Si el arte es una expresión creativa de ideas y emociones que invitan a la reflexión y pueden ser interpretadas de distintas formas según son apreciadas por los sentidos, entonces, al valorar cualquier obra o trabajo artístico, ¿se hace exclusivamente por lo que transmite y comunica o también por la calidad de persona que es su autor? Después de todo el artista deposita sus propias emociones, experiencias y esencia en sus creaciones y, suponemos, la gente se define por sus acciones y decisiones, pero, ¿y si esto resulta en una contrariedad? Qué pasa cuando alguien que aporta con su trabajo algo positivo para la sociedad, se comporta al mismo tiempo en otros ámbitos de su vida de una manera problemática, criticable, prejuiciosa.
La película Tár (Alemania-EUA, 2022) habla de estos temas, con énfasis en el competitivo mundo actual en el que reina la ‘ley de la selva’ o la ‘ley del más fuerte’, en donde cazas o eres cazado, eres presa o depredador. Escrita y dirigida por Todd Field y protagonizada por Cate Blanchett, Nina Hoss, Noémie Merlant y Sophie Kauer, la cinta estuvo nominada a seis premios Oscar: mejor película, director, actriz, guión original, cinematografía y edición. La protagonista es Lydia Tár, una aclamada compositora y directora de orquesta que a pesar de su fama y reconocimiento, parece que tiene que continuar sumando logros para mantenerse relevante, hasta el día en que sus manías alimentan tanto su ego que la destruyen por el propio peso de su narcisismo, juzgada y señalada no a partir de sus capacidades sino de sus fallas y en calidad de ‘mujer con poder’ que abusa de su posición privilegiada.
La pregunta es si su situación se dificulta más por su inhabilidad para aceptar y cambiar sus defectos, o por la exigencia que se le hace hacia una imposible ‘perfección’, en parte por ser mujer, o por la facilidad con la que la estructura institucional le da la espalda en cuanto deja de jugar bajo sus reglas y lineamientos, especialmente porque habita en un escenario predominantemente masculino, como directora de orquesta y, por ende, se le juzga de manera más severa y rigurosa en comparación con sus contrapartes. “Hoy día la palabra ‘diverso’ está mal vista. Nuestra época es la de los especialistas. Te ven con malos ojos si intentas hacer más de una cosa. Los artistas son encasillados. De forma agresiva”, explica Lydia.
Por un lado es celebrada por su carrera artística, la gente tiene claro que cuenta con la preparación y pasión para estar a cargo de una orquesta y a su alrededor ponen en alto su aporte hacia la música y el arte en general. No obstante, al mismo tiempo Lydia es repudiada y condenada por la mismas razones por las que en parte es elogiada; adusta, necia y egocéntrica, su personalidad aleja y polariza con aquellos a su alrededor, pero en parte también sus actitudes son producto del ambiente competitivo y tóxico en el que se mueve, reacciones propiciadas por una sensación de envidia y menosprecio en lugar de solidaridad y colaboración, a raíz de una realidad social que demanda triunfos cuantificables como medida de éxito y progreso, y como consecuencia provoca resentimientos y sensación de fracaso si éstos no se consiguen.
Esto significa que Lydia es un personaje complicado y conflictivo, siempre buscando control, siempre en la dualidad, siempre interpretándose a sí misma en lugar de permitirse ser ella misma. Por eso parece determinada a construir una barrera a su alrededor con tal de evitar las críticas destructivas propias de su ambiente, no exclusivamente el medio artístico, que no está acostumbrado a ovacionar las victorias cuando hay un espectáculo más catártico y sensacionalista consistente en señalar las derrotas, en humillar al caído.
Con el tiempo Lydia se ha acostumbrado a distanciarse emocionalmente, a exigir tan duramente a otros como hacen con ella y, sobre todo, a reaccionar a la defensiva como medio de supervivencia. Ello ha derivado en una actitud ególatra, vanidosa y con un claro complejo de superioridad, en el que se percibe que Lydia ve a los demás como si fueran poco importantes, valiosos o talentosos o como si no fueran más que entes que le deben su futuro a su guía y apoyo, en lugar de a sus propios esfuerzos y dedicación personal.
La importante es analizar si Lydia realmente menosprecia porque subestima, si lo hace porque siente que es la única vía para mantener control y posición de poder, o si esta actitud es una reacción defensiva porque ella misma se ha sentido constantemente degradada por otros.
Hay que notar en paralelo que mucha de la actitud narcisista de Lydia está cimentada en la explotación que se hace de su persona, porque la gente espera algo específico de ella, excelencia en todo sentido, para luego repudiarla por forjarse la imagen de una mujer decidida, triunfadora e independiente, como si serlo o haberlo conseguido fuera un problema, pese a que, irónicamente, no alcanzar excelencia se califica, común pero erróneamente, como una ‘falla’ o fracaso evidente. El problema, en corto, no es que Lydia sea una mujer decidida, triunfadora e independiente, es que también es presuntuosa, soberbia, egoísta y manipuladora y actúa como si una cosa no pudiera deslindarse de la otra.
Al principio de la historia está en la cima de su carrera, su opinión en su área de trabajo es respaldada y respetada; estar cerca de ella, laboral o socialmente, parece un privilegio porque la opinión pública la defiende por su prestigio, tiene absoluto control sobre su imagen y asume la negatividad hacia su persona como un miedo necesario para mantener un rango de jerarquía, o como evidencia del mismo.
Sin embargo esa sensación de control, que es uno de los pilares de su autoconfianza, se derrumba cuando las mentiras, engaños y humillaciones con las que juega y utiliza comienzan a voltearse en su contra. Su personalidad puede hartar o propiciar rencor y su temperamento tiende a ligarse con el rechazo; si no se hace lo que ella quiere, descalifica o reprueba, y en un punto hay más satisfacción en verla caer que en verla triunfar, incluso si esa fachada áspera esconde de alguna forma las propias inseguridades y miedos que guarda para sí misma.
Lydia es más un villano que un héroe, pues si ha llegado lejos es, además de su preparación, gracias al dominio que tiene sobre el papel que desempeñan las personas a su alrededor, que crecen o llegan tan lejos como ella quiere que suceda, con una claridad calculada sobre cómo fabricar y ejecutar un rol específico, que utiliza a las personas porque a veces ellas mismas se lo permiten, mientras vean en la situación un beneficio a su favor.
Lo que lleva a Lydia a una caída en picada es el momento en que el orden se vuelve inestabilidad y ella es presa de dudas sobre sus decisiones; entonces pierde el control y comienza también a perderse a sí misma. Esto sucede cuando una antigua estudiante y protegida, Krista, quien luego de ser descalificada por su mentora, se encontró con el rechazo de aquellos que no se atreven a contrariarla, al grado que Krista termina no sólo marginada sino también etiquetada, incapaz de encontrar empleo u otras oportunidades como artista. Una vez que Krista se suicida, Lydia pierde el apoyo de su asistente personal, Francesca, que indirectamente la culpa de lo sucedido, mientras surgen rumores y acusaciones de conductas inapropiadas y favoritismo con sus exalumnas. En respuesta, Lydia en toda su arrogancia califica las cosas como ‘malentendidos’, deslindándose del papel que pudo haber desempeñado en la ecuación, e intenta seguir un nuevo camino apoyando a una nueva intérprete, Olga, sólo para verse sorprendida cuando ésta no tiene la intención de complacerla ni de corresponder a sus atenciones, lo que lleva a Lydia a sentirse tan invalidada como irrelevante.
En este punto ya no sólo se trata de la mala actitud de Lydia, sino de su necedad y egocentrismo al creerse tan en la cima que piensa que eso la hace intocable. Lo que no entiende es que nadie es irremplazable o indispensable y así como ella puede sustituir a un músico de su orquesta por otro, así pueden aquellos con más dinero y poder hacer lo mismo en cuanto Lydia deja de ser un agente ‘funcional’ que cubra sus requerimientos, necesidades u órdenes.
Sucede, claro, el día que el escándalo toca a su puerta y Lydia es señalada en internet, acusada de discriminación y racismo. Sin el respaldo institucional, que para salvar sus propios intereses inmediatamente se distancian de ella, y sin el apoyo más íntimo y personal de Francesca que renuncia sin avisarle, Lydia se queda sola, sintiéndose traicionada y por primera vez confrontada por un mundo que hasta entonces había condonado todo de su parte, enterrando sus traiciones, abusos y actitudes destructivas a cambio de celebrar y obtener beneficios de su talento como artista. Pero este es un mundo diferente al de hace 10 ó 20 ó 30 años atrás; las reglas han cambiado, las generaciones también, los cánones ya no son los mismos y la interpretación de la realidad y el arte tampoco.
Todo se pierde instantáneamente con un video, reflejo de la modernidad; un clip en parte engañosamente editado para llevarla a ser ‘cancelada’ por una cultura digital en la que no importa la verdad sino la forma como se presenta la narrativa y percepción de las cosas. El objetivo es exhibirla y llevarla a un linchamiento mediático a partir de deformar la realidad. De un día para otro se le retira el apoyo público y privado, curiosamente no por lo que en verdad haya sucedido sino por lo que parece haber sucedido, un escándalo acrecentado por las acusaciones virtuales y digitales que comienzan a pesar en la opinión pública, independientemente si hay veracidad o no en los hechos que presentan.
Esta especie de boicot no sólo habla del poder popular que tienen las personas gracias a la creciente influencia de las redes, sino la facilidad como la mentira puede hacerse pasar por verdad, o el poco interés que hay entre la gente por la justicia cuando la destrucción de figuras populares o conocidas se ha convertido en una palanca de entretenimiento y sensacionalismo. La comunicación se vuelve chisme, calumnias, mentiras y encierra una absoluta ausencia de principios morales. Así operan las redes sociales, bajo el anonimato para juzgar y condenar sin dar opción de réplica o aclaraciones.
Aquí Lydia imparte una clase magistral en Juilliard, una prestigiosa academia de artes, con la intención de presionar a los estudiantes a ser críticos sobre la música, hasta entender su rol como directores de orquesta, para animarlos a reflexionar sobre lo que significa dedicarse al arte más allá de reproducir sonidos, pues antes que nada hay una necesidad de sentirlos y vivirlos. En el fondo su objetivo es formar artistas con iniciativa y pensamiento crítico, pero la forma como orienta y se dirige a sus estudiantes llega a ser intimidante, excesiva y hasta humillante, incapaz de conectar con ellos, sus ideas, valores y hasta su cultura.
Al final el problema no es tanto lo que Lydia pretendía con sus palabras sino la manera como presenta su opinión y perspectiva, siempre directa, severa, al grado que su necesidad de imponerse la hacen igual de intolerante que el alumno con el que está colisionando. La escena, no obstante, es ejemplo también de cómo una misma situación puede ser percibida desde distintos punto de vista, todos válidos en su lógica pero conflictivos entre sí en su interpretación.
Por un lado, lo que Lydia plantea resulta importante, el análisis de que la música debe ser interpretada no para complacer al autor o al público, sino a uno mismo. Aquí Max, el estudiante que Lydia cuestiona, insiste que no le gusta el trabajo de Johann Sebastian Bach porque lo descalifica y tacha de inapropiado a partir del estereotipo, el de un hombre blanco privilegiado cuyo comportamiento en su vida personal tiene sus problemáticas. Lydia recalca que la vida de Bach es irrelevante cuando la labor del artista (su alumno) es crear su propia versión de la música de Bach. Por otra parte, Lydia también tiene razón al sostener que la reacción de los jóvenes hacia sus palabras pudo resultar exagerada si se considera que en aras de una sociedad políticamente correcta a veces se propicia la ambigüedad, intolerancia y mal interpretación de las cosas, llevándolo a un nivel desproporcionado. Si la vida es dura, sólo los fuertes sobreviven.
Sin embargo, desde otra perspectiva, el papel de Lydia como mentora debería ser exclusivamente el de guiar e instruir, no enjuiciar; así que no puede ni debe abusar de su posición como autoridad con discursos más destructivos que constructivos, pero esto es finalmente lo que hace, humillar y burlarse. Hay arrogancia banal en la postura de Max, sí, pero también la hay en Lydia, una vez que abandona la intención de educar y comienza la de escarmentar, que a su vez es muy similar a lo que hace con Francesca y antes también con Krista, imponer y castigar.
Catalogado como un enfrentamiento que según algunos evidencia la inflexibilidad arrogante de Lydia, que otros podrían calificar como rasgos de decisión y entereza, lo sucedido marca el principio de una crisis emocional que Lydia busca contrarrestar de la única manera como cree viable, afianzando y reafirmando su posicionamiento. Lydia, por ejemplo, le niega un ascenso laboral a Francesca argumentando que sería mal visto, en esencia porque para entonces ya se le señala a la directora de orquesta por los constantes favoritismos que comprueban la intención de su trato preferente.
La cuestión más interesante aquí es si las mismas actitudes de Lydia no serían necesariamente mal vistas, criticadas, señaladas o cuestionadas si se tratara de un hombre. Esto es algo que la película reflexiona sutilmente pero con una crítica que resulta actual e importante. ¿Acaso no la sociedad alaba a los hombres que se posicionan como líderes de su campo debido a una excelencia exigente y una personalidad decidida en la que ser severo es visto como sinónimo de autoconfianza y entereza? ¿Acaso no una mujer que actúa exactamente igual es constantemente juzgada desde el machismo y calificada como ‘difícil’, complicada, fría u hostil?
Lydia es persuasiva y dominante, pero ¿es que estas actitudes no eran necesarias para mantenerse presente en un mundo dominado por hombres? El punto no es justificarla, sino dar cuenta que cualquier actitud dominante debería ser condenada, sin embargo, pareciera común castigar y condonar a conveniencia, no sólo si se trata de hombres o mujeres, sino de otras características a las que se les tienen diferentes consideraciones, como la posición social y económica, la popularidad y la fama o el respaldo de los medios, las redes sociales o las figuras de poder, entre otros ejemplos.
También se puede argumentar que la película habla de la belleza corrompida por el ruido que permea a su alrededor; la belleza entendida como el arte pero también como el talento y la creación. El ruido a su vez definido como el caos que contrarresta al orden, aquí toda la crítica destructiva, envidias, celos, competitividad y hasta jerarquías que desestabilizan la intención artística. Por extensión, Lydia al mismo tiempo se convierte en el ruido que altera a la gente a su alrededor, sean los estudiantes a los que denigra, su esposa a la que ignora y menosprecia, la asistente y exalumna a las que afecta directa y deliberadamente y hasta la música con la que es capaz de mostrarse vulnerable para luego hacer dudar si esto no fue previamente ensayado.
Su hija Petra, como alguien en algún momento le reclama, es su única relación interpersonal que no implica para ella una transacción. De esta manera la película señala la realidad caótica del mundo actual en la que toda dinámica social parece ser una negociación o un intercambio, donde la manipulación es la nueva verdad, toda crítica sólo saber ser destructiva y más que abuso de poder deberíamos hablar de jerarquías de poder, porque todo lo no políticamente correcto tiende a etiquetarse como incorrecto o negativo, como si no hubiera matices y áreas grises, cabida para dudar y cuestionar o el espacio para entender que la vida no puede ser sólo una cosa o la otra, sin puntos medios.
Como directora de orquesta Lydia está acostumbrada a estar al mando, a que otros sigan su liderazgo, a interrogar pero no ser interrogada. Al mismo tiempo, también vive en una sociedad donde para sobrevivir tienes que destruir lo suficiente hasta que te destruyes a ti mismo, en donde las personas parecen buscar el beneficio en cualquier situación o relación y en donde la explotación puede en cualquier momento convertirse en la forma natural del orden. Sucede en el arte, como aquí se muestra, pero sucede en todas partes, la política, las organizaciones y empresas, la cultura popular, los negocios, incluso las relaciones familiares y mucho más.
Al final lo más importante no es descubrir cómo las manías de la sociedad pueden ser destructivas o cómo, en este caso, el declive de una icónica artista es producto de sus desaciertos y necedades, sino el hecho de que la gente, aquí la comunidad artística en la que se mueve, es tan fácilmente persuadida a desecharla y reemplazarla, no simplemente porque se ha vuelto tan simple construir y destruir públicamente héroes o villanos, sino también porque por inercia propia las personas tienden a olvidar y cada vez parece más común que todo sea efímero y transitorio, desechable, en lugar de significativo y trascendente, lo que es irónico tomando en cuenta que Lydia constantemente defiende el arte en relación al tiempo, y el tiempo y la música en relación a la vida.
Ficha técnica: Tár