruno nunca se entera de nada porque nadie se lo deja claro y, en consecuencia, se deja llevar por la confusión y termina comportándose como lo que es: un inocente y solidario niño.
Curiosamente la única que intenta explicarle es Gretel, pero como ella misma no entiende las dimensiones sino que sólo replica, la información para Bruno resulta confusa. Su amigo no es malo, porque por algo es su amigo, así que al coincidir en edad, entre ellos hay empatía y complicidad. ¿Por qué alguien diría que su amigo es ‘malo’ si, después de todo, son tan parecidos? ¿Es acaso Bruno malo?, ¿lo son su papá, su mamá, su hermana, sus abuelos?
Si Bruno no entiende de maldad, no entiende tampoco de odio ni de distinciones por raza o religión, por lo tanto, tampoco entiende la guerra, la violencia y el prejuicio. El mundo para Bruno es simple, divertirse, hacer amigos y que su familia haga lo que hace siempre, estar ahí y convivir. Pero Bruno no puede permanecer ajeno al mundo cambiante a su alrededor y es ahí donde la falta de guía toma a todos por sorpresa: si se le explica la verdad desde la perspectiva de su padre, el responsable de la casa, ¿es ético enseñarle a un niño a odiar? ¿Si se lo explica su madre, entendería la contradicción ética que la carcome?
A Bruno se le vendan los ojos ante un mundo que se desmorona y él no entiende. Siente remordimiento por negar su amistad con Shmuel cuando alguien lo confronta al respecto, pero porque teme alzar la voz ante unos soldados tan intimidantes como su padre; además tampoco comprende por qué su madre se lamenta o por qué su hermana ha dejado de jugar con sus muñecas, pero sabe que los cambios en su entorno familiar le están haciendo sentir más aislado, solo e incomprendido que nunca.
El niño es listo, busca respuestas, saca sus propias conclusiones y propone soluciones a partir de lo mucho o poco que puede entender del mundo. Sin embargo, las respuestas no dejarán de ser las de un niño de 8 años, planteadas con lógica e iniciativa, pero sin capacidad de mirar todas las consecuencias, precisamente porque no tiene claro todo el complejo panorama. Está convencido que el campo de trabajo es de verdad como una granja para familias porque así es como lo presentan ideal y propagandísticamente los soldados que trabajan con su padre; él no puede saber que esta realidad está filtrada con otros fines estratégicos y que la verdad está encubierta, porque para Bruno, si le inculcan a no mentir, significa que es porque la gente no miente.
Y Shmuel está en la misma posición, no sabe más que Bruno, no entiende lo que sucede y sobrevive en una realidad de vida que le tocó vivir pero que no comprende y que mira como un castigo, casi tanto como Bruno mira de la misma manera la mudanza de su familia al campo. Sí, son realidades muy distintas, pero eso es lo interesante del paralelismo, que en la guerra hay víctimas de muchos tipos y en muchas formas, que afectan a todos por igual.
Personas que quieren una vida normal en una realidad que está totalmente lejos de serlo, pues la guerra lo cambia todo, incluso las cosas que parecen más normales, desde las relaciones familiares y de pareja hasta la crianza de los hijos o las amistades. La intención pretende creer que es posible volver a esa realidad ordinaria, como si los campos de concentración fueran parte de la rutina y una familia pudiera mudarse a vivir tranquila a sólo metros de distancia.
Pero no lo es y en esto consiste en todo caso la verdadera realidad de la guerra, la corrupción no sólo del ser sino también del orden social, la destrucción de los valores y la ética, del núcleo familiar, incluso del pensamiento libre y autónomo. Las personas toman bando, asumen compromisos, responsabilidades, presionados por las circunstancias del conflicto bélico y el odio se asume como forma de trato social.
No es fácil de verlo y entenderlo sino hasta que se sufre en carne propia y se dimensiona, pues casi la única forma de hacerlo es darse cuenta de la destrucción real que causa, que, en el caso y como refleja la película, implica entrar en contacto cara a cara con la miseria, crueldad, sufrimiento, dolor, muerte e inhumanidad que provoca. ¿Por qué se permite que suceda? Porque una ideología racista y autoritaria se vuelve más grande que las propias mentiras que profesa.
Ficha técnica: El niño con el pijama de rayas - The Boy in the Striped Pajamas