De niño, veía escribir a papá y me maravillaba la precisión y belleza con que lo hacía. Mi padre hace del ejercicio de la escritura un acto creativo que conlleva belleza en la organicidad de símbolos que alcanza, es mucho más que un acto de comunicación, es hacerlo con la gracia como apellido, es cómo una bailarina danzando sobre el papel, la caligrafía de otros tiempos, unos que ya hemos perdido.
Cuando tenía nueve años, me dejaron de tarea investigar lo que significaba una firma y que inventara la mía; en un fin de semana, que era cuando lo veía, le pedí ayuda a papá, con esa pluma que pareciera tener vida propia, en un instante la diseñó, un símbolo que contenía las iniciales de mi nombre y apellidos.
Todavía me tocó vivir tiempos donde la palabra empeñada era inquebrantable, “Le doy mi palabra” era una consigna poderosa que cerraba tratos y dónde las partes cumplían a cabalidad los acuerdos.
Después se volvió necesario protocolizar en papeles lo que las palabras decían, tal vez ahí, en ese momento para muchas personas la palabra perdió un poco de su peso específico. En los papeles la firma sustituyó a la palabra, desde entonces, el firmar algo, representa lo que en otra época empeñar la palabra significaba.
Si, con el paso del tiempo la palabra se ha pauperizado, se compromete sin el menor empacho, las sociedades están acostumbradas a mentir, por cualquier cosa, sin necesidad, muchas mentiras piadosas en la filosofía del maestro Joaquín Sabina, el reflejo de esas sociedades está en su clase política, Estados Unidos, México, Venezuela, Argentina, Bolivia, entre muchos otros países, son ejemplos donde los políticos mientes sin descaro, una, dos, cien, mil veces malinformando, confundiendo, normalizando la mentira y empujando a sus pueblos a la veneración, un círculo vicioso.
Me gusta pensar que mi firma, con el trazo decidido que él diseñó, lleva algo de nuestra tribu, de nuestro linaje. Su amor por el bien escribir, es algo que atesoro, desgraciadamente esa habilidad no la desarrollé, aunque aún puedo hacerlo.
Mi firma ha sido la misma por más de medio siglo, la descubro en las boletas de calificaciones de la primaria, en certificados, en papeles de la Universidad, del Tecnológico, en contratos de trabajo, en acuerdos con empresas, en tratos comerciales. En cada uno de esos documentos, esa firma contiene mi honesta intención de cumplir lo que me corresponde según el caso. Eso me enseñó papá.
Más que un trazo en papel, mi firma es la continuidad de una tradición de belleza y responsabilidad, una que tiene raíces en el arte de la caligrafía que mi padre tanto ama y respeta.
En la actualidad, nuestra firma se ha digitalizado, se ha transformado en un clic, es una sucesión de unos y ceros de lenguaje binario, los contratos en papel están condenados a desaparecer, me parece que alcanzaré esa transición, el papel será solo un dulce recuerdo para los más viejos, un material donde podíamos sobre él, dibujar nuestro nombre y en ese acto, comprometernos, teniendo de testigo a nuestro linaje.