Westworld

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

Cualquier forma de tecnología o avance científico está, idealmente, pensado para mejorar la calidad de vida del hombre. No debería ser, no obstante, una herramienta para convertirlo en una persona más torpe o incapaz, sino una creación para ayudarle en sus actividades y el desempeño de sus labores o como apoyo en su forma de vida, para simplificarla, o mejor aún, para mejorarla.

Sin embargo, con el tiempo la razón o propósito de todo invento ha derivado para cubrir otras necesidades; hay máquinas e instrumentos destinados a completar labores o tareas específicas que faciliten la rutina cotidiana de las personas, como también hay invenciones pensadas para un progreso productivo, intelectual y social, así como hay ideas innovadoras que sólo sirven para propósitos de entretenimiento y diversión, destinados a proporcionar, a través de los sentidos, experiencias como el divertimento, la simulación, el autoconocimiento o la distracción placentera.

La televisión, la cinematografía, las redes sociales, los videojuegos y las realidades virtuales pueden entrar en este rubro; invenciones planeadas para estimular la mente, usadas eventualmente para muchos diferentes fines, desde la persuasión a la manipulación, la comunicación, la educación y hasta el control, vigilancia y alienación. Entonces, ¿cuál es la relación de la tecnología, las máquinas o la inteligencia artificial con el ser humano? ¿En qué momento la relación de apoyo se vuelve dependencia? ¿Por qué hay una necesidad constante de humanizar a todo objeto sin vida? Y en todo caso, ¿cómo deshumaniza a las personas una relación tan estrecha con objetos inanimados moldeados a su semejanza, como lo son, por ejemplo, ciertos robots y androides?

De esto habla la película Westworld (EUA, 1973), un western de ciencia ficción escrito y dirigido por  Michael Crichton y protagonizado por Yul Brynner, Richard Benjamin y James Brolin. Ambientada en un futuro cercano, la historia se desarrolla en un parque de diversiones para adultos que recrea temáticamente tres épocas pasadas: el periodo histórico medieval, el romano y el del viejo oeste en los EEUU. La idea es brindarle al visitante una experiencia lo más realista posible utilizando como personajes a robots de alta tecnología, es decir, androides que no se puedan distinguir entre los humanos por su manufactura tan ‘realista’, cuya interacción permite a los huéspedes actuar a su antojo, prácticamente sin consecuencias.

Un mundo en el que la violencia y la perversión no tienen límites pues las personas pueden dejar volar su imaginación o disfrutar de sus más profundos deseos y vicios sin impedimentos, ya que, en su lógica, no puede haber repercusión ni responsabilidad por sus actos, cualesquiera que estos sean, dado que se interactúa con robots, con máquinas que no piensan ni sienten, sólo siguen las órdenes que se les han asignado  a través de una programación que les manda complacer u obedecer.

El punto es que eso no borra la realidad de maldad y crueldad humana más profunda, que es por lo que realmente paga el usuario aquí: la oportunidad de ser quien quiera ser, afectar a quien desee y maltratar o abusar de otros sin secuelas negativas por sus actos. Sin embargo, ¿dónde queda la implicación ética y moral de su comportamiento? ¿Dónde queda la reflexión y concientización de que la violencia resulta en más violencia? Y al final, ¿qué es lo que el proceso dice de la naturaleza oscura del ser humano, del comportamiento violento, despiadado y sádico?

El parque temático está pensado para que no haya cuestionamientos al respecto, en la lógica de que ninguna persona real sufre o es dañada, dado que entre humanos debe prevalecer un código moral de respeto a raíz de normas o cánones sociales históricamente bien definidos que no pueden ser violados; pero con las máquinas este código no entra en vigencia y se puede hacer lo que se desee hacer, incluyendo el asesinato y la violencia, bajo el entendido de que no se trata de humanos, sino de objetos metálicos. 

Pero el proceder salvaje y bárbaro del ser humano sigue ahí, latente, con la oportunidad de ser liberado en un ambiente aparentemente controlado y contenido, curiosamente pensado y construido para los abusos. Eso es realmente lo que ofrece este parque temático a sus visitantes y lo que lo vuelve tan atractivo, no tanto la posibilidad de revivir un pasado recreando una época antigua, ese es sólo el punto de vista romántico de la experiencia, sino la posibilidad de ser alguien diferente y hacer su voluntad a placer sin reglas que seguir, sobre todo en ‘westworld’, el mundo del viejo oeste, marcado por la violencia y en efecto un mundo sin ley, dos características tan peculiares de este contexto sociocultural en su tiempo.

La emoción y la adrenalina vienen de la oportunidad de reinventarse, pero sobre todo, de vivir bajo los deseos y pasiones más instintivos y primitivos, volcando en la experiencia todos esos sentimientos retenidos, desde frustraciones hasta inseguridad, desde el deseo de venganza hasta el de violencia por la violencia en sí,  que se desprenden indistintamente entre los turistas de una manera casi catártica. Aquí alguien callado e indeciso puede convertirse en alguien valiente y aventurero; alguien que no tiene confianza en sí mismo puede convertirse en la autoridad del pueblo al tomar por ejemplo el papel del sheriff, o alguien misógino y narcisista puede explotar su personalidad sin que nadie cuestione sus actos.

En corto, es un espacio en el que nadie es lo que parece y nada es más que la simplicidad a que es reducida su existencia. Así lo viven Peter y John, los personajes que fungen como protagonistas de la historia, quienes llegan al salvaje oeste que recrea la época de Estados Unidos en 1880, luego de que el primero se vea afectado por un divorcio y el segundo le proponga pagar miles de dólares por la oportunidad de ‘dejar en el pasado sus penas’ permitiéndose ser alguien diferente en este parque temático, alguien, según la interpretación de sus palabras, ‘libre’.

Pagar por la oportunidad de hacer lo que quieran, como lo quieran, es una forma también interesante de ver este escenario ficticio, que no dista mucho de algunas realidades de vida en que la clase adinerada y/o con influencia de poder se permite pagar por imponer su voluntad, en el entendido de que el dinero es lo que mueve al mundo. Mientras las personas financien e inviertan en espacios que les permiten cualquier orden o comportamiento, lugares así seguirán existiendo. Éste no es un parque de diversiones para cualquiera, es un lugar destinado para la élite de la sociedad, la que puede derrochar ante el lujo como si fuera un privilegio; accesible sí para el resto de las personas, pero sólo aquellos que anhelando la oportunidad del libertinaje narcisista se aventuran a depositar sus ahorros en la gratificación momentánea de cumplir sus caprichos. 

Aquí el explotado ya no es el más necesitado, como suele suceder en escenarios de dinámicas de poder moviéndose o dictándose a partir del capital, sino la máquina, en este caso a merced de su creador, lo que permite a su vez considerar reflexivamente otra realidad latente: la de la dependencia tecnológica y la automatización excesiva, que ocurren bajo una falsa sensación de seguridad, que muchas veces se cree proviene de las llamadas verdades absolutas, mismas que falsamente se considera son los inventos de la ciencia y la tecnología.

La creación sin control, eventualmente, se sale de control, que es lo que sucede aquí cuando un virus informático se esparce entre androides, provocando que los robots dejen de seguir las órdenes dadas y comiencen a tomar control de sus acciones, rechazando de alguna manera los propios abusos a los que fueron sometidos, en efecto, como si las máquinas en el fondo realmente sintieran y pensaran y, por tanto, se rebelaran ante el factor humano (algo que la cinta en sí misma no profundiza, como sí hiciera más a fondo la serie de televisión que derivó del concepto – Westworld – y que fue producida en 2016 por HBO).

Cuando todo depende de la máquina y la máquina falla, el humano queda a merced del mal funcionamiento de sus inventos, a partir de una mala planeación que no ha considerado límites y ha dejado huecos en los registro de mando.  Cuando el humano pierde el dominio o el poder de sus inventos,  el mundo en manos de un conjunto de máquinas que en realidad no piensan ni resuelven, sólo siguen lineamientos trazados a partir de diagramas de flujo y organigramas impuestos, órdenes, comandos, programación por códigos y software. 

Si el robot deja de funcionar reproduce instrucciones indistintamente, sin considerar las circunstancias  ni valorar las consecuencias: los pistoleros disparan, los personajes atacan, hasta los animales reaccionan con violencia, como se ve en la película. Las instalaciones quedan bloqueadas una vez que los sistemas de programación dejan de responder a las órdenes y, en consecuencia, todo el personal del parque fallece a causa del encierro, una vez que las instalaciones cierran automáticamente todas las puertas y suministros de aire.

Eventualmente una vez que el hombre se ha extinto, lo único que queda es la máquina, en un extraño e inquietante escenario que bien podría servir como una especie de advertencia profética: si el hombre se destruye a sí mismo a manos de las creaciones sobre las que nunca supo cómo tener control, son ellas, las máquinas, las que toman el control y heredan la tierra.

No es que los robots en este parque temático inicien su propia revolución en contra de sus creadores (lo que sí sucede en la serie de televisión homónima), es más bien que éstos, los humanos (algo que también retoma el programa seriado), nunca supieron cómo gestionar el invento a su alcance, porque su prioridad no era hacer un mundo más funcional o que su capacidad intelectual avanzara, sino complacer su propia vanidad, hacer del robot lo más parecido a un humano como una forma de autoengaño, olvidando que la máquina nunca será una persona ya que su funcionamiento no es ni pensante ni orgánico, pero olvidando también que, en consecuencia, el humano nunca será como la máquina. 

El invento hace lo que el inventor le dice que haga, por ende, si el creador nunca previó un mal funcionamiento (que puede llegar en forma de corto circuito, sobre carga o, como en este caso, virus informático), el responsable del problema es, sin duda, el humano. Por otra parte, si el hombre se empeña tanto en hacer del robot lo más parecido a una persona, su respuesta será comenzar a tratar a la máquina como tal, aunque no lo sea, nublando su propio juicio sobre qué significa ser un ente pensante.

Así que, ¿qué nos hace humanos si estamos más interesados en las máquinas que en las personas a nuestro alrededor? La ‘tecnología del futuro’ no siempre es mejor, no cuando está motivada por la ambición, la codicia, la soberbia y la vanidad, porque entonces, y aquí, en este universo, las personas, los creadores y visitantes de westworld, no están deseando tanto mejorar su mundo como sí obtener un beneficio autocomplaciente, ya sea económico para quien lo subsidia, como petulante para el que paga por el privilegio de experimentar una falsa sensación de control, autoridad, poder o superioridad.

Si el humano se convierte en presa de su invención por mera presunción y arrogancia, ¿en qué punto la máquina rebasa el propósito para la que fue creada y supera a su creador? Entretenimiento no es lo único que puede aprovecharse de la tecnología y si bien tampoco puede suprimirse como una de sus importantes funciones, entender el impacto de cómo transforma a la sociedad va directamente ligado a su uso. 

Los avances tecnológicos transforman al humano, su trabajo y sus relaciones sociales, pero es vital entender cómo se sumerge el individuo en la tecnología a su alcance, desde las máquinas automatizadas ensambladoras en las fábricas, a las computadoras, los celulares, las compras digitales o la realidad virtual, por ejemplo, ya que cambian la forma como se desarrolla la educación, la medicina, la comunicación, la economía, la socialización y también las formas de entretenimiento. La pregunta importante es qué pasa cuando se hace un uso excesivo e indebido de la tecnología; ¿a quién le llega primero la fecha de caducidad, al dispositivo tecnológico o al ser vivo? ¿ Por qué ese afán de vivir en mundos ficticios para poder disfrutar de la vida? 

Resulta curioso, además de preocupante y trágico, que en el mundo moderno actual, esa idea de comercializar todo con fines de diversión y enriquecimiento esté llevando a las autoridades de algunas ciudades o regiones a tratar a su propio espacio vital como “parque de diversiones”. Ejemplo de ello, las reservas naturales convertidas en centro de ecoturismo extremo, o la ciudad de Venecia, en Italia, en donde ya se cobra por ingresar a ella, tal como se cobra en los parques de diversiones del complejo turístico industrial del Mundo Disney. Como si ‘westworld’ no estuviera como tal, tan alejado de la realidad.

Ficha técnica: Westworld - Oestelandia

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