Estas en Tanzania, te llevan a conocer una boma africana, un grupo de personas nos reciben con cánticos y bailes, te bajas del vehículo, una mujer toma tu mano, percibes su calidez, la corporal y la energética, sientes la bienvenida, agradeces, la sigues, ella continúa bailando mientras sostiene tu mano.
Comienzas a identificar el patrón del canto, sus sonidos y pausas, las voces primarias y secundarias que lo enriquecen, los movimientos corporales, los brincos y ese otro movimiento de hombros hacia adelante y hacia atrás, coordinado con la flexión de rodillas. Es un ritmo que te llama, que recuperas de los más antiguos resquicios de tu memoria genética, que te invita a seguirlo, comienzas a repetir esas palabras en suajili que no entiendes pero que si sientes; la mochila te pesa, te la quitas y la haces a un lado, con ella va toda tu herencia y apegos occidentales de los siglos 20 y 21.
Inmediatamente te sientes más ligero, más libre, el bagaje cultural siempre resulta ser un peso que se puede convertir en un obstáculo para asimilar nuevas experiencias, te descubres imitando los pasos de esa mujer que no suelta tu mano, que te guía y pareciera que quisiera retenerte con ella.
Limpias tu mente. Haces a un lado tu individualidad para formar parte del todo, de esa conciencia colectiva. Te sientes poderoso mientras mueves tu cuerpo de formas nuevas, pero conocidas, estás cantando, te sientes feliz, en sintonía con estos hombres y mujeres que han dejado de ser extraños y que se han vuelto tu familia, tu tribu. Te han aceptado a través de un antiguo ritual, la mujer en algún momento te ha soltado, ya no la necesitas, ahora la música que forman las voces y las imágenes a tu alrededor te guían, sabes qué hacer, te mueven a esa transformación de hombre esencial, primario, la misma que has sentido en tu trato con otras tribus al otro lado del mundo, eres libre, no necesitas de nada ni de nadie, agradeces.